lunes, 5 de junio de 2023

El contorno de las cosas


Voy camino a la casa de un amigo porque el pajarito acaba de morir y en el trayecto se corta la luz.

Es la primera vez que presencio un corte de luz en la calle. Es un flash: puedo ver cómo la oscuridad avanza de a poco, ventana a ventana, mientras a lo lejos, los edificios se van quedando dormidos. No es como en casa. Puertas adentro uno ve cómo de pronto se queda a oscuras, y no se da cuenta que afuera el apagón avanza colándose por los cables para aparecer en las habitaciones dejándolas negras una a una.

En la calle la oscuridad tampoco es total. Todavía se logra ver cómo los autos iluminan los márgenes de las siluetas. Mientras camino pienso en este amigo que murió. No éramos tan íntimos, pero él sí lo era con el amigo que justo ahora estoy yendo a visitar.

Todo fue tan repentino como un chaparrón abrupto. Si bien era algo posible, fue repentino de todos modos. No sé qué decirle a mi amigo. Decir que uno lo siente me parece hipócrita. No decir nada y tan solo abrazar tal vez sea traicionar a lo que se piensa todo el tiempo. No creo que sea fácil poner palabras al dolor, pero la dificultad de ponerle palabras al dolor ajeno es aún más abrumadora.

Me cruzo de frente con un tipo. Sin verle los ojos sé que nos miramos con un poco de temor. Siempre está el miedo a la desgracia que flota en el aire cuando todo está oscuro. Creo que hasta lo puedo oler. Tengo a la muerte más cerca que él, lo sé, y tal vez sienta incluso un miedo más grave, incluso puedo olerlo en él también, cómo también huelo a todas las cosas que no veo y aún así todavía están acá.


La mierda de las palomas/ los carteles luminosos apagados/ los desagües atestados de páginas de diarios/ los ojos de los transeúntes/ los gatos caminando por los techos/ el contorno de las cosas/.

Todo sigue acá y se ilumina apenas cuando los automóviles pasan más misteriosos que nunca, porque en el contraste de luces y oscuridad que traen, hasta es posible que no distinga siquiera si el auto es pequeño o grande.

Rodri cantaba como un pajarito. Fruncía los labios y entonaba una melodía que solo podía salir de él o de alguna criatura con plumas posada en alguna rama. De ahí su apodo: el Pajarito. La verdad es que cantaba como un pájaro diurno, de esos que aparecen en las mañanas. La mayoría de las veces era un canto indistinguible, porque gracias a su espíritu inquieto y curioso, en sus grandes viajes llegó a coleccionar el canto de aves que no sobrevuelan estas tierras. A  través de él podías oír el canto de aves de todo el mundo. El Pajarito era un exótico. Por donde pasaba dejaba un canto y un recuerdo cálido. A veces no le hacía falta hablar. A veces solo se reía de alguna ocurrencia ajena, y con eso solo ya bastaba para que su sonrisa quedara grabada en la memoria de todos los que lo vimos reír.

Ahora, en esta calle oscura solo cantan aves sin rostro e insultan transeúntes que de seguro andan quejosos de los nervios y del miedo. Me cruzo de frente con una pareja. Lo sé por su conversación, porque todavía no llego a verlos realmente. Puedo oír cómo de pronto se callan, como un corte de luz en casa. Lo hicieron ni bien se percataron de que estaba cerca. Un tipo que camina solo con cara de se murió un amigo en una noche de apagón no debe ser agradable. Se abrazan más fuerte mientras me pasan por al lado. No lo veo. No veo el abrazo pero se huele en el aire.

Un auto vuelve a iluminar el contorno de las cosas, y pienso en todo que no veo pero está ahí. La oscuridad funciona en si misma porque habita con el recuerdo de lo que sabemos que se esconde en lo negro.

Hay una luz tenue en algunas ventanas. Algunas son blancas y estáticas, otras son cálidas y temblorosas. De estar en mi casa, sé que caminaría entre las sombras inquietas de la poca luz que proyectan mis velas.

