martes, 25 de septiembre de 2018

Rafael

Rafael se llamaba un brasileño de no más de 25 años que  llegó de San Pablo al pueblo en pleno enero. El joven es ingeniero nuclear y atravesó kilómetros de ruta montado en una rara bicicleta.
Iba camino al sur, con escala en Bariloche para visitar el Instituto Balseiro y el Invap.

Rafael recorrió el país buscando información sobre energías renovables y tuvo como meta terminar su investigación en Viedma, Río Negro. Tal vez alquilando solo un departamento frente al río o viviendo en la pieza de una casa de familia. Digamos que sin mayores pretensiones, con el pulso del aventurero.

La cosa es que Rafael buscaba un lugar en donde pasar la noche y terminó quedándose dos días en casa. Mi hijo Chucho se lo encontró en la Pileta Municipal y lo invitó. Fue de esas visitas que con fortuna alteran el orden del tiempo: un fortuito cruce de culturas y vivencias.

En sus charlas descubrimos que nunca había comido un asado bien criollo y que desconocía la palabra "achuras". Si bien su intención era marcharse al amanecer en su bicicleta rumbo al sur, lo convencimos para que se quedara.

Con un par de llamados organizamos una reunión familiar con algunos pocos amigos. En apenas unas horas el fuego estaba encendido e hicimos un asado con chorizos, morcillas y -por supuesto- achuras incluidas. Para no quedarnos cortos, el pan fue casero, hecho en el horno de barro.

Sin más, fue una fiesta. Rafael en agradecimiento a nuestro agasajo criollo, nos deleitó con algunas melodías en su flauta dulce y después alguien dijo: "falta una guitarra" y también a los pocos minutos se armó la guitarreada. Le regalamos un equipo de mate muy básico -pocillo, bombilla y termo pequeño- porque su equipaje era muy acotado debido al medio de transporte en el que se mueve. Su caballito de cromo, dicen los míos.

Su estadía pasó rapidísimo. Un tiempo circular de vivencias compartidas. Sin embargo, el tercer día a la mañana partió luego de un desayuno con tortas fritas incluidas.
Lo despedimos en medio de una nota para los medios locales que le sacaron fotos mientras los vecinos curiosos estaban encantados de conocer a un visitante extranjero.

Después, le seguimos su itinerario vía chats hasta que finalmente regresó a Brasil. Recuerdo que para el mundial 2014 en su país, nos invitó a su casa pero no pudimos concretar el viaje por motivos laborales y económicos.

Casi que ya no nos comunicamos, pero lo recordamos siempre: Rafael, un perfecto desconocido que por dos días fue uno más de la familia.


Por Blanca Ávila

jueves, 13 de septiembre de 2018

Monoblock

Relato radiofónico en primera persona de mi primer Monoblock: ese conjunto de edificios apiñados que marcó mi frontera entre pueblo y ciudad, a la vez que la dimensión histórica de las viviendas que construyeron los milicos en la última dictadura militar.

Por Matías Kraber




Un aeropuerto cualquiera

Es un aeropuerto cualquiera y hace mucho frío. El vuelo está demorado, y yo aproveché a sentarme en la cafetería: primero me saqué el sacón, me acomodé en la mullida silla y pedí un café fuerte como a mí me gusta. En la espera, leí un poco de todo. Luego escribí, no mucho. Cuando acabé con la prosa espontánea, me puse a observar el movimiento habitual del sitio: valijas, niños corriendo, gente cansada, otra animada. Cuando casi sin querer, miré la puerta, te vi. No sabía quién eras, pero me impactó tu presencia. Ibas vestido de calle, pero con un toque especial. No sé, me pareció: usabas lentes oscuros, el pelo entrecano y una seguridad singular: entraste apurado, te quitaste los lentes, miraste alrededor, después me miraste y yo te devolví el gesto. Nos sonreímos y vos fuiste quién rompió el hielo:
- Se demoró mi vuelo- dice con una voz ronca y fuerte de cigarrillos negros.
-El mío también- respondo
- ¿Puedo sentarme?- pregunta mientras se apoyaba en el respaldo de una silla vacía y yo asiento con la cabeza. Se sienta, llama al mozo y me mira:
- ¿ Un Café?
- Bueno- digo
- El mío fuerte también- dice él
Llega el café y entre el vaivén de las tazas me cuenta de las cosas que ama: la poesía, los libros y el arte. De pronto se oyó la voz por los altoparlantes: “tripulantes con destino a…”, mi avión se anuncia y yo lo despido apurada:
- Bueno, suerte con tu vuelo. Un gusto.
- Es el mismo que el tuyo- responde y se ríe de mi gesto de asombro. “Bueno, el destino dirá”, pensé en voz bajísima mientras los dos nos fuimos corriendo hacia la puerta.

Por María Luz Pappalardo

Un 2 de agosto

(Diario de un día)

Desperté sobresaltada. Miré el reloj y comprobé que todavía faltaban cinco minutos para que sonara la alarma. Siempre me despierto antes, es como si algo hubiera activado en mí una alarma interior. Me incorporé de la cama con la sensación recurrente de ser una marioneta manejada por un sarcástico titiritero que me empuja a hacer siempre lo mismo: levantarse a cierta hora, vestirse, lavarse los dientes, peinarse, hacer el desayuno, que la escuela, que el trabajo, la comida, la ropa. Es como si la vida humana fuera un círculo infinito de noches que se convierten en días, que se suceden en noches, con el único fin de trabajar para ganarse la vida, para perderse la vida, justamente, trabajando. Y yo aquí, intentando soltar las ataduras y aferrarme a la magia de una canción, la belleza de un poema y la redención de la escritura. Por eso, como a las ocho, me senté frente a la computadora, mate en mano, y escribí: “día jueves 2 de agosto:..”

