
Yo camino con las bolsas de la verdulería, que me pesan una tonelada mientras recuerdo que me faltan un par de artículos para cocinar. Cruzo la calle que separa el almacén de Sergio de mi edificio y apenas entro me preocupo al no verlo en la caja. La ausencia es muy extraña, aunque un poco recurrente estos últimos meses.
Agarro lo que me falta y me pongo en la cola detrás de mi vecina del tercer piso. Es una señora mayor, con aire de grandeza y los labios pintados. Se llama Elsa. Me reconoce y arroja:
-Nena, un día de estos se va a romper la puerta de entrada —como no entiendo a qué se refiere, me quedo muda. — ¿vos notaste como la cierran? ¡el ruido que hace! Parece que los vidrios van a salir volando y mucho más cuando hay viento. Ahora arranca la reunión del consorcio— me sigue mirando con cara de exagerada resignación mientras yo reniego internamente sobre la pérdida de tiempo que me espera.
La cola avanza y el hijo de Sergio lo reemplaza. Elsa apoya su chango y le pregunta por su padre. Al percibir la incomodidad del muchacho, miro hacia abajo como si no estuviera atenta a su respuesta.
-Está en el San Martín desde hace unos días. Estamos esperando. Nos estamos haciendo cargo nosotros del negocio.
Elsa insiste un poco más y después de bendecirlo con dios se va. El pibe me atiende triste, le sonrío para demostrar compasión y después me voy sin decir más que un chau.
Cruzo la calle y veo a la pareja que vive en el PH de al lado. Ella, a pesar de que hace frío, baila, creo que folclore en la vereda mientras él, supongo que su novio, toca la guitarra. Me caen bien porque construyeron un mundo propio. Nunca los vi en el almacén del barrio y muy pocas veces en la plaza que tenemos a media cuadra. Tampoco los veo madrugar ni volver a casa. No sé nada de ellos, sólo que ella baila y él toca el saxo.
En el palier del edificio están todos. La médica del 1B, el hombre del 2A, la vieja y su marido del tercer piso, la familia del quinto, y yo que represento el cuarto. El administrador es un chico muy alto y medio pelotudo que nunca atiende el teléfono cuándo lo necesitas. Entro y saludo, algunos me lo devuelven y otros no. Los sillones rojos están ocupados por los dos más viejos asique me quedo parada apoyada a la pared.
-Como obliga el código civil vemos que la Asamblea de propietarios tiene quórum. Podríamos decir que la convocatoria es un éxito —dice Julián, con su tono de voz afinado en el que las palabras se alargan y mueren en pronunciadas eses. — Bueno, los temas a tratar en el día de la fecha son: las expensas…
-Que están por las nubes — interrumpe el del 2A.
-Bueno, sí, eso. Las remodelaciones a la medianera que se está llenando de humedad, el ascensor que cuando llueve se inunda, la limpieza del edificio… ¿y no me olvido nada más?
-La puerta. Cuando se corta la luz no para de sonar. Además de que nos quedamos encerrados porque los portones eléctricos no andan. — dice Elsa, monotemática.
-Sí, y también queremos hablar sobre tu sueldo. Es altísimo y las veces que tuvimos problemas nunca nos diste una solución. Tuvimos que arreglar todo nosotros. — replica el marido de Elsa y a Julián se le transforma la cara, pero para su suerte, le suena el celular. Atiende el Iphone, que es más grande que su mano y habla sobre un partido de fútbol mientras los vecinos nos miramos. — Bueno, ahora sí. ¿Por dónde estábamos?
Julián empieza un monólogo que dura varios minutos acerca de los presupuestos que buscó para arreglar el tema de la humedad. Resulta que todas las habitaciones, de todos los pisos que dan al garaje, están llenas de hongos. Lo único que retengo es que va a salir un montón de plata arreglar eso. Los vecinos están escandalizados y es el tipo del quinto quien le pregunta si comparó esos valores con el contacto que él le había pasado. El pibe Julián niega con la cabeza, sospecho que esos presupuestos son de empresas amigas de él.
-Ahora pasamos al punto número 2 — eleva la voz cuando lo quieren interrumpir — y cuando terminemos de tratar todos los temas, discutimos y votamos. Así va a ser más ágil, además de que hoy es viernes y estoy apurado.
Todos en silencio, lo escuchamos a hablar del ascensor, que es lo que más nos preocupa por miedo a electrocutarnos. Nos dice que la única solución es cambiarlo. Sobre la limpieza del edificio, recomienda que echemos a la señora que lo limpia dos veces por semana. Finalmente tratamos el tema de la puerta, lo más sensible. El escandaloso, insoportable y tedioso piiii que suena cada vez que la abrimos y la cerramos, pero que deja de ser intermitente y se vuelve constante cuando la luz se corta y suena sin parar hasta que se queda sin batería. Creemos que hace corto circuito, y una vez estuvimos 48 horas con el ruido como un vecino más. — Y sobre la puerta, no sé gente. La podemos cambiar o…
-No se puede cambiar todo Julián. Sale más barato hacer un edificio nuevo. —dice con sensatez la del primero que por la cercanía, es la más afectada.
