“A la vida le da sentido la muerte”, dijo ella. Las palabras siguen dando vueltas en mi cabeza. Hasta hoy no había comprendido el sentido de mi existencia, mirá donde vengo a encontrar una respuesta. Heme aquí, parado en el respaldo del sofá, junto al cadáver del viejo. La película del Dr. Strange acaba de terminar y el pobre ni siquiera pudo ver el final. Estuvo buena, yo por lo memos la vi completa. Pero él, pálido y encogido, fue cayendo en el sueño sin retorno hasta su fin. Observo sus manos, delgadas y curtidas, se ve que han trabajado mucho. Pienso en los innumerables muebles que han construido, y en la hermosa familia que crió e imagino que dejó su legado en esta tierra. Seguramente amó y fue amado, seguramente tendrá alguien que llore su partida. Y como todo ser humano tuvo libre albedrio para cambiar las cosas si no funcionaban como quería. En cambio yo, nunca tuve nada de eso. Mi destino es vagar entre el dolor y la culpa. Cuando llego yo, solo escucho llantos, no conozco risas. Cuantas veces, ante un lecho de enfermo, al contemplar sus ojos suplicantes, quise renunciar. Pero no puedo, yo no tengo libre albedrio como ellos. Y se supone que tampoco tengo corazón, pero con los años que he pasado entre los hombres, parece, que algo ahí adentro está asomando, no sé qué es, pero duele. A veces parece una chispa, una repentina descarga de corriente, la siento cuando rozo la mano de un niño, los ojos de una madre, los labios temblorosos de un inocente. ¿Será lo que llaman culpa, tal vez? Aunque yo no soy culpable de este drama, yo no creé las reglas, ya estaban funcionando cuando llegué.
Algunas noches, después de mi trabajo, suelo sentarme en el techo más alto de una iglesia y contemplo el cielo vivamente estrellado. Me pregunto donde está el que me creó. A veces incluso también le hablo y le pregunto cosas como estas, básicamente, para qué rayos estoy aquí y por qué. Siempre pensé que el mundo sería mucho mejor sin mi existencia. Pero hoy, esas palabras… Tal vez sea verdad, tal vez si yo no existiera la vida no valdría nada. Las personas menospreciarían la belleza de las cosas simples: el aroma de una flor que crece y muere en un instante, la maravilla de ver salir el sol un día más, caminar al lado de un ser querido sintiendo el viento en la cara, abrazarse y decirse cuanto se aman mientras aún hay tiempo. Parece que cuantos menos días quedan, cada día vale más, cada segundo cuenta y se aprecia de otra manera. Nunca lo había pensado antes pero ahora creo entender mi papel en este teatro, perdón mente cósmica por los insultos que alguna vez dije, supongo que tú ya sabías todo esto.
La noche es larga, y todavía queda hilo por cortar…literalmente. Dejo al viejo en su sofá, mañana será noticia. Reviso mi lista una vez más, no puedo llegar tarde a ninguna cita, por eso de que algunos dicen “la muerte a veces tarda pero siempre llega”, habladurías, yo no tardo nunca, siempre soy puntual, es el propósito de mi existencia. Y vos, el que está leyendo esto, espero estés cumpliendo con el tuyo, antes de que sea tarde y llegue yo.
Por Valeria Gorlero
El blog de la Comunidad literaria Dos 8rillas. Un espacio de escritores y escritoras a cielo abierto, que reúne los relatos, cuentos, poesías, ensayos y crónicas de los viajeros de las Dos Orillas: un taller de escritura creativa, coordinado por el escritor Matías Kraber. IG: @dos8rillas Spotify Podcast Huellas:
lunes, 6 de julio de 2020
miércoles, 1 de julio de 2020
La araña
Esta mañana me levanto y en el medio del living aparece una araña. Medio entredormido, me resulta gigante. -Primero lo primero- digo y le saco una foto. Segundo lo segundo, voy a buscar un testigo:
- Lu, vení, vení, mirá que pedazo de araña apareció en el living- le digo con la voz con corriente, pero cuando volvemos a la escena, pasa lo peor: No está más.
