martes, 16 de noviembre de 2021

Disparo


Lleva unas horas dando vueltas por dentro del departamento. De a ratos se choca con una pared o pisa al gato y el grito lo trae de vuelta al presente. Se detiene. Se piensa en ese momento y en ese instante mientras mira sus zapatillas y las tres rayitas blancas en la media negra que le cubren los tobillos.  Mira por la ventana y descubre una noche cerrada y calurosa posándose sobre las calles y los techos del barrio. Después, mira un ratito el movimiento oscilante que hacen las hojas de los árboles trayendo una brisa fresca que rompe la monotonía de la noche. Siente la fresca envolviéndole las orejas. Le recuerda inevitablemente a un verano en San Martín de los Andes con un amor que dejó de ser amor. Se desvaneció con la gravedad de los años. Imperio infalible. 

Vuelve a mirar el teléfono, pero a las tres de la mañana no hay muchas novedades ni notificaciones, así que lo deja cargando sobre la mesa y sale a la calle. Esas caminatas nocturnas ya forman parte de su estrategia contra el insomnio. Suele tirar una moneda y, si cae del lado del escudo, se va a dar una vuelta por algún barrio de la ciudad. En la calle se siente mejor con la fresca de la noche.

Llega hasta la plaza San Martín y dobla por diagonal 80, para el barrio que está detrás de la estación de trenes, dónde está el hipódromo y los stud, que ambientan la calle con olor a bosta de caballos. El barrio no es el más amigable pero ya lo conoce. Sabe de sus secretos y qué callejones debe sortear. En el fondo, cree saber cómo moverse entre sus calles, y a esta altura, volver atrás o ir a otro barrio le dio pereza.

Cuando cruzó las vías, el ladrido de un perro que lo torea desde el andén lo alerta. Lanza una mirada de reojo a la calle pero no hay movimiento. Siente el frío del arma reglamentaria que lleva en la cintura y le eriza la piel por debajo del calzoncillo. Primero siente miedo y rápidamente alivio, mientras toca el metal. La visual le marca una calle despejada, transitando en cámara lenta por otros espectrales transeúntes que se mueven como caracoles en un cantero. Entonces vuelve a hundirse en sus pensamientos, en cada palabra de la última conversación. Y en las anteriores.  Por el fondo pasa un taxi a toda velocidad, pero no le presta atención. Las luces del bingo se ven a un par de cuadras de distancia y le encandilan la mirada, así que agacha la cabeza y apura el paso.

Sigue caminando con las manos en los bolsillos y la mirada perdida en los adoquines. Son sus propios pasos quienes lo conducen hasta ese lugar, tal vez en un acto reflejo de la memoria. Piensa que se olvidó el teléfono y si tal vez Eugenio lo habrá llamado o mandado un mensaje. Ahora está cerca de su casa. La pelea que tuvieron aún no lo deja dormir. “¿Y él dormirá?”, piensa. No es la primera vez que pelean, pero tiene pinta de ser la última.  Se angustió y volvió a repasar mil veces las palabras que se dijeron para marcarse y herirse las pieles del alma. Clavos puntiagudos. Desde ese momento no tuvo más noticias de él y el enojo del principio viró primero a tristeza y después a vacío. Sí como un frasco vacío al que sus pies llevan sin rumbo fijo por el barrio detrás de la estación.

Busca un poco de alcohol para ahogar las penas. Sabe que es una mala receta, aunque a veces le ha funcionado para olvidar. O cree que le funcionó. El bingo le parece un lugar de plástico, una mini sucursal de Las Vegas del conurbano. Siente un poco de lástima por las personas detenidas en el tiempo, con calurosos y viejos sacos pasados de moda, que circulan por ahí. Entran y salen con caras de derrota, embargando el auto, o la casa, o la universidad de los pibes. En ese lugar es imposible que alguien gane, que se pueda salir ileso económica y anímicamente de ahí dentro. Es una aspiradora de almas y voluntades adornada de focos de colores en la marquesina. No va a entrar a ese lugar. “De ninguna manera”, se repite. 

