jueves, 17 de junio de 2021

Cocina

Todos los domingos cocinaba mi papá. Era parte de un folclore irrenunciable.No por obligación, sino que se trataba de su único día libre. Yo lo recuerdo recién bañado, con ese olorcito a jabón, la brisita de la mañana y esa quietud dominguera con toda la energía limpia y recargada para su ritual culinario. Jamás pregunté qué haría de comer porque por lo general eran platos complicados, o al menos así sonaban.

Mi papá, un filipino ex marino mercante, pasó largos años de su vida en el mar, era radio operador de barcos, “la mano derecha del capitán”, me soplaron por ahí y yo inflaba el pecho orgullosa por mi working class Hero. Pero mi orgullo por mi papá me nace de otro lado, más de adentro, más de las tripas, digamos que justo en el centro, ahí mismo de donde nace el hambre.

Del mar aprendió que la soledad y la nostalgia se eliminan con el acto de cocinar: un solo plato de comida puede transportarte a lugares inimaginables, hacer revivir momentos y devolverte amores. Todas las alegrías guardadas se concentran en la boca como un condensador de flujo para viajar en el tiempo, ese paso acuoso de memoria y vida, porque comer es eso, vida.

Él siempre nos contaba que cuando no trabajaba se refugiaba en la cocina. Siempre rotaban de cocinero: un día un alemán, otro día un colombiano, otro un chino, un gringo, y así un desfile larguísimo de banderas. De ahí conoció desde un suculento ajiaco a un delicado y sabrosisimo zongzi, o una paella, o pa el y pa todos. Porque como humorista es el mejor chef.
Me gusta pensar que los años que no pudo estar con nosotros de niños, los pasó aprendiendo del arte culinario para llenarnos por dentro tanto tiempo de ausencia.

Los domingos cocinaba mi papá y los sábados por la noche ya me roncaba la panza de imaginar la mesa llena de colores, del humito danzando espirales por cada rincón de la casa en ese festín de fuego, chispas y cacerolas.

Cada ingrediente picado en un plato, hasta la pizca invisible de sal. La cocina era su laboratorio, su salón de química para la pura alquimia. De experimentos siempre exitosos que aplaudíamos en silencio con los ojos cerrados, saboreando hasta los dientes, para terminar con un gran y sincero: “mmmmh! estuvo riquísimo”, decíamos con aliento a ajo mientras apoyamos la espalda en la silla y nos frotábamos la barriga como agradeciendo al genio. Él,desde su silla en una esquina, respondía con cara de falso desánimo:

‘’ Si pero no salió como quería, es más rico todavía’’ o alguna de esas frases de abuelita

modesta.

Mi papá es mi cocinero preferido aunque ya no cocine más . Y esa mesa larga, vieja y café que ya no existe será siempre mi restaurante favorito. Hace un tiempo tuve un sueño en que uno de esos tantos domingos llegó a casa un francés, con una cajita que apenas la abrió, salió una estrellita, toda cubierta en fuego, la estrella olía a ajo y del humo se dibujaban todavía 3 estrellas más. Eran tres Michelin para papá, y yo sonreí.


Por Cata Francisco


viernes, 4 de junio de 2021

La desertora

Sentía que lo amaba pero algo me empujó a abandonarlo. Sí, eso fue un abandono. Lo abandoné como cuando abandonan perritos recién nacidos en una caja de cartón al borde de la ruta, o como cuando abandonan a los viejos en el asilo, como cuando abandono un libro unas 20 páginas antes del final por miedo a que no me guste el desenlace.

Martín se llamaba. Puedo escuchar su risa contagiosa. Él estaba solo y yo no tuve piedad. Era un perturbado. De esos a los que, con total acierto, la gente llama loco de remate. Y yo lo sabía. Me mostró su locura el primer día que lo conocí. 

Su melena llena de rulos, sus ojos color verde atigrados, y sus mejillas llenas de pecas, resaltan  en su cara esquelética por efecto de la cocaína. Era hermoso por todos lados. 

