miércoles, 1 de julio de 2020

La araña

Esta mañana me levanto y en el medio del living aparece una araña. Medio entredormido, me resulta gigante. -Primero lo primero- digo y le saco una foto. Segundo lo segundo, voy a buscar un testigo: 
- Lu, vení, vení, mirá que pedazo de araña apareció en el living- le digo con la voz con corriente,  pero cuando volvemos a la escena, pasa lo peor: No está más. 

-¡Yo sabía, yo sabía! ¿Dónde se escondió?- Digo mientras empiezo a despejar la zona con más pinta de escondite de araña de todo el lugar. Arranco por los cuatro sifones.


Protocolo de seguridad: 


1º) Mover el primer sifón con el pie y recular de un salto, mínimo un metro para atrás.

2º) Voltear el sifón de una patada para asegurarse de que no hay araña ni atrás, ni en la parte de abajo.
3º) Tomarlo del plástico que recubre la nariz del sifón y llevarlo al extremo opuesto de la sala.
4º) Repetir la operación con el resto de los objetos.

Así sigo con la alfombra y las zapatillas, hasta dejar solamente el lavarropas viejo. Ocupa esa esquina desde el inicio de la cuarentena. Dijimos “en quince días cuando podamos salir lo vendemos y aunque sea le sacamos quinientos mangos”. Nada.  Pasaron más de tres meses y el lavarropas se volvió invisible. Pero no para la araña, que aprovecha el despiole para esconderse atrás. Parece una vietnamita en su territorio. La espero hasta que comete el error fatal: se asoma a espiar, como el ansioso jugando a la escondida.


Raid matamosquitos en mano. Necesario, pero insuficiente. Algo le va a hacer, pienso y descargo medio tarro, mientras muevo el lavarropas para que no se vuelva a esconder. Bueno, al menos la desestabilizo. Con el ataque a distancia la cancha se inclina a mi favor. Rápidamente la saco a la calle con la escoba. Siempre buscando un instrumento que haga de intermediario, que aplace el hecho de matarla con mis propias manos, y cargar con la culpa de la muerte por lo menos hasta el mediodía. Ver morir una araña, víctima del veneno, es horrible. Las patas se estrujan en cámara lenta como dedos que se apagan. Se agusana lentamente con toda la fuerza del miedo y de un pisotón le propino la muerte. Después, el alivio.


Por Agus Pellendier

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