martes, 9 de noviembre de 2021

Siete

Afuera marcan 35 grados. Acá adentro no dudo que rozamos los 50. El aceite industrial inyectado en nuestros cuerpos nos re calienta y, dentro de esta celda, es una bomba de tiempo. Las miro a ellas sudorosas y exasperadas, intentando como yo no perder el ritmo respiratorio, con un miedo inminente a la pausa eterna. El aceite fue mi mayor adicción. Tengo otros excesos, sí, pero ver mis dos tetillas inflarse en el espejo me inducía a más. Me inyectaba y con fajas y ayuda de Silvi me las moldeaba, dándole esa figura redondita, como dos melones en plena temporada. Después me moldeé la boca y el culo. Mirarse en el espejo y gustarse debería considerarse la séptima maravilla ¿Dolía? claro que dolía. Más duelen en los días como hoy, con este calor que va en aumento. Con esta humedad insoportable. Me siento como una estufa a la que le tiran leñas, que hace brasa, de esa que chilla, y que llega al clímax cuando le tiran unas gotas de alcohol hasta combustionar. He llegado corriendo a casa para meterme abajo del chorro de agua helada para que amaine. Pero acá no puedo. No puedo ni quejarme. Estamos las 7 en una celda para 2, muertas de calor, pero agarraditas de las manos para que Horacio no nos vuelva a buscar. La negra consiguió una faca y está lista, por las dudas. Mejor prevenir que curar, dice ella determinante.

Por llevar veinte gramos de marihuana aquella noche en el 152 estoy acá. Y por llevar ese vestidito fucsia brilloso apretado que me compré en Avellaneda con mi primer ganancia de la noche. Ese vestidito resaltaba mis melones delanteros y mi durazno trasero, pero también dejaba entrever ese bulto que es mi máxima condena. Me duele no poder volver a usarlo nunca más. Ese día que me desnudaron me lo sacaron para siempre. Mi vestidito fucsia brillante capaz es hoy un trapo. O capaz ya es una nada. Jirones de puro olvido. 

Desde que llegué no paro de contar hasta siete. Por culpa de esa maldita. Sí, esa maldita que primero me dijo que salía en siete años. Después en siete meses. Y todas las semanas me repite que en siete días. Mentirosa. La que debería estar presa es ella por ser una vendedora de ilusiones. Decido no creerle más, pero me aferro a eso como un niño que sopla un panadero creyendo que lo que pide se cumplirá.

Compartir pabellón con los presos por delitos sexuales le llaman privilegio. Si somos unas desviadas nos las deberíamos bancar. Nos deberíamos joder bien jodidas. Y sí que nos jodemos. Por suerte, acá, las compañeras son refugio. Ayer Carlos me cagó a trompadas porque me negué a que me penetrara. Un par de veces me dejé, porque en el afán de encontrarle la vuelta a esto quise intentar sentir una pizca de placer. El guardia me castigó a mí.
Sos tan perverso que lo provocaste- me dijo.
-Perversa- le respondí y eso abrió la puerta a todo lo que vino después. Estoy desfigurada y moverme, e incluso respirar, se me hace imposible. Si hubiese un espejo yo escaparía de mí misma. Caigo en la cuenta de que estoy llegando a cumplir otro ciclo de siete días y me tienta la posibilidad de no respirar más. Llegar al punto donde la dificultad, el dolor y el esfuerzo se vuelven calma. Que haya un vacío. Una suspensión de nada. O un todo. O algo mejor que estos espirales tortuosos.

Me llama la negra diciéndome que vaya al patio, que vinieron los pibes que nos dan talleres.

-No puedo ni moverme negra, no voy a ir.

Me insistió hasta que me ganó por cansancio. Cuando llegué vi a las chicas alborotadas y en el medio una torta. Una torta con siete velas. 

-¿Qué pasó?- pregunto.
-Nos enteramos que es tu cumple, nos dijeron los pibes que lo vieron en las fichas- me dice la Ro- Hay siete velas porque no pudimos conseguir más.
Me empiezan a cantar el feliz cumpleaños. Me llueve la cara y no puedo parar. Me miran todos con preocupación.

-Tranquilos, son de alegría. Es la primera vez que me cantan el feliz cumpleaños. 


Por Penelope Newbery

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