Todos los domingos cocinaba mi papá. Era parte de un folclore irrenunciable.No por obligación, sino que se trataba de su único día libre. Yo lo recuerdo recién bañado, con ese olorcito a jabón, la brisita de la mañana y esa quietud dominguera con toda la energía limpia y recargada para su ritual culinario. Jamás pregunté qué haría de comer porque por lo general eran platos complicados, o al menos así sonaban.
Mi papá, un filipino ex marino mercante, pasó largos años de su vida en el mar, era radio operador de barcos, “la mano derecha del capitán”, me soplaron por ahí y yo inflaba el pecho orgullosa por mi working class Hero. Pero mi orgullo por mi papá me nace de otro lado, más de adentro, más de las tripas, digamos que justo en el centro, ahí mismo de donde nace el hambre.
Del mar aprendió que la soledad y la nostalgia se eliminan con el acto de cocinar: un solo plato de comida puede transportarte a lugares inimaginables, hacer revivir momentos y devolverte amores. Todas las alegrías guardadas se concentran en la boca como un condensador de flujo para viajar en el tiempo, ese paso acuoso de memoria y vida, porque comer es eso, vida.
Él siempre nos contaba que cuando no trabajaba se refugiaba en la cocina. Siempre rotaban de cocinero: un día un alemán, otro día un colombiano, otro un chino, un gringo, y así un desfile larguísimo de banderas. De ahí conoció desde un suculento ajiaco a un delicado y sabrosisimo zongzi, o una paella, o pa el y pa todos. Porque como humorista es el mejor chef.
Me gusta pensar que los años que no pudo estar con nosotros de niños, los pasó aprendiendo del arte culinario para llenarnos por dentro tanto tiempo de ausencia.
Los domingos cocinaba mi papá y los sábados por la noche ya me roncaba la panza de imaginar la mesa llena de colores, del humito danzando espirales por cada rincón de la casa en ese festín de fuego, chispas y cacerolas.
Cada ingrediente picado en un plato, hasta la pizca invisible de sal. La cocina era su laboratorio, su salón de química para la pura alquimia. De experimentos siempre exitosos que aplaudíamos en silencio con los ojos cerrados, saboreando hasta los dientes, para terminar con un gran y sincero: “mmmmh! estuvo riquísimo”, decíamos con aliento a ajo mientras apoyamos la espalda en la silla y nos frotábamos la barriga como agradeciendo al genio. Él,desde su silla en una esquina, respondía con cara de falso desánimo:
‘’ Si pero no salió como quería, es más rico todavía’’ o alguna de esas frases de abuelita
modesta.
Mi papá es mi cocinero preferido aunque ya no cocine más . Y esa mesa larga, vieja y café que ya no existe será siempre mi restaurante favorito. Hace un tiempo tuve un sueño en que uno de esos tantos domingos llegó a casa un francés, con una cajita que apenas la abrió, salió una estrellita, toda cubierta en fuego, la estrella olía a ajo y del humo se dibujaban todavía 3 estrellas más. Eran tres Michelin para papá, y yo sonreí.
Por Cata Francisco