martes, 30 de julio de 2019

Mi cuadra en Ensenada


Cuando me mudé a este barrio, mi compañero José Luis construía una casita alpina con parte de la guita que había cobrado de indemnización gracias a la echada de los ’90 de Y.P.F.. Hacía un año que estábamos juntos y decidimos mudarnos. Cuando vi la casa todavía a medio terminar, pensé que era mi lugar en el mundo. Monte por donde se mirara. Monte autóctono, última estribación de la selva misionera y la mas austral del mundo. Digamos que la  cuadra donde vivo está inmersa en un sitio especial aunque debo reconocer que cambió demasiado desde mis primeros tiempos hasta hoy. Ahora hay asfalto y del monte queda casi nada gracias a las topadoras que abren paso al supuesto bienestar y a los negociados del neoliberalismo, actual y pasado. De la manzana de pocas casas queda sólo el recuerdo y la cuadra ya llenó todos sus casilleros. Como todo barrio, este también tiene su vida propia. Crece, muere, se reproduce; personajes irrepetibles que tal vez no se hubiesen desarrollado en otros barrios, como Lidia, la mamá del Indio. Ella vive en la esquina y lo poco que tenía de terreno lo dividió para que se pudieran hacer casas dos de sus hijos. Asique quedaron tres lotes sin espacio para un centímetro de césped. A Lidia le encantan las plantas y todos dicen que tiene manos verdes. La solución a la falta de fondo para su pasión por las plantas surgió rápido. Tiene un frondoso jardín en la vereda, con plantas de todo tipo y color, que bordea toda la esquina. La favorece la mano de la calle Chile, dado a que se viene en auto por La Merced y se dobla a la izquierda, justo sobre esa acera. Otra cosa que ayuda, si bien algunos vecinos reconocemos lo inapropiado de un jardín en la vereda, es que en este barrio de vecinos inapropiados, caminamos por las calles, entonces que mas podemos hacer que aceptar el comportamiento inapropiado de Lidia. Como ya dije, las casas contiguas son de sus hijos. Pegada a la casa de Javier, el Indio, vive Mabel, una devota de dios, de misas diarias, pero sin embargo de comportamientos un tanto erráticos pese a su cristiandad. Entre otras cosas, Mabel tiene un serio problema con sus propios desperdicios, así que cuando la oscuridad asoma, se la puede ver, mas chiquita de lo que es, con su bolsita de basura, oteando dónde hay un cesto vacío para dejar su mugre. Sin ir mas lejos hace uno días dejó una bolsa de consorcio en la puerta de mi casa. No dudé de quién era, la agarré y la puse en la su vereda. Nada dijo. Su silencio fue la confirmación de mi certeza. 
Otro personaje que tal vez no hubiese sobrevivido en otro barrio es Armando, alias El Pollo. Tal vez el personaje mas pintoresco del barrio y se podría decir que el mas molesto. Anécdotas sobre él hay muchas, vividas y escuchadas. Pero me limitaré a contar una, la misma varias veces repetida a lo largo de mis años viviendo medianera de por medio. Sobre todo después de la muerte de Angelita, su madre. El gordo, como le decimos algunos, es un hombre de farras. Así que no escatima en tiempo y alcohol cuando de farrear se trata. Incluso he visto, y olido, humitos pasando el paredón. Estas juergas no son lo que cualquier podría imaginar; fin de semana, viernes o sábado arrancando a la tardecita y llegar al amanecer con los últimos acordes de una última chacarera rodeados de vasos y botellas vacías, con los ojos embotados, saludando a los gritos a los que se van yendo tambaleantes sobre una bicicleta o haciendo eses por la calle. Nada de lo relatado pasa en las parrandas de Armando. ¿Día de semana? Cualquiera. ¿Horario? Qué mas da. Mañana, tarde o noche, si al final todo se va a confundir. La cosa empieza con la llegada de alguien con cerveza, cajita de tetra, es lo mismo. 
-Flaco, andá a comprarte unos chorizos y decile al Juan que se venga. Que traiga algo para chupar y morfar y que le diga a las pibas que vengan-Le dice Armando al Flaco o a quien pinte.
Se corre la voz y la casa de al lado se va poblando de gentes de toda laya, cada cual aportando lo suyo: chicas, comida, alcohol, faso. Todo es bienvenido. Así es el comienzo de días frenéticos, noches a puro bombo y guitarra con voces desafinadas que van desde zamba de mi esperanza a me justa ese tajo sin solución de continuidad. De repente silencio. Nadie ha salido de la casa. Simplemente se quedaron dormidos. Esto puede pasar a cualquier hora; día o noche. Pareciera que el reloj biológico de estas personas no funciona. Dos o tres horitas de silencio y ahí arranca de nuevo. El primero que se despierta agarra bombo o guitarra, cuando no un tenedor contra una botella o dos. Y todo empieza una y otra vez durante no menos de cinco días.
Durante el invierno estamos en época de receso pero cuando los primeros calores nos hagan saber que el verano se aproxima, a Armando y sus amigos se alborotan en nuevas tertulias circulares y comienza otra vez el show continuado con alguna escaramuza de vez en cuando. 
Así es mi cuadra, así la veo y así la quiero. Es mi lugar.    