Camina por una de las calles paralelas a las vías y ve que hay una luz mortecina proveniente del bar de Fermín. Se sienta a tomar vino. Toma uno y pide otro. El ambiente allí está caluroso, la sensación es de movimiento de gente, pero en las mesas solo hay una pareja tomando una cerveza y unos pedazos de pizza a medio comer. En un momento, uno le hace señas al mozo y se manda por una puerta para el patio. Alcanza a distinguir luces, y gente reunida detrás de una mesa, un humo de cigarrillo que forma una nube sobre las cabezas como globos de cómics.  Hay botellas en el suelo. De atrás de la barra Fermín lo semblantea unos segundos y le dice:

- Ahí atrás está la mesa de póker, si te interesa. Son dos mil para entrar- con voz aguardentosa mientras repasa con un trapo el estaño de la barra. 
A las siete de la mañana, mientras el celular se llena de mensajes y llamadas perdidas de Eugenio, la policía llega al bar de Fermín para hacer las primeras pericias. Los medios locales empiezan a amontonarse y a subir noticias sensacionalistas a sus redes sociales y a los portales de noticias. Un móvil de la radio entrevista a los vecinos que comentan sin saber qué pasó en el bar. “Horror en barrio Hipódromo” dice un titular “Masacre en un bar platense” sentencia el otro.
Entonces él, en la confusa medianera del sueño y la vigilia, sentencia:
- Le disparé a los limones, Eugenio… te juro que le disparé a los limones.

La idea no lo seduce de entrada, pero siente el compromiso de responder. Hay algo de complicidad en lo que le convidó Fermín, entonces acepta entrar con dos mil. Apura su vaso de vino, agarra la botella y se manda por la puerta del fondo. Mientras cruza, siente el olor denso de los cigarrillos como una pared de humo en las narices junto a las voces y risas de hombres borrachos. Alcanza a ver un limonero, en el fondo, dentro de una maceta por la que han florecido sus azahares. Piensa en florecer, como el limonero. En pedirse un taxi e irse a la mierda, eyectado de ahí, tal vez llevarle unas flores o unos limones a Eugenio. Pero la pared de humo de tabaco lo ubica enseguida más acá,  atravesando la puerta del fondo. Entonces ve una silla vacía en la mesa de los jugadores y simplemente se sienta, cambia el dinero por fichas y se suma a la ronda.

No le va muy bien jugando, al poco tiempo tuvo que cambiar dos mil pesos más y ya empieza a quedarse sin plata. Las manos le sudan y percibe el principio del precipicio.  Fermín le ofrece fiarle otra botella de vino, para que se relaje. La toma y de paso se pide un wiskhy.  Ya se había emborrachado cuando una desesperación electrizante empieza a subirle desde el estómago. A la falta de dinero y crédito se le suman los insultos y las burlas de los otros tipos, “Mirá este es puto, lo vamos a dejar sin un mando” “¿Sabés cómo va a tener que pagar?”

Resiste algunas horas de hostilidad creyendo, como las personas de los sacos pasados de moda, que aún le quedan oportunidades para dar vuelta la noche. Pero la borrachera, las voces y el ruido le aprietan los pensamientos dentro de la cabeza. Esos mismos pensamientos de los que intenta escapar como un polizón en la madrugada. Ahí lo ve a Eugenio, decidiéndole cagón. “Sos el chabón más cagón que conocí”.

Vomita, entonces las risas siguen con más fuerzas y alguien se anima a darle una cachetada en la nuca. Llora mientras se le caen los mocos a chorros y vuelve a sentir el acero frío en la ingle. Mete la mano y se toca un poco la piel mientras agarra el revólver. Con la lengua se moja los labios y los siente salados y amargos como al mar. Levanta la mirada y le parece ver a Eugenio junto al limonero, cortando azahares y poniéndoselos detrás de la oreja.