Escucho un pájaro cantar entre las sombras. Lo hago con detenimiento. Nunca escuché un pájaro nocturno con la concentración con la que ahora lo hago. Entiendo que no podría distinguir entre el canto de un pájaro diurno y uno nocturno. Tal vez el Pajarito ha cantado también el idioma de estos pájaros de noche, a pesar que su calidez poco tenía que ver con el miedo que sentimos bajo los efectos del ocaso.

Me gustaría preguntárselo, pero el Pajarito ya se fue. Me quedo con la certeza de saber que detrás de esa pregunta hay una historia inédita, una anécdota que no podrá contarse.

La casa de mi amigo está justo frente a mí. La enorme sombra de su edificio se superpone con la negrura del cielo. 

Mientras toco el timbre me rodean infinitas formas que no veo, pero sé que están ahí. Un auto ilumina el contorno de las cosas mientras descubro todo lo que puedo hablar con mi amigo en esta noche de apagón y duelo. Seguro tenga algo nuevo que contar, alguna historia que el Pajarito ya no podrá relatarnos.  Tal vez él sepa decirme si silbaba también, cada tanto, la melodía que los pájaros sólo cantan de noche.

Por Maxi Cestau
Ilustración: Maxi Cestau 

jueves, 30 de marzo de 2023

Correspondencias


Correspondencias fue un disparador epistolar del taller que propuso un ir y venir entre dos para generar una historia en el formato de carta. 

De aquí en adelante habrá solo cuerpos que se extrañan, habrá el silencio sepulcral segundos después del adiós, tendremos la tarea del olvido, de acomodarnos la agonía, donde no se note tanto, podremos también meterle el teatro a los momentos, sonreír, por ejemplo, y bailar el hambre, dibujar el fuego. 

¿Sabes qué es gracioso? Saber que en un cajón de mi cuarto tengo una mochila vacía.   Una mochila no muy grande ni muy chica, azul con gris, y tres banderitas cosidas a los lados. Creo que dos veces la llené y la vacié: 5 calzones, 4 blusas, dos jeans, 1 traje de baño 3 vestidos de verano caribeño, un abriguito de invierno, sandalias, botas, y un par de chucherías. Te juro que hace 12 años que la observo, esperando un impulso, un ataque de rabia, un tsunami, un terremoto, una enfermedad mortal, algo que lo haga parecer una obligación, cualquier acto de locura estaría justificado. 


No, si nos vemos no me pondré el collar de caracoles que me regalaste, aunque lo use todos los días, sería demasiado obvio, pero si prometo soltarme el pelo, aunque haga calor y me haga sudar el cuello, solo por verte hacer la magia de soplarme pinceladas de aliento en la nuca. 

Me pregunto si sigues cantando, si la piel te sigue oliendo a árnica, si tendrás la barba larga; espero que sí, te hacia ver menos dientón. Si no, no importa, para mi seguirás siendo el conejo más guapo de ese taller de teatro que ya no existe

 

¿Por qué nunca más me escribiste? ¿Por qué tuvimos que despedirnos de verdad y para siempre? Debí haber llorado más, debí haberme bajado corriendo del bus, abrazarte y pedirte que vengas conmigo, aunque te negaras: el luto habría sido real…  pero no, me quedé con tu cara de liebre triste desde mi ventana, musitándome un te amo y un chao mientras con la mano derecha sostenías un cigarrillo. Un adiós como un disparo, como un funeral de mentira que se repite constante en mi cabeza. Ese balazo de aire que entra como un suspiro que no logra aterrizar. 

 

Sigo pensando en eso que hablamos cuando nos conocimos, lo del silencio, las certezas, lo implícito. El espiral continúa.  

 

A mí no se me da bien callar, aunque lo aguante.  La mochila sigue ahí, y no sabes lo que me duele verla vacía.  Cómo nos gustaba el mar, ¿te acuerdas? una vez soñamos el mar en La Paz. 

