lunes, 26 de agosto de 2019

El rezo

Fue domingo. De eso estoy seguro porque cada domingo desde hacía dos años, parecían calcados. La comida temprano en casa de mi abuela y luego los preparativos. La franela, la crema limpia metales , la tijera para cortar las flores y enseguida mi papá que enciende  el motor diesel  del Siam Di Tella, color celeste  y salíamos rumbo al cementerio.
Yo jugaba a cerrar los ojos por un momento y  antes de abrirlos, debía adivinar por dónde estábamos. Aprendí a distinguir olores . “En lo de cacho”, pensaba cuando creía que estábamos cerca del  hombre que criaba ponys y los llevaba al bosque para que los chicos que no iban al cementerio el domingo dieran una vuelta y se sacaran fotos.
Cuando estábamos por las vías algo me lo indicaba de antemano. Podía distinguir cuáles eran las de la calle 66 más cortas y silenciosas que las cercanas al cementerio, profundas e interminables, como el dolor de mi abuelo Pedro que todo el viaje iba en silencio.
Si nos parábamos era por dos razones: Mi papá que bajaba a comprar sus 43/70 en el kiosko de  Oscar, que vendía desde el manual del alumno bonaerense de segundo grado hasta un foquito para el el auto . Sino, seguro que llegábamos al puesto del florista ubicado en el diagonal, donde mi abuela compraba las rosas rojas, porque decía, que eran más frescas y duraban una semana exacta.
Era domingo, ya lo dije. Pero era un domingo especial , era 14 de octubre de 1976 y ese día mi madre cumpliría años. Entré al cementerio y después de esquivar esas callecitas de cemento con cruces y flores marchitas, llegué de memoria hasta su tumba:  pasillo 4 ,parcela 19.
Miré su foto y le recé como cada domingo. La tarde tenía algún destello distinto de tantas otras. Le pedí por todos y por algo más.  Cuando me fui tuve la sensación de haber deshollinado las tuberías de la tristeza. Algo se había fugado con el rezo.  Algo me decía que no volvería a ser lo mismo. Así lo dijo mi padre en enero de 1977 cuando dio la noticia que nos mudaríamos a Tucumán.
-Ya vas a ver que te va a gustar, vas hacer nuevos amigos y podrás  viajar en las vacaciones a visitar a los abuelos. ¡No te imaginas lo bueno que va a ser!- repetía , con un entusiasmo exagerado y el deseo de contagiarme la emoción.
Con mis diez años, no podía entender dónde podría ser más feliz que acá. Juntando las bolitas que Pancho me traía  cada mediodía de la quinta que estaba a unas cuadras de casa.
Si me quedaba, juraba aguantarme a Anyulina: la almacenera que cada vez que iba me agarraba los cachetes hasta dejármelos colorados. Ni las latas de galletitas Lincoln o la moneditas piratas que solía regalarme compensaban el dolor que soportaban de mis mejillas ante esas enormes manos.
Pero mi viejo  me hablaba de Tucumán como si fuera el paraíso. Yo me lo imaginaba como una isla desierta.
- Cómo  voy hacer para escuchar a mi abuela cuando a las cinco de la tarde se acerque a la canchita y me grite …”a tomar la lecheeee”- le decía yo a mi viejo que a veces se  quedaba un poco mudo. 
También le dije que el negro Gabi no se iba a poder venir conmigo.  Dejarlo a él era como dejar una parte de mi en otro cuerpo. Después: no jugar a las figus .Ni masticar la brea de entremedio del asfalto ,que se derretía con el calor de las siestas de enero, mientras nuestros padres dormían.

Me iba a perder los malones en lo de Susana, donde los varones llevábamos la bebida y ellas ponían la comida. Esas primeras fiestas donde llegamos impecables y solíamos volver con las zapatillas embarradas y algunos botones de la camisa menos.
¿Existirán en Tucumán rulemanes  para hacer los kartings? , porque acá Darío los arma con los que saca del taller de su abuelo . Después los atamos a las bici y nos podemos pasar toda la tarde aunque volviéramos con las rodillas peladas, jugando en la bajadita de la iglesia, que estaba en esa manzana donde sucedía  todo lo importante que podía suceder para mí en esos años.
La verdad que mientras más lo pensaba, menos podía imaginarme alejarme de mi barrio. A un lugar tan lejos ,donde a los pibes ,le dicen changuitos y a las pibas chinitas.
Eran demasiadas cosas las que me importaban y sobre todo una nos desvelaba a mí y a mis mis amigos: completar el albúm de figuritas. Creo, más o menos, hacía un año que entre el Rulo, el Orejón y el Negro intentábamos completarlo para ganarnos la pelota que según nuestras propias normas, íbamos a tener una semana cada uno. Y si finalmente eso pasaba, yo no podría disfrutarla por la distancia.

