sábado, 13 de julio de 2019

Pata de Conejo

Es el invierno de 1966 y yo tengo 10 años. Son tiempos cargados entre las actividades de la escuela, pero en los ratos libres juego con mis amigas del barrio. Nos encanta hacer de almaceneras. Yo le saco a mamá todo tipo de alimentos de la despensa de casa y enseguida armamos el negocio imaginario. Algunas son clientas y otras atienden. 
Usamos papel para envolver lo que se vende. Es una regla de la época, porque ahora no existe, ya casi todo se envuelve  en plástico, ¡qué pena! que algunas prácticas saludables se pierdan con el paso del tiempo! 
Pero una mañana de junio, en medio del juego, llega una tía madrina. Una mujer de piel suave, ojos azules como imanes y la piel blanca  como el algodón. Entra por el almacén y me dice con sus ojos bien grandes:

- Señorita, por favor, ¿me vende un cuarto de fideos para la sopa?- pregunta mientras atraviesa la puerta. Yo, voy a los estantes, saco de una lata los fideos de sémola y se los entrego.
-Acá tiene señora, son 20 pesos- le digo y me mantengo seria.
- Uhh, disculpe. No tengo plata, pero ¿le puedo dejar este paquetito? le aseguro que vale mucho más de lo que llevo- dice mi madrina en un tono dulce y yo acepto la propuesta.

Me entrega una cajita envuelta en papel de regalo, y yo la abro casi con desesperación y veo que adentro hay una  llave con una pata de conejo, de color blanco grisáceo, muy suave y perfumado. Ante mi sorpresa, ella me dice:
- Es un amuleto de la suerte. Siempre lo tenes que llevar con vos a todas partes y nunca te va a pasar algo malo... cuídalo mucho.
Creo que es el mejor regalo que me hicieron. No me despego de él ni siquiera para ir al baño. Siento que me cuida y que nada me puede pasar, así que duermo, como y voy a la escuela todo con la pata de conejo. Ni siquiera la lavo, porque tengo miedo que se arruine.  Está tan sucia, que mi madre siempre me tortura: -Algún día te voy a sacar esa cola de conejo inmunda y te la voy a lavar, porque es un asco. 

Algunas veces mis padres nos mandan, a mi hermano Miguel o a mí, a ir al galpón que está ubicado en el fondo de la casa. Justo detrás de un patio trasero se extiende el tinglado de chapa y material de unos seis metros por ocho, es enorme y ahí guardan las bolsas de papas, cebollas, zanahorias y bananas que mi papá produce en el campo, pero también se utiliza para todo depósito  de todo tipo de herramientas, palas y picos. Y muebles viejos o cosas en desuso de mi casa.
Es un lugar frío y oscuro en el que se respira una humedad tenebrosa. Que te manden ahí es vivir una pesadilla despierta. Me infunde muchísimo miedo y sobre todo cuando cae la tarde y me toca enfilar para el fondo.   
Siempre nos peleamos con mis hermanos para no ir al galpón y cuando no queda otra, yo agarro mi pata de conejo y voy con la sensación que nada malo me puede pasar. Como si un escudo de ángeles o guías me recubriera el aura.
Apenas ingreso siento el escalofrío de una presencia extraña. No sé. Un ser abominable.  Ni siquiera quiero darle un nombre para que no aparezca por invocación.
Ahora es casi de noche de un viernes de invierno y abro la puerta. Se oye el ruido de óxido como un silbido del viento sur. Apenas se abre, intento prender la luz que está al lado y un poco arriba -de manera que me cuesta un poco llegar- hasta que doy con el interruptor y la prendo. Observo bien todo y el miedo no merma. Está ahí al acecho como un espantapájaros.

Busco rápidamente lo que me pidieron y sostengo con fuerza en mi mano derecha, transpirada y temblorosa, a la pata de conejo. Apenas encuentro la caja de herramientas, me queda el desafío de salir ilesa de ahí dentro. La situación es tan curiosa, que pienso, que apenas apague la luz y de no cerrar la puerta de inmediato, alguna mano huesuda me puede llevar a un lugar sin retorno. Un otro lado siniestro.
Cierro la puerta y parto en una corrida fenomenal a través del patio hasta entrar en la cocina, mientras golpeo fuertemente la puerta de chapa. Respiro agitada y me siento a salvo. Mis padres me reprenden enseguida con un grito que llega como baldazo helado:
- Marian, vas a romper un vidrio hija y te vas a lastimar, ¿estás loca?- grita mi madre y mi padre la secunda.
- Sí hija, más cuidado por favor- dice en un tono más misericordioso y yo asiento. 

Dos horas más tarde, son las diez de la noche, y mi padre me pide que vuelva al galpón para traerle otras herramientas porque de nuevo se rompió un caño en el baño. Está oscuro como la boca de un lobo y yo debo atravesar de nuevo el patio. Llego con un miedo atroz, abro la puerta y de pronto veo una sombra de un gigante en la pared. La cabeza se me nubla del susto y pego un salto que me hace chocar contra una carretilla y cuando trastabillo suelto la pata de conejo en medio de la oscuridad. De inmediato prendo la luz y observo: no hay nada extraño. Sólo las cosas habituales. Sin embargo falta la pata de mi conejo. La busco  por todo el galpón y nada. Me desespero y tiemblo al punto de perder el habla. Ni siquiera me sale gritar o pedir ayuda. 

Me quedo sentada en el rincón del galpón gélido, contra las bolsas de papa, acorralada mientras lloro con sollozos agudos. Nadie escucha y yo siento que muero hasta que mi mamá llega después de un rato a ver qué pasa y me encuentra.
Le cuento entre sollozos:

-Vi una sombra horrible y del susto perdí la pata de conejo que me regaló la madrina- ella me abraza unos minutos para consolarme y luego buscamos el llavero pero sin suerte.
Pasaron al menos unos cinco días, hasta que mi madrina llega una tarde de sol con una nueva pata de conejo. Es de color blanca como la nieve, felpuda y del mismo tamaño que la anterior pero para mí ya no es lo mismo: una sombra se llevó mi mejor regalo al tiempo que me dejó su misterio como algo que flota en el tiempo. 


Por Marian Casares 

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