Yo era apenas una adolescente llena de inocencia. Pero conocí a Martín y me enamoré, y sigo todavía sin entender cómo él también se enamoró de mí. Sin embargo, lo abandoné.  No sé qué fue lo que le atrajo de mi vida odiosamente normal. De mi vida sosa de chica de clase media que transcurre sin ningún sobresalto. Sólo me tenía que ocupar de tener buenas notas en el colegio. Desde que nací, mi futuro estuvo resuelto. No me faltaba nada. Cuando egresara, me iba a ir a estudiar abogacía al departamento familiar de Mar del Plata para volver a Urdampilleta a trabajar en el buffet de mis padres, los únicos dos abogados del pueblo. Yo iba a ser la tercera. Me casaría, seguramente tendría dos hijos. Almorzaría los domingos en familia asado o tallarines con tuco. Trabajaría de lunes a viernes hasta las dos de la tarde. Saldría a caminar para mantenerme en forma con la botellita de agua por la circunvalación del pueblo.  Y punto.  Pero llegó Martín. Llegó en un auto último modelo color rojo fuego con sus padres jóvenes y bajó en la puerta del secundario. Eran porteños. Tenían toda la guita. Dejaron todo, compraron varias hectáreas de campo y se mudaron al pueblo para tener una vida más tranquila, o al menos eso se comentaba.  Yo me preguntaba quién en su sano juicio elegiría esta vida de mierda. Aburrida. En la que vivíamos 10 gatos locos y nunca pasaba nada. Y si pasaba, no querrías ser el protagonista para no estar en la boca de todo el mundo, del pequeño mundo que es mi pueblo. 

Martín tenía onda de rockstar y de falopero. Y una onda que demostraba que todo le chupaba un huevo. Tenía tatuajes por todas partes. Hasta en el cuello. Después descubrí que hasta en el culo. Se convirtió en el más odiado por las maestras de la escuela, y por los padres de todos los adolescentes del pueblo. No había quien no te dijera: “Que bicho raro ese muchachito que vino de la capital, tené cuidado”. Incluso un día me lo dijo Elena, la almacenera, mientras barría la vereda. 

Parecía tener todo el tiempo ganas de morirse. Sobredosis, accidentes de auto, de moto, caídas letales. Pero él se mataba de risa. No hacía otra cosa que no fuera quilombo. Yo le tenía miedo. Nunca me acerqué a él hasta que la de naturales nos puso a hacer un trabajo en grupo. Que obviamente, lo hice yo sola. Lo odié, odié su ego de porteño que cree que se las sabe todas, que por tener plata y fumarse un porro se cree el más piola de todos. No me quedaba callada ante sus insultos. Llegué un día a pegarle una cachetada cuando se hizo el gracioso mientras yo hacía el trabajo. Lo desconcerté, y tuve miedo de que me la devolviera. Pensé que se iba a enojar. Pero el muy infradotado se rió. Me sacaba de quicio. Se vivía matando de risa con carcajadas que sonaban irónicas. 

Esa noche, me invitó a salir.


- Pero es lunes- le dije.

- ¿Y qué tiene? 

-¿Cómo querés que salga de mi casa?

Me desafió. Yo no tenía ganas de salir con ese idiota pero le quería cerrar la boca. Me escapé de mi casa por la ventana rogando a dios, a la virgen maría, y a todos los santos que mis padres no me descubran. Yo era la hija perfecta. No me podían encontrar escapándome un lunes por la noche con Martín, el más peligroso del pueblo. 

Cuando lo vi esperándome en la esquina con su moto me mojé toda. Esa noche se me abrió un mundo. Conocí a Martín enserio. Ese pibe desfachatado estaba lleno de monstruos. Con él conocí los excesos. Y conocí el dolor en primera persona. Era un alma muerta que solo vivía por la noche para estar conmigo. También conocí el placer. Exploró todo mi cuerpo y yo el suyo. Me desabrochó los breteles de toda mi inocencia. Recorrí con mi lengua las cicatrices de su espalda y las quemaduras de sus piernas. Conocimos el sumun del deseo. Pero lo abandoné. Lo abracé tantas veces con tanta fuerza que sentí que algún día podría quebrarlo. No me es posible hacer un recuento de todas las veces que tuve que limpiar sus lágrimas, ni que tuve que lavarle sus puños ensangrentados. Pero lo abandoné. Sabía por qué se habían mudado a Urdampilleta. Sabía que esos dos jóvenes no eran sus padres. Me lo contó todo. Pero lo abandoné. Lo amaba. No se si era amor sano o amor tóxico, solo sé que lo amaba. Sin embargo ya saben. Me contó el origen de cada una de sus heridas. Me mostró el infierno. Pero lo abandoné. Un día decidí no salir más por la ventana y escuchar el motor de la moto desde mi cama. Me toco mientras pienso en él. Pero lo abandoné. Me fui. Mi lengua nunca más volvió a sentir ese sabor a hierro que sentía al recorrer la sangre de su espalda. Nunca más sentí calor. Vi en él una obra de arte acabada, donde se fundían el cielo y el infierno con una delicadeza total. Pero, como les digo, lo abandoné.

Nunca más me puse a mirar atrás, seguí mi vida con la sumisa frialdad de los hábitos, hasta que esta mañana me llegó un mensaje suyo donde me juzga por lo que soy: la desertora. Por Penélope Newbery

jueves, 3 de junio de 2021

Cementerio virtual

Me asomo entre las plantas de un verde luminoso y de pronto se abre un precipicio con un lago artificial que parece una pantalla led inmensa.  Siento un vértigo que me estremece y enseguida me alejo. 