Por Marcos Gutiérrez

martes, 9 de noviembre de 2021

Siete

Afuera marcan 35 grados. Acá adentro no dudo que rozamos los 50. El aceite industrial inyectado en nuestros cuerpos nos re calienta y, dentro de esta celda, es una bomba de tiempo. Las miro a ellas sudorosas y exasperadas, intentando como yo no perder el ritmo respiratorio, con un miedo inminente a la pausa eterna. El aceite fue mi mayor adicción. Tengo otros excesos, sí, pero ver mis dos tetillas inflarse en el espejo me inducía a más. Me inyectaba y con fajas y ayuda de Silvi me las moldeaba, dándole esa figura redondita, como dos melones en plena temporada. Después me moldeé la boca y el culo. Mirarse en el espejo y gustarse debería considerarse la séptima maravilla ¿Dolía? claro que dolía. Más duelen en los días como hoy, con este calor que va en aumento. Con esta humedad insoportable. Me siento como una estufa a la que le tiran leñas, que hace brasa, de esa que chilla, y que llega al clímax cuando le tiran unas gotas de alcohol hasta combustionar. He llegado corriendo a casa para meterme abajo del chorro de agua helada para que amaine. Pero acá no puedo. No puedo ni quejarme. Estamos las 7 en una celda para 2, muertas de calor, pero agarraditas de las manos para que Horacio no nos vuelva a buscar. La negra consiguió una faca y está lista, por las dudas. Mejor prevenir que curar, dice ella determinante.

Por llevar veinte gramos de marihuana aquella noche en el 152 estoy acá. Y por llevar ese vestidito fucsia brilloso apretado que me compré en Avellaneda con mi primer ganancia de la noche. Ese vestidito resaltaba mis melones delanteros y mi durazno trasero, pero también dejaba entrever ese bulto que es mi máxima condena. Me duele no poder volver a usarlo nunca más. Ese día que me desnudaron me lo sacaron para siempre. Mi vestidito fucsia brillante capaz es hoy un trapo. O capaz ya es una nada. Jirones de puro olvido. 

Desde que llegué no paro de contar hasta siete. Por culpa de esa maldita. Sí, esa maldita que primero me dijo que salía en siete años. Después en siete meses. Y todas las semanas me repite que en siete días. Mentirosa. La que debería estar presa es ella por ser una vendedora de ilusiones. Decido no creerle más, pero me aferro a eso como un niño que sopla un panadero creyendo que lo que pide se cumplirá.

Compartir pabellón con los presos por delitos sexuales le llaman privilegio. Si somos unas desviadas nos las deberíamos bancar. Nos deberíamos joder bien jodidas. Y sí que nos jodemos. Por suerte, acá, las compañeras son refugio. Ayer Carlos me cagó a trompadas porque me negué a que me penetrara. Un par de veces me dejé, porque en el afán de encontrarle la vuelta a esto quise intentar sentir una pizca de placer. El guardia me castigó a mí.
Sos tan perverso que lo provocaste- me dijo.
-Perversa- le respondí y eso abrió la puerta a todo lo que vino después. Estoy desfigurada y moverme, e incluso respirar, se me hace imposible. Si hubiese un espejo yo escaparía de mí misma. Caigo en la cuenta de que estoy llegando a cumplir otro ciclo de siete días y me tienta la posibilidad de no respirar más. Llegar al punto donde la dificultad, el dolor y el esfuerzo se vuelven calma. Que haya un vacío. Una suspensión de nada. O un todo. O algo mejor que estos espirales tortuosos.

Me llama la negra diciéndome que vaya al patio, que vinieron los pibes que nos dan talleres.

-No puedo ni moverme negra, no voy a ir.

Me insistió hasta que me ganó por cansancio. Cuando llegué vi a las chicas alborotadas y en el medio una torta. Una torta con siete velas. 

-¿Qué pasó?- pregunto.
-Nos enteramos que es tu cumple, nos dijeron los pibes que lo vieron en las fichas- me dice la Ro- Hay siete velas porque no pudimos conseguir más.
Me empiezan a cantar el feliz cumpleaños. Me llueve la cara y no puedo parar. Me miran todos con preocupación.

-Tranquilos, son de alegría. Es la primera vez que me cantan el feliz cumpleaños. 


Por Penelope Newbery

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