miércoles, 14 de julio de 2021

Cactus

Navidad 2019. Tuve suerte de no lastimarme las manos al abrir un papel colorido en una bolsita simpática que guarda las espinas más hirientes de la infancia.  “Un cactus, me regaló un cactus”, pensé, mientras mi cara torcida de agradecimiento forzaba una sonrisa confusa. En el rincón de la barra de la cocina quedó desde entonces, como esos recuerdos que parecen congelados y cada tanto salen como sombras dentro de lo oscuro a desplegarse con voz de túnel.  Quieto, claro, es que ¿existe algo más inmóvil que un Cactus?  Me pinché una, otra vez, hasta que decidí no pasar más por ese sector. Es el terreno de la herida irremediable, además pobre pero es horrible. En realidad ahora que lo miro no es tan feo. Tiene la forma antipática de esas plantas decoradas para personas sin emociones. Una base de arcilla fulera como un sauna y unas piedritas organizadas que pretenden ser la naturaleza, naturaleza manoseada y encerrada. Uno de esos adornos tristes que hacen todo para no abrir las ventanas, mirar la copa de los pinos o volar en pupilas naranjas junto al vuelo de los pájaros. Las espinas parecen grandes agujas tensas que duelen de solo mirarlas.  Así también duele la indiferencia y el maltrato de un hermano diez años mayor que nunca me quiso.

Por Sofía Schnack

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