viernes, 4 de junio de 2021

La desertora

Sentía que lo amaba pero algo me empujó a abandonarlo. Sí, eso fue un abandono. Lo abandoné como cuando abandonan perritos recién nacidos en una caja de cartón al borde de la ruta, o como cuando abandonan a los viejos en el asilo, como cuando abandono un libro unas 20 páginas antes del final por miedo a que no me guste el desenlace.

Martín se llamaba. Puedo escuchar su risa contagiosa. Él estaba solo y yo no tuve piedad. Era un perturbado. De esos a los que, con total acierto, la gente llama loco de remate. Y yo lo sabía. Me mostró su locura el primer día que lo conocí. 

Su melena llena de rulos, sus ojos color verde atigrados, y sus mejillas llenas de pecas, resaltan  en su cara esquelética por efecto de la cocaína. Era hermoso por todos lados. 

Yo era apenas una adolescente llena de inocencia. Pero conocí a Martín y me enamoré, y sigo todavía sin entender cómo él también se enamoró de mí. Sin embargo, lo abandoné.  No sé qué fue lo que le atrajo de mi vida odiosamente normal. De mi vida sosa de chica de clase media que transcurre sin ningún sobresalto. Sólo me tenía que ocupar de tener buenas notas en el colegio. Desde que nací, mi futuro estuvo resuelto. No me faltaba nada. Cuando egresara, me iba a ir a estudiar abogacía al departamento familiar de Mar del Plata para volver a Urdampilleta a trabajar en el buffet de mis padres, los únicos dos abogados del pueblo. Yo iba a ser la tercera. Me casaría, seguramente tendría dos hijos. Almorzaría los domingos en familia asado o tallarines con tuco. Trabajaría de lunes a viernes hasta las dos de la tarde. Saldría a caminar para mantenerme en forma con la botellita de agua por la circunvalación del pueblo.  Y punto.  Pero llegó Martín. Llegó en un auto último modelo color rojo fuego con sus padres jóvenes y bajó en la puerta del secundario. Eran porteños. Tenían toda la guita. Dejaron todo, compraron varias hectáreas de campo y se mudaron al pueblo para tener una vida más tranquila, o al menos eso se comentaba.  Yo me preguntaba quién en su sano juicio elegiría esta vida de mierda. Aburrida. En la que vivíamos 10 gatos locos y nunca pasaba nada. Y si pasaba, no querrías ser el protagonista para no estar en la boca de todo el mundo, del pequeño mundo que es mi pueblo. 

Martín tenía onda de rockstar y de falopero. Y una onda que demostraba que todo le chupaba un huevo. Tenía tatuajes por todas partes. Hasta en el cuello. Después descubrí que hasta en el culo. Se convirtió en el más odiado por las maestras de la escuela, y por los padres de todos los adolescentes del pueblo. No había quien no te dijera: “Que bicho raro ese muchachito que vino de la capital, tené cuidado”. Incluso un día me lo dijo Elena, la almacenera, mientras barría la vereda. 

Parecía tener todo el tiempo ganas de morirse. Sobredosis, accidentes de auto, de moto, caídas letales. Pero él se mataba de risa. No hacía otra cosa que no fuera quilombo. Yo le tenía miedo. Nunca me acerqué a él hasta que la de naturales nos puso a hacer un trabajo en grupo. Que obviamente, lo hice yo sola. Lo odié, odié su ego de porteño que cree que se las sabe todas, que por tener plata y fumarse un porro se cree el más piola de todos. No me quedaba callada ante sus insultos. Llegué un día a pegarle una cachetada cuando se hizo el gracioso mientras yo hacía el trabajo. Lo desconcerté, y tuve miedo de que me la devolviera. Pensé que se iba a enojar. Pero el muy infradotado se rió. Me sacaba de quicio. Se vivía matando de risa con carcajadas que sonaban irónicas. 

Esa noche, me invitó a salir.


- Pero es lunes- le dije.

- ¿Y qué tiene? 

-¿Cómo querés que salga de mi casa?

Me desafió. Yo no tenía ganas de salir con ese idiota pero le quería cerrar la boca. Me escapé de mi casa por la ventana rogando a dios, a la virgen maría, y a todos los santos que mis padres no me descubran. Yo era la hija perfecta. No me podían encontrar escapándome un lunes por la noche con Martín, el más peligroso del pueblo. 

Cuando lo vi esperándome en la esquina con su moto me mojé toda. Esa noche se me abrió un mundo. Conocí a Martín enserio. Ese pibe desfachatado estaba lleno de monstruos. Con él conocí los excesos. Y conocí el dolor en primera persona. Era un alma muerta que solo vivía por la noche para estar conmigo. También conocí el placer. Exploró todo mi cuerpo y yo el suyo. Me desabrochó los breteles de toda mi inocencia. Recorrí con mi lengua las cicatrices de su espalda y las quemaduras de sus piernas. Conocimos el sumun del deseo. Pero lo abandoné. Lo abracé tantas veces con tanta fuerza que sentí que algún día podría quebrarlo. No me es posible hacer un recuento de todas las veces que tuve que limpiar sus lágrimas, ni que tuve que lavarle sus puños ensangrentados. Pero lo abandoné. Sabía por qué se habían mudado a Urdampilleta. Sabía que esos dos jóvenes no eran sus padres. Me lo contó todo. Pero lo abandoné. Lo amaba. No se si era amor sano o amor tóxico, solo sé que lo amaba. Sin embargo ya saben. Me contó el origen de cada una de sus heridas. Me mostró el infierno. Pero lo abandoné. Un día decidí no salir más por la ventana y escuchar el motor de la moto desde mi cama. Me toco mientras pienso en él. Pero lo abandoné. Me fui. Mi lengua nunca más volvió a sentir ese sabor a hierro que sentía al recorrer la sangre de su espalda. Nunca más sentí calor. Vi en él una obra de arte acabada, donde se fundían el cielo y el infierno con una delicadeza total. Pero, como les digo, lo abandoné.

Nunca más me puse a mirar atrás, seguí mi vida con la sumisa frialdad de los hábitos, hasta que esta mañana me llegó un mensaje suyo donde me juzga por lo que soy: la desertora. Por Penélope Newbery

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