Graciela Cristina Cañas PH: José Luis Di Lorenzo

Nuestra cuadra en Meridiano












Meridiano V- La Plata

Vivimos en una típica cuadra de barrio platense en las que sólo hay dos casas de dos plantas, cuatro tienen jardín a la calle con jazmines, rosas, malvones y hasta una palmera. Hay cinco puertas que se abren a largos pasillos laberínticos donde crecen departamentos como si se tratara de un hormiguero. Allí se alojan los jóvenes que suelen alquilarlos. Por eso al atardecer cuando la mayoría de ellos entran o salen de sus viviendas, la cuadra se ve invadida por un agitado andar de bicicletas y de chicas y chicos vestidos de colores, con babuchas, rastas y mucho ciclamen, verde botella, rojo y turquesa propio de los aguayos. Es el momento en que uno siente que es parte de una patria más grande, que excede los límites del barrio. 
Es una bella imagen de la cuadra contrapuesta a la de las mañanas cuando salen de sus casas grandes, con garaje incluido, autos y utilitarios nuevísimos con algunas personas adultas y adustas. Por ejemplo sé muy poco de la médica que vive al lado de nuestra casa. Apenas saluda. La vemos salir a ella con una pibita  y un chico a la mañana temprano. Vemos el amontonamiento frente a su consultorio los días miércoles y viernes: muchachas y muchachos con bebitos, cochecitos, bolsos, biberones y hasta algún juguete. Inferimos que será una reconocida pediatra. Aunque no conozcamos su voz ni el color de sus ojos.
En una de las casas con jardín vive Lina. Suele apoyarse en el portoncito y está allí a la espera de algún transeúnte.
-Ya cumplí los 86 m’hijita –dice con una voz también rugosa- y no sabés cómo los siento en los huesos. La rodilla derecha no me deja ni dormir pero no me quiero operar.
-Pero Lina no estés sufriendo de gusto. A mi suegra la operaron y está re bien.
-Sí pero viste que mi obra social me manda al que ellos quieren. Y no me da confianza. Yo sé de uno que es buenísimo, pero lo tendría que pagar. Y no me alcanza. Eso que tengo la jubilación de empleada de comercio y la pensión de mi marido que era de judiciales, una pensión bárbara, nena. Pero todavía no me alcanza. Voy juntando ¿viste?. Porque no quiero ir al que me manda el Pami. 
-Bueno Lina, está bien. Pero vos fijate que no llegues a un dolor intolerable, o que ya no puedas caminar. 
-Ah no, nena. No. Por ahora despacito me hago los mandados a la mañana. Si no me muero. 
-¿Vos tenes familiares que vivan cerca?
-Tengo una hermana que vive en Villa Elisa y a veces me viene a visitar. Pero viste que yo siempre fui muy independiente. Me casé grande. Mi marido tenía un hijo que siempre vivió en Italia y viene poco por acá. Y cuando enviudé volví a vivir sola y te digo la verdad: me gusta. A mí me hincha tener gente al lado.
-Te preguntaba por si te operás…
-Ah sí, ahí tengo familiares para que me den una mano.
-Cualquier cosa contá también con nosotros.
-Gracias, nena! Ya sé. Tengo tu número de teléfono pegado en la heladera. ¡Hola, Ana!- exclama de pronto mientras voltea la mirada a la izquierda y ya se pone a charlar con otra vecina… y así se le pasa el día.
Hacia la esquina de 70, a la derecha de nuestra casa, la cosa se derechiza. Ahí vive un viejo malo, policía federal jubilado según me dijeron, que tiene rosales y jazmineros enormes y los cuida como un perro bulldog. No convida a nadie con  ninguna flor y no saluda, está siempre en la puerta para controlar todo. Al lado de su casa hay otra muy parecida, en la que vive un matrimonio grande que no se asoman casi nunca. A veces viene una mujer joven, de cabello lacio, largo y rubio, vestida de jogging, en un autito de esos eléctricos que parecen de juguete. Antes de entrar a la casa -que imaginamos será de sus padres- siempre saluda con cariño al viejo malo. Listo, ella también va en la clasificación de la derecha.
En cambio hacia la izquierda, viven: Lina; Ana, otra señora grande; Cascote con su perra Cristina a la que larga un rato al mediodía sólo para ponerse a gritar ¡Volvé Cristina! ¡Volvé!; un señor ciego con su hijo y su nuera; Marita, la profe de yoga y su hijita Juana. Y en la esquina de 71 se armó hace unos cinco años un centro cultural en lo que era una casa antigua y semi abandonada. Los jóvenes de ese espacio han pintado algunos paredones de la cuadra y han transformado a la casa misma. Ya no parece algo viejo y semidestruído sino un lugar mágico lleno de vida. Ofrecen talleres de plástica, de mosaico, de música, de peluquería y casi todos los sábados a la noche hay música y cerveza en el pequeño patio que da sobre 10. Nunca oí quejarse a ningún vecino. Eso habla bien de la cuadra, la vuelve más amable de lo que aparenta.
Los tiempos que nos atraviesan han dejado su marca. Cuando recién llegamos, hace unos ocho años, nos encontramos con un típico almacén de barrio en la vereda de enfrente. Tenía de todo. Los precios no diferían mucho de los del supermercado que está a tres cuadras. Así que nos hicimos clientes, conocidos, y no nos perdíamos de pasar a la mañana o a la tarde porque no sólo era un lugar comercial sino el de encuentro de los vecinos, el de la camaradería, el de las novedades buenas o malas de cada uno. En fin, un lugar de intercambio social imprescindible. Sin embargo a pesar de que a ellos, los dueños, les iba muy bien con sus ingresos, quisieron un cambio y votaron al gobierno actual. Y en el 2016 tuvieron que cerrar un negocio de más de cincuenta años, que habían heredado de los padres. Esa vereda se volvió mustia. El toldo que permanece enrollado tal vez espera, sin decirlo, nuevos aires para volver a brillar rojo en la mitad de la cuadra.