-Hay que pensar qué hacer cuando la luz se corta —acoto— La última vez me quedé encerrada. Por suerte el chico del quinto me avisó que su portón abría manual y aproveché.
Elsa se para. La situación es cómica, porque Julián mide tres cabezas más, pero ella se le planta y le reprocha su conducta negligente durante los años que administró el consorcio. Él chico da unos pasos atrás y tartamudea palabras que nadie entiende.
-¡¿Y vos que estás esperando que se corte el cable del ascensor y me estrole como una cucaracha contra el piso?! — Elsa descarga todo su cuerpo e ira sobre el sillón. Se deja caer y después tranquilizar por su esposo que le acaricia el brazo. — Tu inutilidad nos vuelve rehenes del edificio.
Escucho con atención los reclamos. Elsa, alguien que yo suponía conservadora, lleva el estandarte de la lucha por la emancipación del edificio. Me entero que Julián no es nada menos que el hijo de arquitecto que lo planificó. Que vive de rentas y que está apurado porque hoy juega un partido de fútbol con no sé quién. A pesar de los gritos de Elsa, Julián nos implora que demos por finalizada la reunión.
-Ahora votemos. — veo los ojos furiosos de la vieja — Entonces, teniendo en cuenta los presupuestos que les traje, ¿cuál consideran más adecuado? Levante la mano los que voten por la opción uno. —los brazos de todos están muertos. — opción dos, ¿tres?
-Nadie va a votar a favor de esa animalada. Esta semana voy a consultarle a un amigo cuánto nos puede cobrar y se los comunico. — dice el del quinto.
-Dale, deja una nota en el ascensor así lo vemos todos — responde el del segundo. — Yo también voy a averiguar.
Julián toce y mira la hora en el celular. No se quiere ir, quiere volar y desaparecer. Me pregunto por qué nunca me atiende las llamadas cuando lo tiene pegado a la mano.
Tema dos. El ascensor…
-Con el ascensor hagamos lo mismo — dice el marido de Elsa y ella le sonríe. Son muy tiernos. Me acuerdo de la vez que se rompió y tardaron media hora en subir por escalera los tres pisos. — y también con la puerta. Esta semana llamó a un electricista.
-Bueno… pero eso se va a ver reflejado en el aumento del 30% de las expensas a partir del mes de agosto. Para gastos de mantenimiento, el sueldo de la empleada y mi porcentaje…
, no, no. De ninguna manera. — dice Elsa. — A partir de hoy no sos más el administrador.
-Usted no puede hacer eso — responde y se ríe.
-Votemos. — desafía la vieja con elegancia — ¿Quién vota por destituir a Julián del cargo de administrador del consorcio? — las manos se levantan y empiezan a aplaudir. El pecho de Elsa se infla. — Mayoría absoluta.
-El código civil dice que es ilegal que un edificio no tenga consor…
-Basta Julián. Retírate. Esta semana te enviamos por escrito la destitución — dice el del segundo a la vez que revela que es abogado.
Julián en su actitud de adolescente enojado, no parece importarle que lo hayamos echado. Se va con la cabeza en alto y revoleando los ojos. Nos comenzamos a desconcentrar y hacemos fila para tomar el ascensor. La familia del quinto es la primera en subir. Y los del primero y segundo usan las escaleras. Me quedo con Elsa y su marido, que ahora me entero su nombre, charlando sobre nuestro administración acéfala.
Me invitan a cenar pastel de papas y acepto. Su departamento es una copia igual al mío, sólo que tiene fotos de bebés por todos lados y decoraciones anticuadas. Nos sentamos a la mesa y abren un vino. Oscar me pregunta a qué me dedico y él me cuenta que es músico, que ya casi no toca porque le duelen las articulaciones, pero que su nieta está siguiendo sus pasos.
Me ofrezco a lavar los platos cuando Oscar desaparece, y como si estuviera en mi casa, giro mi cabeza y observo el almacén, que a pesar de la hora, sigue abierto. Elsa está con los ojos brillosos y repentinamente veo cierta tristeza en ella. Toma aire como impulso y mientras suspira dice:
-Pobre Sergio.
Oscar con su andar lento vuelve con un bolso enorme. Lentamente desenfunda un saxo que acaricia antes de llevar a su boca. Elsa y yo nos sentamos y reposamos nuestra mirada en el viejo como un público que oye una orquesta en esos cafés elegantes de Buenos Aires. Afuera, las persianas del almacén se cierran con ese ruido a chapa mientras Oscar empieza a tocar una melodía agridulce.
Por Paula Scebba
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