Pero una noche, recuerdo que abrí el paquete que me trajo mi papá cuando vino del trabajo, y ahí fue cuando me di cuenta. Fue el momento en que por primera vez supe que me iría.
Ver  la cara de Víctor Bottaniz, el jugador de Unión, la figurita más difícil; después  de cortar el paquete con los dientes fue volver a creer y me brotó un llanto extraño que se mezcló con una carcajada. Una liberación de emociones contrarias. Un gol de cada arco. 
Después salté como hacia un alambrado imaginario. Grité y di algunas vueltas carnero en el comedor de mi casa ante la mirada incrédula de mi hermana y de Capitán, el perro ovejero que teníamos en casa hasta que me percaté de mis actos y tuve miedo de que alguien me estuviese mirando. 
Pero fue ese domingo 14 de octubre cuando, sin que nadie me vea, le pedí a mi mamá que hablara con dios y me mandara a Víctor Bottaniz en un paquetito de la suerte.
 Pero la historia no termina ahí, porque a cambio yo le prometí hacerle caso a mi papá y viajar. 
Pasaron unos meses y ya instalados en San Miguel de Tucumán, donde el canto rodado reemplazó a la brea caliente del barrio y lo más cercano a un amigo ,era un vecino al que no le gustaba el fútbol y al que su mamá no dejaba salir a la calle por miedo a que se lastimara. Le pregunté a mi viejo, mientras hacía malabares con un sartén y un panqueque  en la cocina:

- Pa, ¿vos crees en dios?

- Claro que sí- dijo y dejó un breve silencio místico- Yo le recé un día a tu madre, para que le pidiera a Dios y encuentre la forma de convencerte  que te vinieras conmigo a vivir a Tucumán.