Por Graciela Vanzan








sábado, 13 de julio de 2019

Pata de Conejo

Es el invierno de 1966 y yo tengo 10 años. Son tiempos cargados entre las actividades de la escuela, pero en los ratos libres juego con mis amigas del barrio. Nos encanta hacer de almaceneras. Yo le saco a mamá todo tipo de alimentos de la despensa de casa y enseguida armamos el negocio imaginario. Algunas son clientas y otras atienden. 
Usamos papel para envolver lo que se vende. Es una regla de la época, porque ahora no existe, ya casi todo se envuelve  en plástico, ¡qué pena! que algunas prácticas saludables se pierdan con el paso del tiempo! 
Pero una mañana de junio, en medio del juego, llega una tía madrina. Una mujer de piel suave, ojos azules como imanes y la piel blanca  como el algodón. Entra por el almacén y me dice con sus ojos bien grandes:

- Señorita, por favor, ¿me vende un cuarto de fideos para la sopa?- pregunta mientras atraviesa la puerta. Yo, voy a los estantes, saco de una lata los fideos de sémola y se los entrego.
-Acá tiene señora, son 20 pesos- le digo y me mantengo seria.
- Uhh, disculpe. No tengo plata, pero ¿le puedo dejar este paquetito? le aseguro que vale mucho más de lo que llevo- dice mi madrina en un tono dulce y yo acepto la propuesta.

Me entrega una cajita envuelta en papel de regalo, y yo la abro casi con desesperación y veo que adentro hay una  llave con una pata de conejo, de color blanco grisáceo, muy suave y perfumado. Ante mi sorpresa, ella me dice:
- Es un amuleto de la suerte. Siempre lo tenes que llevar con vos a todas partes y nunca te va a pasar algo malo... cuídalo mucho.
Creo que es el mejor regalo que me hicieron. No me despego de él ni siquiera para ir al baño. Siento que me cuida y que nada me puede pasar, así que duermo, como y voy a la escuela todo con la pata de conejo. Ni siquiera la lavo, porque tengo miedo que se arruine.  Está tan sucia, que mi madre siempre me tortura: -Algún día te voy a sacar esa cola de conejo inmunda y te la voy a lavar, porque es un asco. 

