martes, 18 de junio de 2019

La indecisión


La mañana estaba gris, tanto como mis ropas o como las alfombras frías que rodean la oficina. El olor a café en el ambiente es lo más cercano a la naturaleza que puedo sentir.  Un poco más lejos, la ventana muestra las hojas de un árbol que se mueve, y desde mi perspectiva solo puedo decir que es pequeño. Sin embargo esa es la imagen que obtengo desde un piso 7,  una mirada un tanto engañosa.

Esta mañana al salir de casa nació un desconcierto. Pensaba mientras miraba los colores que me traía el viento y después de 15 minutos aparezco en otra tierra, con gente de trajes negros, caras pintadas y olor a perfume mezclado. Mis sentimientos florecen de pronto y  me dije: “no quiero más de todo esto ”. Pero acá estoy sentada frente al subibaja de una economía salvaje . Miro el cielo celeste desde la ventana y me lleva a Santiago de Estero: ciudad que elegí para irme a vivir sola,para estudiar una carrera. Un paisaje de árboles flacos, llanura desértica, edificios bajos y un clima de 40 grados a la sombra en enero. 

Recuerdo que la idea de la vida nueva y desconocida me entusiasmaba. Me hacía salir a caminar por la ciudad incluso a la siesta.  Nunca entendí cómo los lugareños jugaban fútbol a las 2 de la tarde. Eran de otro planeta. 

Fui el verano de 2007 después de escapar de algunos amores y desamores. Recuerdo que llegué a la puerta de mi nueva casa: una pensión donde la luz sólo podía ser vista en la terraza.  La entrada tenía unos 50 escalones alfombrados de color azul brillante; le seguía un pequeño hall con unos vidrios bordó y amarillos que apenas reflejaban el exterior de la pared de la casa de al lado, y ese aroma a casa antigua y húmeda. Aún tengo registrado ese hedor que me hizo fruncir la nariz y pensar enseguida en dónde me estaba metiendo.  El baño era un cubículo con un caño por el que goteaba agua como una tortura china y la puerta rota no daba lugar a la intimidad de una ducha fría porque no teníamos calefón. En mi mente todo eso era lo peor, pero no me quitaba las ganas de volver a empezar o simplemente de vivir la aventura. Entré en mi habitación tras el tour que me hizo la dueña, una señora bajita y canosa que al parecer, se percató de mi descontento y a partir de ahí cambió su actitud conmigo. 

Dentro de mi habitación vivía también una señora de unos 65 años. Ahora no recuerdo su nombre pero tenía unos aires a Edith Piaf y así fue como la bauticé. Ella, el gorrión de París, llevaba camisón blanco y pantuflas, cabello corto castaño, cuando me cruzó por primera vez apenas atinó a mirarme amablemente y luego salió de la habitación con una caja de fósforos y un cigarrillo en los labios.  Arriba de mi cama marinera, una chica de estatura media, cabello corto negro y ojos grandes, me miraba con una sonrisa pícara mientras yo acomodaba mis cosas. En ese interín, ella me contó un poco de su vida y de lo que era la vida en la pensión. Me describió a cada uno de los habitantes del lugar e incluso me contó sobre un fantasma que por algunas noches se hacía oír. Si, un visitante que solo se hacía escuchar, alguien que vivia ahi, pero no. Tampoco. Yo la miré con una sonrisa  incrédula. Recuerdo que era una noche de calor insoportable y Edith hablaba dormida, además de hacer ruidos con su garganta. Arriba, mi otra compañera, no paraba de moverse y el ventilador giraba apenas para darnos el poco aire que le quedaba, mientras yo intentaba conciliar el sueño. 
En esa pelea contra la vigilia estaba cuando comencé a escuchar pasos. Se despertó Julia de la cama de arriba y me preguntó despacio:

- ¿Escuchaste?