Me aterra que no haya regreso, pero más me aterra que no haya nadie. Palpar el vacío. Sin embargo siempre hago una prueba que se repite en todos mis sueños que es intentar volar. El recurso es sencillo: levanto los brazos, hago fuerza y descubro que sí, que floto en el aire, que mis brazos ejercen una repetición liviana y me elevo como un globo aerostático. Y en ese trance estoy cuando me doy cuenta que es un sueño y me entrego para disfrutarlo completamente.

Me libero de toda la tensión, juego con lo inexistente. Recreo escenarios deseados, abrazo personas que quiero abrazar y digo un montón de cosas ridículas: sé todo el tiempo que estoy soñando.

Aparecen entre acantilados de ese paisaje mesitas de bar, personas sentadas, música, puestos de comida. Están todas las personas con barbijo.

Recuerdo que yo siempre te contaba de eso, que cuando me aterro hago el movimiento leve de los brazos y si la ley de gravedad no me retiene, me libero onírica para volver de este lado, desde donde te estoy escribiendo y ya sabes del modo en que le temo a la muerte. Así que me asomo tras las luces verdes de las plantas, miro al abismo y me arrojo.

Ya desperté, quedate tranquila.

Me encantaría tener esta conversación con vos en ese piso trece tras las espaldas de la Catedral, con esas torres aún no construidas  y los murciélagos que entran justo antes de que el sol ilumine el convento de las monjas del Renault 12, ¿te acordas? Cómo bailaban con los perros, y lo que siempre nos preguntamos ¿Cómo no se quitan los atuendos? ¿Cómo hacen y qué habrá debajo con treinta y tres grados de calor? Nunca logramos verles el pelo, pero si los pies. Se quitaban los zapatos apenas el portón las aislaba del mundo.

Hace tiempo quiero hablarte de esto ¿Te acordas cuando te tiré la idea de armar un cementerio virtual?  Fue hace más de veinte años. Estábamos en ese piso trece que era mi guarida, mi departamento primero al que llegué eyectada por un núcleo familiar que estallaba de delirio. Y mientras preparábamos algún trabajo práctico para presentar, te miré con ojos de gran idea y empecé a delinear todo un plan macabro. Aun no existía Facebook, ni Twitter, ni Instagram. Qué decir, aún no existía el msn ni Hotmail.  Todavía no había llegado el primer celular con forma de zapato del agente 86. Yo regresaba de viajar por primera vez de Ecuador y quería irme para siempre, pero no lo hice y se me ocurrió eso. Te lo propuse seriamente, como cuando se habla con frente para arriba y se aseveran las líneas que marcará luego el tiempo.

Un cementerio virtual. Aún ni los blogs existían. Teníamos alguna empresa que nos proporcionaba internet y era todo muy nuevo. Vos, que siempre me seguías en todas, no dudaste un segundo en subirte a mi cabalgata desopilante y me contaste que tenías familiares dueños de una empresa mortuoria. Entonces, esa noche, vos y yo comenzamos el plan marketinero ¿Cómo sería un cementerio virtual? Rodeamos la mesa, pusimos  los papeles en el centro y comenzamos a anotar ocurrencias. -  Un lugar donde todas las personas puedan dejar sus mensajes, palabras, recuerdos - un terreno virtual pago- dijiste.
Si hay algo que nunca supe hacer es cobrar algo -ya lo sabemos- pero jugaba a hacerme la empresaria con vos y no sé por qué con un tema tan hostil como la muerte.  Vos tenías más temple de clin caja, y yo era una nostálgica a cuerda. Teníamos veinte años y éramos dos mujeres niñas jugando en la madrugada.  Pensamos en el diseño del sitio, el nombre, el logotipo.  Queríamos trasladar la escena de un pasto seco o esas cenizas que cayeran deseadas a un espacio físico, concreto, cargado de presente. Esa noche nos sentimos como Einstein develando el primer chispazo del choque de cobre a cobre. Lo más lindo de nuestra amistad es que no importaba quien deliraba primero porque  la otra la seguía a ojos cerrados. A veces la amistad es así de entera.

Ahora estoy en una calle de Villa Elisa e intento regresar a mi casa. Hago unos pasos y de repente todo se vuelve un bosque púrpura y oscuro pero con luces estridentes. Un espacio selvático absolutamente ajeno pero bello. La angustia no tarda en explotar por dentro. Miro hacia atrás y no hay nada ¿Cómo llegué acá? ¿En qué momento estoy acá? ¿Qué es este lugar?  Apenas es un encierro maravilloso.   Por Sofía Schnack

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