Algunas veces mis padres nos mandan, a mi hermano Miguel o a mí, a ir al galpón que está ubicado en el fondo de la casa. Justo detrás de un patio trasero se extiende el tinglado de chapa y material de unos seis metros por ocho, es enorme y ahí guardan las bolsas de papas, cebollas, zanahorias y bananas que mi papá produce en el campo, pero también se utiliza para todo depósito  de todo tipo de herramientas, palas y picos. Y muebles viejos o cosas en desuso de mi casa.
Es un lugar frío y oscuro en el que se respira una humedad tenebrosa. Que te manden ahí es vivir una pesadilla despierta. Me infunde muchísimo miedo y sobre todo cuando cae la tarde y me toca enfilar para el fondo.   
Siempre nos peleamos con mis hermanos para no ir al galpón y cuando no queda otra, yo agarro mi pata de conejo y voy con la sensación que nada malo me puede pasar. Como si un escudo de ángeles o guías me recubriera el aura.
Apenas ingreso siento el escalofrío de una presencia extraña. No sé. Un ser abominable.  Ni siquiera quiero darle un nombre para que no aparezca por invocación.
Ahora es casi de noche de un viernes de invierno y abro la puerta. Se oye el ruido de óxido como un silbido del viento sur. Apenas se abre, intento prender la luz que está al lado y un poco arriba -de manera que me cuesta un poco llegar- hasta que doy con el interruptor y la prendo. Observo bien todo y el miedo no merma. Está ahí al acecho como un espantapájaros.

Busco rápidamente lo que me pidieron y sostengo con fuerza en mi mano derecha, transpirada y temblorosa, a la pata de conejo. Apenas encuentro la caja de herramientas, me queda el desafío de salir ilesa de ahí dentro. La situación es tan curiosa, que pienso, que apenas apague la luz y de no cerrar la puerta de inmediato, alguna mano huesuda me puede llevar a un lugar sin retorno. Un otro lado siniestro.
Cierro la puerta y parto en una corrida fenomenal a través del patio hasta entrar en la cocina, mientras golpeo fuertemente la puerta de chapa. Respiro agitada y me siento a salvo. Mis padres me reprenden enseguida con un grito que llega como baldazo helado:
- Marian, vas a romper un vidrio hija y te vas a lastimar, ¿estás loca?- grita mi madre y mi padre la secunda.
- Sí hija, más cuidado por favor- dice en un tono más misericordioso y yo asiento. 

Dos horas más tarde, son las diez de la noche, y mi padre me pide que vuelva al galpón para traerle otras herramientas porque de nuevo se rompió un caño en el baño. Está oscuro como la boca de un lobo y yo debo atravesar de nuevo el patio. Llego con un miedo atroz, abro la puerta y de pronto veo una sombra de un gigante en la pared. La cabeza se me nubla del susto y pego un salto que me hace chocar contra una carretilla y cuando trastabillo suelto la pata de conejo en medio de la oscuridad. De inmediato prendo la luz y observo: no hay nada extraño. Sólo las cosas habituales. Sin embargo falta la pata de mi conejo. La busco  por todo el galpón y nada. Me desespero y tiemblo al punto de perder el habla. Ni siquiera me sale gritar o pedir ayuda. 

Me quedo sentada en el rincón del galpón gélido, contra las bolsas de papa, acorralada mientras lloro con sollozos agudos. Nadie escucha y yo siento que muero hasta que mi mamá llega después de un rato a ver qué pasa y me encuentra.
Le cuento entre sollozos:

-Vi una sombra horrible y del susto perdí la pata de conejo que me regaló la madrina- ella me abraza unos minutos para consolarme y luego buscamos el llavero pero sin suerte.
Pasaron al menos unos cinco días, hasta que mi madrina llega una tarde de sol con una nueva pata de conejo. Es de color blanca como la nieve, felpuda y del mismo tamaño que la anterior pero para mí ya no es lo mismo: una sombra se llevó mi mejor regalo al tiempo que me dejó su misterio como algo que flota en el tiempo. 


Por Marian Casares 

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