jueves, 5 de septiembre de 2019

De pesca

Agosto fue llovedor río arriba, por eso escasean tanto los bichos. No hay nada que hacer.  Las correntadas los ahuyentan- dice Ceferino Esquivel mientras arma un cigarrillo con parsimonia.
Ceferino nació pescador, no tiene ningún recuerdo que no sea de ese paisaje que lo vio nacer. Las grandes islas y los riachos que separan su pueblo de la gran ciudad, ahí donde nace el delta, entre Victoria y Rosario.


El vive en el Quinto, el barrio fundacional de las primeras caleras en la época de la colonia. Ahora quedan dos calles con edificaciones antiguas, con rejas coloniales y ochavas filosas donde se sacan fotos los turistas. Y atrás de la capilla están sus casas, pobres como ellos, de una o dos piecitas sin revocar. En casi todos los patios se ven chalanas o sus esqueletos, mallas con anzuelos al sol y cartelitos de cartón que ofrecen pescado fresco a buen precio.

Pero la mayor parte de sus días los pasa en “la isla” como le llaman a ese territorio enorme y quebrado por infinitos brazos de agua, un verdadero laberinto donde hay que ser baqueano para no perderse.


Gracias a unos amigos logro la entrevista. Nos encontramos después del mediodía a la vera de la ruta nacional 174. Un viaducto que en 60 km contiene doce puentes sobre los riachos, más el gran puente colgante  sobre el curso del Paraná. La gente del lugar dice cruzamos “el puente”, como si se tratara de uno solo. El hombre deja la moto en una banquina cerca del arroyo San Lorenzo. Me invita a seguirlo. Camina unos 300 metros entre los pajonales que bordean el bajo y alcanza su ranchada. Tiene un toldo de plástico negro sostenido con ramas de sauce, ajustado abajo con toscas, para que no se le vuele. Ahí guarda las pocas cosas que necesita para pasar unos días, depende lo que le lleve conseguir los pescados que busca.

      
-Todavía no me dieron el carné –dice- así que tengo que andarme con cuidado. Los otros días los milicos le sacaron todo a mi suegro. Dicen que para darlo al Hospital. ¡Qué va a ser! Se lo habrán quedado ellos nomás.
-¿Necesitan un permiso para pescar? –le pregunto.
-Y sí.  Antes, cuando yo venía con el finado mi padre, jamás nos hicieron problema –dice mientras pone agua de un bidón en una pava de lata, y la cuelga de un gancho sobre unas llamitas que perfuman el aire con olor a eucalipto.- Esto era de todos. Pero parece que ahora tiene patrones. 
-Ahora hay controles para que no se abuse, porque varias especies están en peligro de extinción- digo y me interrumpe:
-¡Pero m’ijo! Que revisen a los que entran de Rosario con unas lanchas enormes, con motor. Esos pasan las redes. Nosotros pescamos con espineles, sabemos como cuidarlos a los bichos. ¡Si son los que nos dan de comer!

 No dice la edad y es difícil calcularla, tiene la piel curtida, el pelo negro y algunas patas de gallo alrededor de los ojos chiquitos. Cuenta cinco hijos, el mayor empezó la escuela este año. “Ya lo voy a traer, la madre no me deja todavía” me dice. 


Saca el paquete de yerba de una caja donde hay fideos, aceite, una botella de tomate, una bolsa de galleta de piso. Junto a los bidones de agua hay una damajuana de vino. –Por si cae algún paisano – comenta.


Nos sentamos sobre unos cajones vacíos bajo la sombra de un aguaribay. De las ramas cuelgan un farol que se mece como un mono colgado de la cola y una radio portátil atada con alambre a un codo que hace de repisa. Contra el tronco se apoyan cañas,  riles, madejas de espineles. Una caja de metal con doble apertura tiene los compartimentos llenos de anzuelos, boyas, cucharitas, plumas, cuchillitos. Ahí también guarda los cigarrillos y un encendedor de repuesto.


-¿Los pescadores artesanales como ustedes, respetan el tiempo de veda?- le pregunto mientra agarro el mate.

-¡Pero claro, m’ijo! Yo ya tengo arregladas las changas para setiembre y ahí todo el verano ando haciendo limpieza de terrenos y esas cosas. Hasta febrero no vuelvo a la isla. Que sino te sacan en el diario. Como a mi compadre que le pusieron una foto donde decía “pescador furtivo” y parecía un ladrón. Muy feo, muy feo eso. Yo respeto la ley.
Pasa un biguá y después otros. Ceferino los mira y mueve la cabeza con desazón:
-Va a llover otra vez, nomás.
 Veo unas botas de goma al lado de unos terrones de barro reseco. Supongo que  quedaron allí donde las limpió y las abandonó al sol para que se sequen.

Un benteveo salta de rama en rama y observa curioso nuestra reunión. Cada tanto nos saluda con su “bichofeo”. A los lejos se oye ladrar a unos perros. Deben estar en otra isla. 

Ceferino sacude el mate, guarda la caja con comestibles adentro de la carpa, donde hay un colchón arrollado y atado con hilos, una bolsa de plástico con ropa y zapatillas y una garrafita con mechero. Cubre todo y ajusta lo que sería la puerta del toldo con dos troncos.

-Acá nadie te saca nada, porque nos conocemos y nos cuidamos entre todos. Pero por ahí llega algún forastero o un perro cimarrón y te hace un desastre -dice mientras deja todo al cuidado del viento.

-Vamos –me invita a subir a la canoa que se hamaca en la orilla. Voy con mi máquina lista para captar algo de su mundo. 

Por Graciela Vanzan





1 comentario:

  1. Me sentí en ese lugar .No por uno o dos detalles ,sino por todos y cada uno de ellos.El hombre en su espacio natural ,con sus códigos ,sus costumbres y reglas.Maravillosa descripción . Te abrazo desde la admiracion.

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