martes, 25 de mayo de 2021

Un tipo desconocido

Anoche soñé algo totalmente ridículo y absurdo. Son de esos sueños que no podés contarle a nadie porque inmediatamente después de soltarlo te sentís un estúpido. Como si estuvieran destinados a morir en las paredes de mi intimidad. Recuerdo que apenas me levanté aún podía recordar pasajes mientras me recorría por las tuberías del cuerpo una extraña sensación de frustración. Me avergonzaba el hecho de tener que repetirlo en mi cabeza en cualquier momento del día, porque era inquietante, pero a la vez ínfimo y estéril. Casi como un mosquito molesto, pero ni siquiera quiero darle tanta entidad. Igual debo decir que estaba ahí y se aparecía sin generar nada en particular en mí. Solo como una presencia fugaz y sin sentido. Así era el sueño: un tipo que siempre llega antes que yo a todos lados y consigue las cosas que yo quiero antes que yo. El tipo hace todo lo que yo quiero hacer pero antes, y lo más terrible es que es muy parecido a mí, es como yo, se viste igual, lleva puestos los mismos anteojos, pero llega antes.

Un tipo que no es real ni es falso, ¿qué es? ¿Y si ese tipo soy yo? ¿Qué es lo que quiere decirme? ¿Por qué me persigue y lo hace delante mío? y deja que lo vea, pero me ignora, y a su vez tiene lo que yo quiero y hace lo que me gustaría hacer. Cuando era más chico no soñaba con este tipo de estupideces insignificantes. Era más simple, solo quería jugar. Ahora que me doy cuenta, ya no soy un niño y tengo más preguntas que antes, más dudas y menos tranquilidad. Ensimismado, es probable que yo haya creado a este tipo y ya sé porqué. Porque todo el tiempo yo, es mucho.

En el verano leí a Whitman, ya sé que en verano es más fácil leerlo, pero a veces quisiera tener a mano más frases como esta: “Me gusta ver entre los árboles el juego de luces y de sombras cuando la brisa agita las ramas”. O una todavía mejor y más fascinante: “Yo soy el que camina por la noche que empieza y que se agranda, y grito al mar y a la tierra perdidos en la noche como yo” ¿Sabés qué quiero? yo quiero eso, quiero deambular en silencio y descansar sobre el lomo de un árbol viejo. Quiero tener una segunda vida, y que venga pronto, ni bien prepare la mochila, ni bien salga afuera y conozca a alguien, a alguien que me sorprenda, ni bien me pierda por ahí perdiendo también la esperanza, esa diosa amable que me prefiere esperando, sentado y solo, esperando en el reposo absoluto de los recuerdos.

 

Por Fede Ramponi 

 

sábado, 15 de mayo de 2021

Restaurante

Suena el teléfono fijo y adivino que es mi viejo. Atiendo, hablamos tres minutos, y cuelgo. Es domingo y viene en viaje para salir a almorzar conmigo. Sí, 600 km para un almuerzo. Es en las salidas a comer afuera donde él es ese padre y yo soy esa hija que desearía que seamos siempre. 

Esta vez el plan es ir a un bodegón. “Lo de Julio” se llama. La elección se basa en la recomendación de un amigo suyo. Le dijo que ahí se come rico, barato y abundante. Cumple con las máximas que definen a un buen restaurante. 

Con mi padre se almuerza a las 12 y se cena a las 9. No hay medias tintas, ni lugar a la queja.  El reloj marca las 11:55 y ya estoy parada en la puerta esperando que pase por mí. Cuando llega, le doy un beso frío y partimos a lo de Julio. Es un lugar bien grande, lleno de mesas cuadradas de madera con manteles a cuadrillé rojo y amarillo como la bandera de España. Sillas rojas cubiertas de cuero. Hay poca ventilación y poca luz. Hace calor. Hay hasta un tufo de calor y encierro. Del techo cuelgan esos ventiladores como los del secundario, que si se desprenden te arrancan la cabeza. De las paredes color mostaza cuelgan unos cuadros con fotos de todos los famosos que pasaron por este mismo comedor: de Néstor Kirchner a Luciana Salazar sonríen desde la pared con los ojos brillosos deseándonos un buen apetito.