- Sí- conteste atenta 

- ¿Vez? De eso te hablaba - dijo Julia con un terror más acompasado. 
Yo no sabía si era una pesadilla o si todo lo que pasaba era real. En un momento pensé que los 45 grados de temperatura habían desvariado mis percepciones. Pero no. Había pasos en la escalera y era más reales que el ventilador en el techo, o Julia misma o Edith.
Los pasos al dar cada escalón sonaban cada vez más reales, asique me levanté a ver quien estaba en las escaleras, pero no encontré nada ni a nadie. Así fue por algunas noches:  sentir que alguien se acercaba desde atrás cuando uno subía. Sentía una mezcla de emoción y miedo a la vez a la que podía acostumbrarme. Una noche creo que me dio un sacudón mientras escuchaba la escalera y pensé que no era sólo un visitante, tal vez fueran unos tres. Un poco nerviosa, pero segura, decidí decirles algunas palabras y después los sonidos desaparecieron para siempre. Aún no se si esos visitantes eran reales o no.


Tengo buenos recuerdos de Santiago: sus raíces de folclore y su gente cálida. Pero sobre todo recuerdo con mucho afecto a mi compañera de pensión de camisón blanco sentada en su sillón descascarado mientras tomaba café y me contaba historias de su vida. Pasé largas noches sentada mientras miraba como la alumbraba la luz de la luna y fumaba su cigarrillo contándome de sus pasiones de niña y de los amores que la atravesaron como flechas. No sé si todo lo que me contó era cierto, pero atesoro cada una de sus historias en un buen lugar de la memoria. 
No volví a saber ni de Julia ni de ella. Me fui hacia nuevos rumbos y dejé atrás mi pequeña historia santiagueña. Ahora pasaron cinco minutos nomás y sigo sentada en esta oficina de calle Lavalle - Los pensamientos me atraviesan fuerte y fugazmente- Me voy o no a méxico el próximo año? Pero ¿Qué tiene que ver México con Santiago? No sé.