 
                                                                        ***

No sé por dónde empezar, pero lo más correcto es decirte:

-Hola. Leí tu carta y quedé temblando. 

Creo que la despedida en esa estación fue tremenda. Digamos que sentí el escozor, un tobogán agridulce por el cuerpo. “El adiós como un disparo, como balazo de aire, como un suspiro que no logra aterrizar” ¡Wow! Esas palabras. Describís con pinceladas de atardeceres. Se me vinieron las escenas encima. También un poco sentí la envidia de no ser el destinatario del amor. Esta carta me la guardo para toda la vida, aunque no me corresponda. 


Me hubiese encantado que antes de quedarte petrificada en el asiento del bus, hubieses corrido hasta los brazos del muchacho, para chantarle un último beso de despedida. Un último adiós a ese mundo lleno de juventud. 

Te juro que no sé por dónde empezar. Por el final o por el inicio. Da igual.

Tu joven amante, se recibió de profesor de música y empezó a realizar sus primeras prácticas en una escuelita del Delta. La mañana de un lunes la avioneta que lo trasladaba, tuvo un desperfecto y no logró llegar a destino. Lamento ser yo el mensajero de malas noticias, pero tu músico, tu actor, tu guapo conejito no te escribió más porque perdió la vida en ese accidente aéreo.

10 años pasaron de esto.

Me tomo el atrevimiento de contestarte porque yo estoy viviendo en su casa y recibí tu carta. Te envió esta foto que la encontré en el fondo de una cajonera bien oculta. Bien guardada. Como se guardan los tesoros. Estoy seguro que vos sos la morocha sonriente que hace malabares con fuego. Transcribo las palabras que están escritas de puño y letra detrás de esa foto:

habrá solo cuerpos que se extrañan, habrá el silencio sepulcral segundos después del adiós, tendremos la tarea del olvido, de acomodarnos la agonía, donde no se note tanto, podremos también meterle el teatro a los momentos, sonreír por ejemplo y bailar el hambre, dibujar el fuego.”

 

 Por Catalina Francisco / Facundo Quiroga



viernes, 10 de febrero de 2023

Mientras todo sea refugio favorito

Cuando él era niño le gustaba entrar en el armario y cerrar la puerta. Solía quedarse allí horas enteras y leer algún cómic mientras el tiempo parecía elástico. No importaba que la casa estuviera sola. Él igual se encerraba en su armario.
o se lo dice a ella, se lo dice a su niño interior: “Tranquilo, todo va a estar bien”. Tranquilos, todo va a estar bien.

Cuando ella era niña, se ponía sus medias más calientitas, se resguardaba bajo las mantas de su cama, se acurrucaba y encerraba su cabeza bajo la protección de sus audífonos. No importaba cuán mal la hubiera pasado en el colegio, la música era su escudo.

Ella lo sabe, sabe hoy que los libros son el escondite de él. Por eso, le regala libros qué él pueda subrayar y que con cada anotación al margen, sean cada vez más suyos.

Él lo sabe, sabe que la música es su cabaña frente al mar, por eso le regaló un ukulele, que es como una guitarra que quiso ser y no pudo. Así se siente ella, como que quiso ser un acorde y no pudo.

Hoy ya no son niños y no caben juntos en el armario. Por eso crearon para sí un refugio de amor bajo la almohada, un lugar donde caben ambos, donde se puede ser acorde, cabaña, mar.

Se regalaron ese rincón como un útero suave hecho de cobijas, en donde él le puede decir: “tranquila, aquí todo está bien”. En realidad, no se lo dice a ella, se lo dice a su niña interior: “Tranquila, todo va a estar bien”. En realidad, no se lo dice a ella, se lo dice a su niño interior: “Tranquilo, todo va a estar bien”. Tranquilos, todo va a estar bien.

Sebastián Martínez Duica




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