
Suena el teléfono fijo y adivino que es mi viejo. Atiendo, hablamos tres minutos, y cuelgo. Es domingo y viene en viaje para salir a almorzar conmigo. Sí, 600 km para un almuerzo. Es en las salidas a comer afuera donde él es ese padre y yo soy esa hija que desearía que seamos siempre.
Esta vez el plan es ir a un bodegón. “Lo de Julio” se llama. La elección se basa en la recomendación de un amigo suyo. Le dijo que ahí se come rico, barato y abundante. Cumple con las máximas que definen a un buen restaurante.
Con mi padre se almuerza a las 12 y se cena a las 9. No hay medias tintas, ni lugar a la queja. El reloj marca las 11:55 y ya estoy parada en la puerta esperando que pase por mí. Cuando llega, le doy un beso frío y partimos a lo de Julio. Es un lugar bien grande, lleno de mesas cuadradas de madera con manteles a cuadrillé rojo y amarillo como la bandera de España. Sillas rojas cubiertas de cuero. Hay poca ventilación y poca luz. Hace calor. Hay hasta un tufo de calor y encierro. Del techo cuelgan esos ventiladores como los del secundario, que si se desprenden te arrancan la cabeza. De las paredes color mostaza cuelgan unos cuadros con fotos de todos los famosos que pasaron por este mismo comedor: de Néstor Kirchner a Luciana Salazar sonríen desde la pared con los ojos brillosos deseándonos un buen apetito.
El fetiche para mi viejo fue infalible: cómo no ir al mismo lugar en el que se sentó Diego Armando Maradona.
-El menú estrella es la parrillada con fritas o las pastas caseras,- nos dice el mozo. Yo prefiero las pastas, pero decido acompañar a mi papá con la parrillada. Se pone contento que coma carne y lo noto en cómo se irgue en la mesa como si fuera a izar la bandera orgulloso.
Mi papá me habla pero yo estoy en otro planeta. En este almuerzo no alcanzamos la conexión de siempre. Es mi culpa. No puedo sacarle la vista de encima al viejo que está sentado solo delante nuestro. La gente que sale a comer sola me da pena. Más pena todavía, me da si son viejos o viejas. Veo retratado en ellos el sumun de mis miedos: atravesar la vejez en soledad.
El viejo que tengo enfrente almorzando me despierta algo más que pena. La palabra es asco. Tiene una cara monstruosa con algunos signos de perversión. Los pómulos filosos y una barba sucia color mugre.
Creo que se da cuenta que lo miro y no puedo parar de mirarlo. Tiene cara de triste. Los ojos grandotes se le caen como vencidos, tiene labios cortados por el frío, y la piel arrugada como acordeón que delata su edad. Tiene puesta una remera blanca que la falta de lavado la vuelve negra, un jean tan roto que deja entrever un slip azul gastado, y unas ojotas.
Lo veo absorto en su frenética acción de sacarse los mocos, observarlos y luego comérselos. Lo hace con una concentración digna de admiración, como si hiciera una obra de orfebrería.
Un impulso hace que me pare de golpe. Camino en dirección al baño sólo para pasar más cerca de él. Y confirmo mi horror. Huele a podrido, a excremento de adulto, a perro muerto, a cloaca. No puedo evitar taparme la nariz. Que pendeja maleducada que soy, pienso, pero no saco la mano de mis fosas nasales. En vez de seguir caminando me quedo parada y lo miro fijamente a los ojos. Él creo que no se da cuenta, está abyecto, perdido en su degustación grosera, pero yo tengo un deseo inexplicable de que me mire.
Agudizo la vista y veo moscas revoloteando alrededor de su cabeza. Mosquitas de esas pequeñas que se amontonan cuando hay fruta podrida. Por su pelo canoso y largo, caminan piojos al borde de explotar después de haberle chupado toda la sangre a ese pobre hombre. Las orejas, las tiene llenas de cera. Las uñas largas y bien gruesas, con tierra dentro. Los ojos…. Siento que alguien me toca el hombro.
-Ya está la comida-, me dice mi padre. Me siento en la mesa y me sirvo en el plato unas papas fritas y un chinchulín.
-¿Se puede saber que te pasa? Me dice con un tono más alto.
¿Será vagabundo? Pobre Roberto, tiene cara de Roberto. Capaz en este bodegón le dan de comer a ese tipo de gente. Me parece bien. Pero para qué lo sientan donde estamos todos. Van a espantar a los clientes. Seguro que no tiene hijos. Seguro que se va a pedir unas pastas.
Sí, le sirvieron un plato de fideos con salsa. Los empieza a comer con las manos como un animal. Se le caen algunos fideos al piso y él los levanta con la mano y los come. Los aniquila en una milésima. Tenía hambre. Pobre Roberto. No creo que tenga trabajo. Ni amigos. Cómo podría alguien soportar su olor. Pobre Roberto, me digo como un lamento de mi subconsciente.
Intento probar bocado, pero un subidón de energía hace que me pare de nuevo. Esta vez corro directamente hasta donde está él y lo abrazo. Lo aprieto fuerte, fuerte. Estoy agitada pero no puedo parar, ese olor y ese espectáculo ya no puedo soportarlo, no aguanto su presencia, ni que no me dirija su mirada. Lo aprieto más. Estamos Roberto y yo, solos, nadie nos mira, ni siquiera mi padre que está en el cénit con su parrillada.
Cuando Roberto por fin me mira a los ojos siento saber quién es. Lo aprieto aún más fuerte. Los labios morados y el cuerpo helado me indican que pare. Siento placer en que sufra como me hizo sufrir a mí aquella noche. Después, el cuerpo se resbala inerte hasta el piso y yo corro por la avenida. Corro hasta llegar a esa esquina para saber si así fue. Sí realmente es. Justo en la esquina hay un hueco que brilla por su ausencia.
Por Pepy Newbery