Florencia Abdala Ibañez 

martes, 11 de junio de 2019

Ellas tres

Ana estaciona el auto en la puerta del consultorio de la Dra. Ramírez. Afuera hace mucho calor y hay un sol que le hace preguntarse qué hace en La Plata un 15 de enero. Cierra los ojos e imagina la playa, las vacaciones y el mar. La imagen le muestra olas que se arman y se destruyen en la orilla. Siente paz de escuchar un caracol. La arena áspera le cubre la piel y el recuerdo la lleva a cuando todo era distinto. Cuando era joven y no se sentía tan presa del presente.
Estaba en eso cuando de pronto tose con fuerza y le dan ganas de vomitar: se agarra fuerte al volante, pasa su mano por la frente y seca las gotas de transpiración. Los ojos secos le ruegan lágrimas. Respira hondo. Una. Dos. Tres veces, tal como le sugirió su terapeuta. Deja escapar el aire. Suspira aliviada. El celular vibra en su bolso, le cuesta encontrarlo, hasta que atiende nerviosa. Es su madre.
-Te estuve llamando toda la mañana — Ana revolea los ojos pero antes de que pueda contestarle, su mamá sigue— Tu hermano vino esta mañana a visitarnos a mí y a tu padre. ¿Vos sabías lo del ascenso? — asiente con la cabeza pero no lo pronuncia.
— También nos contó lo de Cecilia, ¿sabías lo de Cecilia? — su cuñada está embarazada de tres meses— ¿Sabías?
Sí, Me llamó ayer. Estuvimos hablando un rato. Me dijo que ya tienen pensado qué nombre ponerle a la criatura. —escucha un suspiro. — Ceci le dijo que tenía muchas ganas de llamarlos como sus papás y Fernando aceptó —le miente y le encanta. Fernando le había contado del embarazo pero nada de nombres. El bebé que espera apareció de casualidad en la conversación, pero escuchar a su mamá retorcerse de rabia la divierte.  
— En fin má, ¿necesitas algo más?
No, sólo saber a qué hora volvés a casa. Así veo si te espero a cenar o no.
Las respuestas de su madre siempre son más acertadas que las suyas. En el juego de tira y afloje siempre le gana. Sabe que tener cuarenta años y vivir en la casa de sus padres no era lo que esperaba de su futuro. Se muerde los labios y avergonzada le contesta que sí, que la espere a cenar. Se mira en el espejo retrovisor y contempla el desastre que es. Tiene ojeras permanentemente, el flequillo mal cortado, las raíces crecidas, el pelo quemado. Se refriega los ojos y en su mano se impregna una mezcla de sudor, mocos y lágrimas. Se limpia con el asiento del acompañante.
Toca el timbre del 4C. La puerta se abre automáticamente tras haberse sentido observada por una cámara de seguridad. Sube por el ascensor y antes de tocar la puerta, la secretaria la está esperando. Es una chica joven, de unos veinte años que la mira de arriba abajo pero no de una manera despectiva, sino que compasiva. Se avergüenza aún más de su aspecto cuando le pregunta cómo se siente.
Ana, ¿no? — pregunta—La Dra. Ramirez está unos minutos atrasada. Por favor toma asiento. ¿Querés algo de beber? Sí, por favor. Un vaso con agua seria genial.
Le trae el vaso de plástico lleno junto a un pañuelito y se va. Ana queda en la sala de espera sola y se pregunta sobre qué puede hablar en esta sesión: ¿sobre su ex? ¿Sobre la nueva mujer de su ex? ¿Sobre su madre? Desde que va a terapia no ha notado muchos cambios. Por el contrario, a veces siente que sale peor de lo que entró y muchas otras veces, cuando se quedan en silencio, siente que le están estafando. Pero su hermano insistió tanto en que comenzara a ir, que decidió tomárselo en serio. Aquel momento en que su hermano menor la obligó a sentarse para escucharlo con atención, fue muy duro. “Ana, no podes vivir lamentándote. No quiero volver a encontrarte espiando como una loca la vida de tu exesposo otra vez. No está bueno, no hace bien”. Las palabras aún le resuenan en la cabeza y se enfurece, ¿qué puede llegar a saber su hermano sobre qué es sufrir? A él nunca le va a pasar lo que le pasó a ella. Nunca lo van a echar porque es jefe de su empresa, ni va a sentir la mirada juzgadora de su madre, ni va a encontrar a su esposa con otro en la cama que comparten. Pero lo que mucho menos va a sentir es la pérdida del bebé que tanto deseó. Llevarlo dentro y perderlo antes de conocerlo es un dolor indescriptible, semejante al que sufrió su cuerpo los días siguientes al aborto espontaneo. A veces, a pesar de que ya han pasado cinco años, aún sueña con la sangre que mancha el colchón, el vientre chato y las mamas que ya no serán alimento de nadie. Una pesadilla en espiral que la atormenta seguido.
La sala de espera es grande y está decorada de muy mal gusto. Hay un cuadro con flores que ocupa toda una pared amarilla. Es un color que no se distingue si es pintura o suciedad. Alrededor hay tres consultorios que atienden a adultos y niños. O eso cree Ana por la cantidad de pibes que suele haber mientras espera. Mira el reloj y se da cuenta de que llegó mucho más temprano. Toma una revista de moda que data del año 2013, en la tapa hay una modelo rubia. La abre y el primer título que lee es “¿cómo bajar de peso sin hacer dieta?”, al lado otro que dice “Las harinas refinadas, el nuevo enemigo del siglo XXI”. Al dar vuelta la página se encuentra con una masiva torta de manzana y canela junto con su receta. Deja la revista y agarra otra. La abre de casualidad en la página donde hay un hombre que le resulta vagamente familiar. Tiene su misma edad, ojos marrones, la barba crecida y parece ser un empresario exitoso.