Por Fabian Capponi

jueves, 22 de agosto de 2019

38

La rambla de 38 está pelada. Calle 6 la parte en dos y la contagia de la oscuridad propia del anochecer. Hace unos días el camión de la Municipalidad de La Plata arrancó las hojas de los árboles, y se cobró, incluso, de algunas raíces. El cadáver de las hojas amarillas reposa sobre el pasto descuidado que separa la avenida angosta.
Yo camino con las bolsas de la verdulería, que me pesan una tonelada  mientras recuerdo que me faltan un par de artículos para cocinar. Cruzo la calle que separa el almacén de Sergio de mi edificio y apenas entro me preocupo al no verlo en la caja. La ausencia es muy extraña, aunque un poco recurrente estos últimos meses. 
Agarro lo que me falta y me pongo en la cola detrás de mi vecina del tercer piso. Es una señora mayor, con aire de grandeza y los labios pintados. Se llama Elsa. Me reconoce y arroja: -Nena, un día de estos se va a romper la puerta de entrada —como no entiendo a qué se refiere, me quedo muda. — ¿vos notaste como la cierran? ¡el ruido que hace! Parece que los vidrios van a salir volando y mucho más cuando hay viento. Ahora arranca la reunión del consorcio— me sigue mirando con cara de exagerada resignación mientras yo reniego internamente sobre la pérdida de tiempo que me espera.
La cola avanza y el hijo de Sergio lo reemplaza. Elsa apoya su chango y le pregunta por su padre. Al percibir la incomodidad del muchacho, miro hacia abajo como si no estuviera atenta a su respuesta. -Está en el San Martín desde hace unos días. Estamos esperando. Nos estamos haciendo cargo nosotros del negocio.
Elsa insiste un poco más y después de bendecirlo con dios se va. El pibe me atiende triste, le sonrío para demostrar compasión y después me voy sin decir más que un chau.
Cruzo la calle y veo a la pareja que vive en el PH de al lado. Ella, a pesar de que hace frío, baila, creo que folclore en la vereda mientras él, supongo que su novio, toca la guitarra. Me caen bien porque construyeron un mundo propio. Nunca los vi en el almacén del barrio y muy pocas veces en la plaza que tenemos a media cuadra. Tampoco los veo madrugar ni volver a casa. No sé nada de ellos, sólo que ella baila y él toca el saxo. 
En el palier del edificio están todos. La médica del 1B, el hombre del 2A, la vieja y su marido del tercer piso, la familia del quinto, y yo que represento el cuarto. El administrador es un chico muy alto y medio pelotudo que nunca atiende el teléfono cuándo lo necesitas. Entro y saludo, algunos me lo devuelven y otros no. Los sillones rojos están ocupados por los dos más viejos asique me quedo parada apoyada a la pared. -Como obliga el código civil vemos que la Asamblea de propietarios tiene quórum. Podríamos decir que la convocatoria es un éxito —dice Julián, con su tono de voz afinado en el que las palabras se alargan y mueren en pronunciadas eses. — Bueno, los temas a tratar en el día de la fecha son: las expensas… -Que están por las nubes — interrumpe el del 2A. -Bueno, sí, eso. Las remodelaciones a la medianera que se está llenando de humedad, el ascensor  que cuando llueve se inunda, la limpieza del edificio… ¿y no me olvido nada más? -La puerta. Cuando se corta la luz no para de sonar. Además de que nos quedamos encerrados porque los portones eléctricos no andan.  — dice Elsa, monotemática.  -Sí, y también queremos hablar sobre tu sueldo. Es altísimo y las veces que tuvimos problemas nunca nos diste una solución. Tuvimos que arreglar todo nosotros. — replica el marido de Elsa y a Julián se le transforma la cara, pero para su suerte, le suena el celular. Atiende el Iphone, que es más grande que su mano y habla sobre un partido de fútbol mientras los vecinos nos miramos. — Bueno, ahora sí. ¿Por dónde estábamos?
Julián empieza un monólogo que dura varios minutos acerca de los presupuestos que buscó para arreglar el tema de la humedad. Resulta que todas las habitaciones, de todos los pisos que dan al garaje, están llenas de hongos. Lo único que retengo es que va a salir un montón de plata arreglar eso. Los vecinos están escandalizados y es el tipo del quinto quien le pregunta si comparó esos valores con el contacto que él le había pasado. El pibe Julián niega con la cabeza, sospecho que esos presupuestos son de empresas amigas de él. -Ahora pasamos al punto número 2 — eleva la voz cuando lo quieren interrumpir — y cuando terminemos de tratar todos los temas, discutimos y votamos. Así va a ser más ágil, además de que hoy es viernes y estoy apurado. Todos en silencio, lo escuchamos a hablar del ascensor, que es lo que más nos preocupa por miedo a electrocutarnos. Nos dice que la única solución es cambiarlo. Sobre la limpieza del edificio, recomienda que echemos a la señora que lo limpia dos veces por semana. Finalmente tratamos el tema de la puerta, lo más sensible. El escandaloso, insoportable y tedioso piiii que suena cada vez que la abrimos y la cerramos, pero que deja de ser intermitente y se vuelve constante cuando la luz se corta y suena sin parar hasta que se queda sin batería. Creemos que hace corto circuito, y una vez estuvimos 48 horas con el ruido como un vecino más. — Y sobre la puerta, no sé gente. La podemos cambiar o… -No se puede cambiar todo Julián. Sale más barato hacer un edificio nuevo. —dice con sensatez la del primero que por la cercanía, es la más afectada. -Hay que pensar qué hacer cuando la luz se corta —acoto— La última vez me quedé encerrada. Por suerte el chico del quinto me avisó que su portón abría manual y aproveché.