El fetiche para mi viejo fue infalible: cómo no ir al mismo lugar en el que se sentó Diego Armando Maradona. 

-El menú estrella es la parrillada con fritas o las pastas caseras,- nos dice el mozo. Yo prefiero las pastas, pero decido acompañar a mi papá con la parrillada. Se pone contento que coma carne y lo noto en cómo se irgue en la mesa como si fuera a izar la bandera orgulloso.  

Mi papá me habla pero yo estoy en otro planeta. En este almuerzo no alcanzamos la conexión de siempre. Es mi culpa. No puedo sacarle la vista de encima al viejo que está sentado solo delante nuestro. La gente que sale a comer sola me da pena. Más pena todavía, me da si son viejos o viejas. Veo retratado en ellos el sumun de mis miedos: atravesar la vejez en soledad. 

El viejo que tengo enfrente almorzando me despierta algo más que pena. La palabra es asco. Tiene una cara monstruosa con algunos signos de perversión. Los pómulos filosos y una barba sucia color mugre.  

Creo que se da cuenta que lo miro y no puedo parar de mirarlo. Tiene cara de triste. Los ojos grandotes se le caen como vencidos, tiene labios cortados por el frío, y la piel arrugada como acordeón que delata su edad. Tiene puesta una remera blanca que la falta de lavado la vuelve negra, un jean tan roto que deja entrever un slip azul gastado, y unas ojotas. 

Lo veo absorto en su frenética acción de sacarse los mocos, observarlos y luego comérselos. Lo hace con una concentración digna de admiración, como si hiciera una obra de orfebrería. 

Un impulso hace que me pare de golpe. Camino en dirección al baño sólo para pasar más cerca de él.  Y confirmo mi horror. Huele a podrido, a excremento de adulto, a perro muerto, a cloaca. No puedo evitar taparme la nariz. Que pendeja maleducada que soy, pienso, pero no saco la mano de mis fosas nasales. En vez de seguir caminando me quedo parada y lo miro fijamente a los ojos. Él creo que no se da cuenta, está abyecto, perdido en su degustación grosera, pero yo tengo un deseo inexplicable de que me mire.

Agudizo la vista y veo moscas revoloteando alrededor de su cabeza. Mosquitas de esas pequeñas que se amontonan cuando hay fruta podrida. Por su pelo canoso y largo, caminan piojos al borde de explotar después de haberle chupado toda la sangre a ese pobre hombre. Las orejas, las tiene llenas de cera. Las uñas largas y bien gruesas, con tierra dentro. Los ojos….  Siento que alguien me toca el hombro.

-Ya está la comida-, me dice mi padre. Me siento en la mesa y me sirvo en el plato unas papas fritas y un chinchulín.

-¿Se puede saber que te pasa? Me dice con un tono más alto.

¿Será vagabundo? Pobre Roberto, tiene cara de Roberto. Capaz en este bodegón le dan de comer a ese tipo de gente. Me parece bien. Pero para qué lo sientan donde estamos todos. Van a espantar a los clientes. Seguro que no tiene hijos. Seguro que se va a pedir unas pastas. 

Sí, le sirvieron un plato de fideos con salsa. Los empieza a comer con las manos como un animal. Se le caen algunos fideos al piso y él los levanta con la mano y los come. Los aniquila en una milésima. Tenía hambre. Pobre Roberto. No creo que tenga trabajo. Ni amigos. Cómo podría alguien soportar su olor. Pobre Roberto, me digo como un lamento de mi subconsciente.  