El timbre suena y deja la revista junto a la pila donde estaba, abierta de par en par. Los pasos de la secretaría junto a alguien van haciéndose más cercanos, hasta que una mujer de pelo castaño con un niño de unos cinco años en brazos se sienta en la silla frente a ella. El niño grita y patalea mientras su madre lo agarra de los hombros y con mucha calma le dice: Basta Pedro. Ya hablamos esto. Vamos a hablar con Gabriel, vamos a jugar un ratito y después nos vamos a fútbol.
Ana cruza miradas con la mujer quien parece reconocerla de inmediato pero Ana tarda unos segundos. Después aterriza: es Laura. Conserva su altura y los rasgos de su juventud. Diez años sin verse y ahí está frente a ella con  ojos achinados, sus labios finos y cierta elegancia en los movimientos, bajo un aura de bohemia y descontracturada. Ana atina a saludarla con beso en la mejilla, pero Laura la abraza con firmeza. Le siente el aroma a sahumerio y lo reconoce como familiar. Es un aire de libertad que ella nunca tuvo. Traga saliva incómoda y desea con fuerza haberse vestido mejor. ¡Ana, cuánto tiempo pasó! — la mano amable de Laura reposa cariñosamente en su hombro. — Él es Pedro, mi hijo. — el niño levanta la cabeza y la saluda sin ganas. Ana trata de formar una sonrisa que transmita felicidad, pero duda en haberlo logrado. — Vinimos… bueno…a ver a… ¿Vos qué hacés acá? Vengo a terapia— contesta mientras se sienta una al lado de la otra. La lejanía del colegio secundario se vuelve muy presente en la sala de espera. De repente, Ana se ve adolescente, sentada en los bancos del aula escolar junto a su mejor amiga Laura. — Ya hace unos meses que vengo.
Siente ganas de huir de pronto. Recordar escenas que llevaba tiempo olvidadas no le gusta. Es un pasado que dejó atrás para poder rearmarse. Laura formó parte de su vida hasta que todo cambió. Y llevaba años sin pensarlo. Mira el reloj y ruega que la doctora abra el picaporte y pronuncie su nombre. Sigue siendo temprano. Le posa la mirada a Pedro que juega con un yoyo. El niño es una copia idéntica del novio de toda la vida de Laura. Hermosa historia de amor que a ella le tocó un papel de reparto. Como la amiga de una telenovela que está presente en peleas adolescentes, pero que es apenas espectadora. Se acuerda de los celos que sentía por ellos y cómo se torturaba por sentirlos. Es igualito a Esteban—comenta tratando sonar simpática pero su voz salió temblorosa y aniñada. Sí, todos dicen lo mismo — dice Laura y revolea los ojos divertida. — Yo digo que es igualito a mí. — se ríe igual que cuando eran amigas. Le devuelve la sonrisa, nostálgica. — ¿Y vos, cómo estás? Yo…— Ana abre ojos y recapitula su vida — Yo, bueno, me divorcié hace ya hace un año. ¿Y seguís trabajando en el estudio? No… Me echaron hace unos meses. — el estudio donde trabajaba como arquitecta la había echado sin indemnización. Sabe que se merecía el despido por el descuido. Había hecho que la empresa perdiera mucha plata por desperdiciar su tiempo en su ex marido y no en presentar los planos en fecha. Todavía le duele admitir su negligencia. — La crisis, viste, echaron a muchos — miente y se sonroja. Sí, claro.
La sala se queda en silencio un buen rato y sólo se escucha a Pedro jugar y el zumbido del aire acondicionado. Ana se muerde los labios y Laura se come las uñas. Ambas parecen incómodas en la formalidad del encuentro. Las piyamadas cuando eran chiquitas, las salidas cuando eran adolescentes y las vacaciones cuando ya habían empezado la facultad. Cierra los ojos. No se siente preparada para lidiar con Laura. Siente la culpa en la garganta, el perdón nunca pronunciado en la atraganta. ¿Y vos que venís a hacer? Nunca te vi… Es que es la segunda vez que venimos con Pedro. La semana pasada tuvimos una entrevista con Esteban para el psicólogo infantil y hoy es la primera vez. — mira al suelo, como tratándose de esconder. Ana se percata de ello y elige cuidadosamente sus palabras. Laura no creía en las terapias tradicionales, y en el pasado nunca hubiera llevado su hijo ahí. Claro. Oí que es genial el psicólogo. Los niños que a veces veo mientras espero, se van contentos. No sé. La idea fue de la maestra del jardín, nos dijo que es muy despistado y que le cuesta hacer amigos. Esteban quiso, yo no estoy convencida.
Ana recuerda cuando se enteró por Facebook que Laura estaba embarazada. Había sido unos meses después de que ella perdiera el suyo. Tirada en la cama mientras lloraba, se acurrucó en los brazos de su ex marido, pero él luego la abandonó vaya saber por qué. A la única que le pasaban cosas malas era a ella. Pero ahora, al tener enfrente a su amiga del pasado, siente una ligera empatía. Cruzan miradas unos segundos hasta que la puerta de consultorio B se abre. Sale el psicólogo. Un hombre más joven que ellas, esbelto y con una voz grave que después de saludar a Laura, invita a Pedro a entrar al consultorio. El niño hace una mueca de dolor exagerado y entra a regañadientes. Las dos se miran cómplices por lo atractivo que resultó ser el tipo:
Preferible que me atienda a mí — suelta Ana y su amiga se ríe. — Es duro el celibato. ¿Te lo podes creer? Ahora somos viejas para estos chicos. Los tipos lindos empiezan a ser más jóvenes que nosotras.