Elsa se para. La situación es cómica, porque Julián mide tres cabezas más, pero ella se le planta y le reprocha su conducta negligente durante los años que administró el consorcio. Él chico da unos pasos atrás y tartamudea palabras que nadie entiende. -¡¿Y vos que estás esperando que se corte el cable del ascensor y me estrole como una cucaracha contra el piso?! — Elsa descarga todo su cuerpo e ira sobre el sillón. Se deja caer y después tranquilizar por su esposo que le acaricia el brazo. — Tu inutilidad nos vuelve rehenes del edificio.
Escucho con atención los reclamos. Elsa, alguien que yo suponía conservadora, lleva el estandarte de la lucha por la emancipación del edificio. Me entero que Julián no es nada menos que el hijo de arquitecto que lo planificó. Que vive de rentas y que está apurado porque hoy juega un partido de fútbol con no sé quién. A pesar de los gritos de Elsa, Julián nos implora que demos por finalizada la reunión. -Ahora votemos. — veo los ojos furiosos de la vieja — Entonces, teniendo en cuenta los presupuestos que les traje, ¿cuál consideran más adecuado? Levante la mano los que voten por la opción uno. —los brazos de todos están muertos. — opción dos, ¿tres? -Nadie va a votar a favor de esa animalada. Esta semana voy a consultarle a un amigo cuánto nos puede cobrar y se los comunico. — dice el del quinto. -Dale, deja una nota en el ascensor así lo vemos todos — responde el del segundo. — Yo también voy a averiguar.
Julián toce y mira la hora en el celular. No se quiere ir, quiere volar y desaparecer. Me pregunto por qué nunca me atiende las llamadas cuando lo tiene pegado a la mano. Tema dos. El ascensor… -Con el ascensor hagamos lo mismo — dice el marido de Elsa y ella le sonríe. Son muy tiernos. Me acuerdo de la vez que se rompió y tardaron media hora en subir por escalera los tres pisos. — y también con la puerta. Esta semana llamó a un electricista. -Bueno… pero eso se va a ver reflejado en el aumento del 30% de las expensas a partir del mes de agosto. Para gastos de mantenimiento, el sueldo de la empleada y mi porcentaje…  , no, no. De ninguna manera. — dice Elsa. — A partir de hoy no sos más el administrador. -Usted no puede hacer eso — responde y se ríe. -Votemos. — desafía la vieja con elegancia — ¿Quién vota por destituir a Julián del cargo de administrador del consorcio? — las manos se levantan y empiezan a aplaudir. El pecho de Elsa se infla. — Mayoría absoluta. -El código civil dice que es ilegal que un edificio no tenga consor… -Basta Julián. Retírate. Esta semana te enviamos por escrito la destitución — dice el del segundo a la vez que revela que es abogado. 
Julián en su actitud de adolescente enojado, no parece importarle que lo hayamos echado. Se va con la cabeza en alto y revoleando los ojos. Nos comenzamos a desconcentrar y hacemos fila para tomar el ascensor. La familia del quinto es la primera en subir. Y los del primero y segundo usan las escaleras. Me quedo con Elsa y su marido, que ahora me entero su nombre, charlando sobre nuestro administración acéfala.
Me invitan a cenar pastel de papas y acepto. Su departamento es una copia igual al mío, sólo que tiene fotos de bebés por todos lados y decoraciones anticuadas. Nos sentamos a la mesa y abren un vino.  Oscar me pregunta a qué me dedico y él me cuenta que es músico, que ya casi no toca porque le duelen las articulaciones, pero que su nieta está siguiendo sus pasos.
Me ofrezco a lavar los platos cuando Oscar desaparece, y como si estuviera en mi casa, giro mi cabeza y observo el almacén, que a pesar de la hora, sigue abierto. Elsa está con los ojos brillosos y repentinamente veo cierta tristeza en ella. Toma aire como impulso y mientras suspira dice: -Pobre Sergio.
Oscar con su andar lento vuelve con un bolso enorme. Lentamente desenfunda un saxo que acaricia antes de llevar a su boca. Elsa y yo nos sentamos y reposamos nuestra mirada en el viejo como un público que oye una orquesta en esos cafés elegantes de Buenos Aires. Afuera, las persianas del almacén se cierran con ese ruido a chapa mientras Oscar empieza a tocar una melodía agridulce.  
Por Paula Scebba

Ojo de pez


Ver la lluvia caer
desde el ojo de un pez
bajo el agua.
Escuchar,
el rumor de las gotas
sobre el espejo del lago,
su agónico grito
cuando se acaban por disolver.
Mirar,
desde el ojo de un pez
la existencia misma,
y creer que el universo todo es de agua,
y de agua es el dios que lo ilumina,
ese escudo de luz que siempre asoma
al mediodía.
Si toda su existencia es bajo el agua
¿cómo puede el pez saber
que hay más arriba?


Lo mismo el hombre
como el ojo de un pez,
desde su propio ombligo
ve la vida.
Por Valeria Gorlero

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