Intento probar bocado, pero un subidón de energía hace que me pare de nuevo. Esta vez corro directamente hasta donde está él y lo abrazo. Lo aprieto fuerte,  fuerte. Estoy agitada pero no puedo parar, ese olor y ese espectáculo ya no puedo soportarlo, no aguanto su presencia, ni que no me dirija su mirada. Lo aprieto más. Estamos Roberto y yo, solos, nadie nos mira, ni siquiera mi padre que está en el cénit con su parrillada. 

Cuando Roberto por fin me mira a los ojos siento saber quién es. Lo aprieto aún más fuerte. Los labios morados y el cuerpo helado me indican que pare. Siento placer en que sufra como me hizo sufrir a mí aquella noche. Después, el cuerpo se resbala inerte hasta el piso y yo corro por la avenida. Corro hasta llegar a esa esquina para saber si así fue. Sí realmente es. Justo en la esquina hay un hueco que brilla por su ausencia.   Por Pepy Newbery


lunes, 10 de mayo de 2021

La faeneada

Todavía los resabios de la hiperinflación se hacían sentir en casa. La convertibilidad sólo había acomodado a algunos en el pueblo, pero el resto seguía intentando sobrevivir con lo poco que le valía la plata. En mi casa éramos unos de esos, un puñado de niños para alimentar con poca plata.

Yo era uno de ellos, tenía cinco años. Ya estaba bien entrado el otoño porque las hojas de los árboles se ponen amarillas y rojas en la orilla del río. El pueblo se tiñe de distintos tonos cobrizos que se mezclan con la aridez de las montañas. Es mi época favorita del año. El viento helado empieza a meterse por debajo del cuello de la camisa y te endurece las orejas y la nariz.

Recuerdo que esa mañana me despertó el valar de los cabritos y las voces apuradas de hombres. Solo reconocí la de mi papá. Era bien temprano porque mi hermano que iba a la escuela aun no se había levantado y roncaba en la cama de al lado. Miré por la ventana y vi mi papá en el patio, con otros hombres, carneaban los cabritos y repartían las partes debajo del nogal. Todo un ritual.

Trabajaban satisfechos, pero a contrarreloj. Se les notaba el nerviosismo y la adrenalina en los ojos, la sangre en las manos y los cuchillos, las vísceras de los animales en unas palanganas. Apenas alguno se aseguraba su parte se iba presuroso y así cada vez iban quedando menos.

Lo de mi mamá atendiendo a la policía y mintiéndole, lo entendí ya de grande. El asunto era que como salía muy caro comprar carne en el mercado o en el matadero, algunas personas se juntaban y compraban el ganado directamente a los campesinos de la zona. Luego carneaban los animales y se los repartían. Salía mas barato, pero esa práctica era ilegal; el ganado no había pasado por ningún control bromatológico o municipal y por eso la policía había llegado a casa.

-Que acá no carneamos ningún animal. Que seguro que se dejan llevar por los chismes de los vecinos. Que si no trae una orden del juez a mi casa ustedes no van a entrar. Que ahora ya no pueden hacer lo que se les dé la gana- y el sonido del portazo.  

Mis padres discutieron un rato y después se abrazaron. No los vi abrazarse muchas veces en mi vida. Pero en ese momento corrí a sumarme yo también al abrazo y formar una especie de árbol.

¿Qué hacés despierto? Andá a ponerte algo en los pies – me recriminó mamá.

Recuerdo que ese día comimos un asado. El primer asado después de mucho tiempo de comer arroz con cebolla y sopa de verdura con fideos munición. Papá prendió el fuego y yo estuve todo el tiempo al lado de él que me explicaba cómo se ponía un cabrito en la cruz, que a las llamas queda mas rico que a las brasas, que un poquito de harina para que quede crocante el cuerito.

La policía dio vueltas a la manzana todo el día, yo creo que en el fondo querían que los invitemos a comer aunque no tengan la orden del juez para entrar.


Por Marcos Gutiérrez

 

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