Pasan varios minutos hablando de las familias. Ambas se alegran de que sus padres sigan vivos. Así Ana se pregunta si su amiga sabrá acerca de su pérdida y por una razón inexplicable siente la necesidad de contarle, pero calla. Guardan silencio varios minutos y sólo se oyen los susurros que vienen de los consultorios. Laura toma la revista que su amiga leyó hace minutos y señala al empresario que posa para la cámara con aires de superioridad. ¡Es Gonzalo! El compañero del secundario— Ana observa con detenimiento la imagen y asiente con la cabeza. Luce igual pero viejo y millonario. Se sonríen y vuelven a callar. Laura se acomoda varias veces en el asiento, se acomoda el pelo y muerde sus labios, nerviosa. —Te necesitaba ¿sabías? — Ana clava la mirada en Laura que en sus ojos crecen incipientes lágrimas. — Perdón, no debería habértelo dicho. Pero fue muy duro para mí. Eras mi amiga y…
El peso de la culpa cae sobre Ana. Siente su cuerpo pesado y quiere ocultarse. Desde que pasó lo de Dolly lo único que había tratado de hacer era olvidar. Pero tener a su amiga enfrente es una cachetada de la realidad. Guardaba un recuerdo de Dolly adormecido por sus propios fracasos. Pero ahora, sus rizos colorados y sus pecas, su cara de niña, su cuerpo frágil, joven y despedazado en la ruta le nublan la vista. Se refriega los ojos, tratando de quitarse la imagen y se encuentra con la mano amable de Laura que le ofrece un pañuelo. No puedo creer que la hayas olvidado. No la olvidé. —responde Ana con brusquedad — Nunca podría olvidarla. Sólo no pude, era muy chica y no sabía, no podía… ¡Tenías la misma edad que yo, Ana! Yo no me escapé después de eso. Yo tampoco me escapé. Te fuiste dos meses después de que se murió y no quisiste volver a verme. Te llamé. Fui hasta tu casa, hasta que me cansé. Me dejaste sola. Estabas con tus papás, Lau…— Ana quiere tomar la mano de Laura pero no puede. Se siente fría como una estatua por fuera. Mis papas nunca entendieron nada, los conocías. Fue una tortura y vos eras como una hermana. A veces pienso qué hubiera pasado si… No pienses en eso — la interrumpe Ana. — No tiene sentido. ¿Pudiste seguir adelante?
Niega con la cabeza gacha, triste. Toda su vida se había sentido miserable, eso no le resulta ninguna novedad. Lo que sí le sorprende es que la vida de Laura, tan perfecta y genial, estuviera agrietada por el recuerdo de una muerte que había ocurrido quince años atrás. Nunca más pude dormir sin rivotril. Fueron años de no poder conciliar el sueño sin que se me aparezca la cara de Dolly ahí. Tan chiquita y tan vulnerable ¿Qué hubiera sido ella ahora? Lo hubiera sido todo — responde Ana conmovida. La imagen del vistazo que echó al cuerpo de Dolly le nubló la vista. De pronto, sintió el impacto del colectivo en la sala de espera, el estrepitoso ruido del motor, el calor de las llamas y la vida de Dolly desprendiéndose al costado de la ruta.  Se deshace de eso y se enfoca en el paisaje, en las montañas. — ¿Sus padres viven? No, fallecieron hace unos cinco años.  Los visité hasta que me pidieron que no fuera más. Era muy doloroso para ellos verme a mí, viva. En su mirada estaba el reproche permanente, el por qué no te pasó a vos, por qué le pasó a mi hija. Se murieron odiándonos. — murmura Ana y siente un escalofrío en su espalda, como si tuviera miedo. Laura apoya su mano en su hombro, consolándola. — A veces creo que las cosas que me han pasado fue por eso —nunca había confesado eso en voz alta. El insomnio y la tristeza la hicieron llegar a esa conclusión. No fue por vos —espeta Laura con firmeza en la voz. —Nadie podría haberlo evitado.
La puerta del consultorio A y B se abren al unísono. El niño sale disparado con un dibujo en la mano y se abraza a las piernas de su mamá. Del otro consultorio la Dra. Ramírez llama a Ana para que ingrese. Las viejas amigas se miran aún emocionadas y con cierta congoja, que tratan de disimular.  Laura toma el dibujo de su hijo y se lo entrega. Es una casita en el medio de un bosque y tres amigas tomadas de la mano. Se ve dibujado en un trazo celeste un lago y atrás, en marrón, unas montañas. Ana se emociona. Siempre se sintió sola y después del accidente no volvió a tener amigas.
Te llamo — le dice Laura mientras abre la puerta.