-¡Yo sabía, yo sabía! ¿Dónde se escondió?- Digo mientras empiezo a despejar la zona con más pinta de escondite de araña de todo el lugar. Arranco por los cuatro sifones.
Protocolo de seguridad:
1º) Mover el primer sifón con el pie y recular de un salto, mínimo un metro para atrás.
2º) Voltear el sifón de una patada para asegurarse de que no hay araña ni atrás, ni en la parte de abajo.
3º) Tomarlo del plástico que recubre la nariz del sifón y llevarlo al extremo opuesto de la sala.
4º) Repetir la operación con el resto de los objetos.
Así sigo con la alfombra y las zapatillas, hasta dejar solamente el lavarropas viejo. Ocupa esa esquina desde el inicio de la cuarentena. Dijimos “en quince días cuando podamos salir lo vendemos y aunque sea le sacamos quinientos mangos”. Nada. Pasaron más de tres meses y el lavarropas se volvió invisible. Pero no para la araña, que aprovecha el despiole para esconderse atrás. Parece una vietnamita en su territorio. La espero hasta que comete el error fatal: se asoma a espiar, como el ansioso jugando a la escondida.
Raid matamosquitos en mano. Necesario, pero insuficiente. Algo le va a hacer, pienso y descargo medio tarro, mientras muevo el lavarropas para que no se vuelva a esconder. Bueno, al menos la desestabilizo. Con el ataque a distancia la cancha se inclina a mi favor. Rápidamente la saco a la calle con la escoba. Siempre buscando un instrumento que haga de intermediario, que aplace el hecho de matarla con mis propias manos, y cargar con la culpa de la muerte por lo menos hasta el mediodía. Ver morir una araña, víctima del veneno, es horrible. Las patas se estrujan en cámara lenta como dedos que se apagan. Se agusana lentamente con toda la fuerza del miedo y de un pisotón le propino la muerte. Después, el alivio.
Por Agus Pellendier
- Lu, vení, vení, mirá que pedazo de araña apareció en el living- le digo con la voz con corriente, pero cuando volvemos a la escena, pasa lo peor: No está más.
-¡Yo sabía, yo sabía! ¿Dónde se escondió?- Digo mientras empiezo a despejar la zona con más pinta de escondite de araña de todo el lugar. Arranco por los cuatro sifones.
Protocolo de seguridad:
1º) Mover el primer sifón con el pie y recular de un salto, mínimo un metro para atrás.
2º) Voltear el sifón de una patada para asegurarse de que no hay araña ni atrás, ni en la parte de abajo.
3º) Tomarlo del plástico que recubre la nariz del sifón y llevarlo al extremo opuesto de la sala.
4º) Repetir la operación con el resto de los objetos.
Así sigo con la alfombra y las zapatillas, hasta dejar solamente el lavarropas viejo. Ocupa esa esquina desde el inicio de la cuarentena. Dijimos “en quince días cuando podamos salir lo vendemos y aunque sea le sacamos quinientos mangos”. Nada. Pasaron más de tres meses y el lavarropas se volvió invisible. Pero no para la araña, que aprovecha el despiole para esconderse atrás. Parece una vietnamita en su territorio. La espero hasta que comete el error fatal: se asoma a espiar, como el ansioso jugando a la escondida.
Raid matamosquitos en mano. Necesario, pero insuficiente. Algo le va a hacer, pienso y descargo medio tarro, mientras muevo el lavarropas para que no se vuelva a esconder. Bueno, al menos la desestabilizo. Con el ataque a distancia la cancha se inclina a mi favor. Rápidamente la saco a la calle con la escoba. Siempre buscando un instrumento que haga de intermediario, que aplace el hecho de matarla con mis propias manos, y cargar con la culpa de la muerte por lo menos hasta el mediodía. Ver morir una araña, víctima del veneno, es horrible. Las patas se estrujan en cámara lenta como dedos que se apagan. Se agusana lentamente con toda la fuerza del miedo y de un pisotón le propino la muerte. Después, el alivio.
Por Agus Pellendier
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