Por Paula Scebba







sábado, 8 de junio de 2019

Grisel

Grisel es mi nombre, sí Grisel, como la canción de Contursi. ¿Qué puedo decir de mí?, que tengo 32 años y trabajo desde hace unos tantos en la estación de servicio de la calle Córdoba. No me disgusta mi oficio, aunque para ser franca, mi pasión es bailar tango.
Cuando era chica, además de cantar con mi abuelo, escuchábamos sus tangos favoritos y me contaba anécdotas sobre las milongas y mientras tanto yo jugaba a bailar sola.  Hay una milonga que me acompaña con algunos clásicos y algunos otros personajes en la vereda del frente de los que luego contaré.

Hoy me toca trabajar. Es un sábado a la noche de primavera.  Son las 9 y flota una brisa. Hipólito es un pibe de 25 años, estudiante de economía, tiene el cabello castaño y una nariz respingada que denota sus raíces turcas.  Hablamos alguna vez, creo. No sé cuándo. Lo cierto es que Hipólito pasa seguido por la vereda ciertas madrugadas, a veces por el frente y otras por acá. Hoy viene con algunos tragos de más y ya son como las 9:30 de la noche. Entró hace 10 minutos a la milonga y los guardias del lugar lo sacaron de sus ropas como a una mosca. Fue gracioso. Me río sola aveces, me causa gracia ver algunas situaciones
desde lejos.

Hipolito siempre pasa serio y saluda con gesto educado. Ahora, afuera de la Milonga medio dormido sentado como en una meditación, está junto a Rayo láser: un linyera apodado así vaya a saber por qué. Nadie sabe. Un tipo achacado por el mal dormir y la vida dura, que vende flores robadas durante el día en la puerta de la milonga. No es para nada una acusación, él me lo contó una vez que vio pasar a Magda con flores yendo hacia el cementerio para llevárselas a su difunto esposo. Rayo Láser es un flaco desgarbado pero de cara medio redonda y cabello claro. Tiene unos 28 años y algunas veces se cruza para charlar conmigo.  Me contó algunas cosas sobre su vida, y a veces se le suelta la lengua y cuenta alguna fábulas poco creíbles, pero me divierte así que le sigo el hilo de “sus vidas pasadas”, como yo le digo.
Magda, es la víctima de los robos de rayo láser  y al mismo tiempo quien lo ayuda, es la jubilada que vive a dos edificios de la milonga y siempre viene a comprar acá a la Estación. Es una mujer muy simpática e inocente de pelo blanco y ojos color cielo, en los que de vez en cuando descubro su dolor por la soledad, casi igual que yo, cuando llego a casa cansada del trajín diario; o como Rayo Láser que vive en las calles, o Hipólito que la esconde  detrás de algunas copas. “Es hora de irme a casa a dormir”, me ordeno suave mientras pienso en el cariño que les tengo a estos personajes que conviven conmigo. En la soledad de un tango triste.
Por Florencia Abdala Ibañez

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