Entretanto, algunos kilómetros más al norte, alguien llegaba también a su lugar de trabajo, se quitaba el abrigo y se apresuraba a poner manos a la obra. Alguien con familia como yo, con planes y sueños quizás como los míos, que de seguro también creía en la magia y la esparcía allí, entre cientos de niños. Yo no la conocía aún, sin embargo ahora, ya no me la puedo olvidar.


La mañana transcurrió como siempre, con más o menos trabajo, atendiendo a más o menos clientes, cobrando, vendiendo y renegando cuando las cosas no adelantan como uno quiere. Este parecía ser uno de esos días en que todo salía mal. Llegó la hora de ir a buscar la nena al colegio. Saqué la bicicleta y me di cuenta de que estaba desinflada. No podía hallar el inflador y cuando por fin lo encontré, estaba roto, asique no tuve más remedio que ir a pie. Llegué tarde a buscar a mi nena, tarde para hacer la comida, tarde para terminar el trabajo pendiente, en fin, muy tarde para todo. Cociné volando, nos sentamos a la mesa y encendimos el televisor. 


En ese momento fue cuando la conocí. Se llamaba Sandra, tenía 48 años y había ido esa mañana a trabajar como todos los días, solo que esta vez no regresó. Su última preocupación fue el desayuno de un montón de pibes que llegarían en pocos minutos y que ella intentaba darles cada día con lo que tenía y como podía. Una fuga de gas la sorprendió entrando al aula. La explosión empujó su cuerpo casi cincuenta metros hacia afuera. Murió en el acto, al igual que el portero que venía detrás. Las imágenes eran impactantes: los muros destrozados, pedazos de ladrillos repartidos por todos lados, su cuerpo inerte tapado con una sábana, como abanderada de un reclamo sin palabras. Solté el tenedor y me quedé escuchando los comentarios de la gente.


—Podría haber sido yo —dice la directora acongojada.
—Cinco o diez minutos más tarde y agarraba a los chicos entrando al colegio —agrega una compañera.


Escuché muchos otros comentarios, se habló del destino, la mala suerte, el abandono del estado, la pobreza del barrio, el desempleo y tantas cosas. De pronto mis problemas ya no me parecieron tan graves. Comprendí que lo que no hice aún estaba a tiempo de hacerlo, que la goma desinflada se podía volver a inflar, la comida se podía preparar en un momento, la casa se podía limpiar cualquier día y la ropa sucia será ropa limpia otra vez. Entendí que todavía tenía un regalo sin abrir, y esto era más tiempo, para cumplir mis sueños, realizar los viajes que soñé, disfrutar de una tarde de sol tomando mate, o de una canción. Y sobre todo me di cuenta de lo afortunada que soy porque, a diferencia de otros que ya no podrán, yo hoy puedo llegar a mi casa y abrazar a mi hija. ¿Qué puede ser más importante que eso? Y es que la vida es un juego de escondidas con la muerte, hasta que un día, cuanto menos lo esperas, te encuentra a la vuelta de la esquina, te dice “piedra libre” y entonces el juego se termina. 


Terminé mi diario del día jueves 2 de agosto, solté el cuaderno, el lápiz y me quedé en silencio. Mientras a lo lejos, en alguna radio, cantaba Jorge Drexler su canción diciendo: “la vida cabe en un clic, en un abrir y cerrar, en cualquier copo de avena. Se trata de distinguir lo que vale, de lo que no vale la pena.”

Por Valeria Gorlero

Gonzalo


Son las 11 de la mañana y acompaño a mi señora que tiene turno con el médico.
La mañana amaneció lluviosa, y por eso salimos de casa en un remis. En el corto viaje escucho que el locutor de radio, dice:
- La tormenta se prolongará por todo el fin de semana, se esperan fuertes vientos de sudoeste y probabilidades de granizo en el sur de la provincia.

El monocorde tono de un locutor de noticias. Serio, sobrio, soso.
 De fondo escucho las gotas de lluvia golpear el techo del auto y el ruido del limpia parabrisas averiado del viejo Sedan. Al llegar al sanatorio abro la puerta y bajo del auto esquivando otro que estacionó detrás del nuestro. Después, salto un charco que se formó entre la calle adoquinada y la vereda y corro rápidamente hasta la puerta de entrada: el chaparrón que cayó me empapó de los pies a la cabeza.  Mi señora fue más viva: bajó del auto y se resguardó en el kiosco de al lado hasta que el aguacero amainó.

Vino como una bailarina que esquiva los charcos.
En la sala de espera nos sentamos frente al escritorio de la secretaria: a mi derecha una señora con un bebé en brazos mientras juega desde el suelo con un autito su segundo hijo; una pareja de viejitos más allá y en la silla del rincón, una señora leyendo una revista de moda. Me sequé la cara con unos pañuelitos de papel mientras le sonreí al niño que tirado en el suelo me miró y me mostró su lengua de color violeta. Me reí.
Chequeo mi celular y un mensaje de mi compañero preguntó:
- ¿Regresas a la oficina?
-No-respondí y guardé mi teléfono en el bolsillo de mi campera.
Pasó media hora que salí del trabajo y éste ya me está rompiendo las pelotas-pensé- las cosas se hacen esté quien esté, eso siempre dijo mi jefe- dije de un saque y mi señora me miró y preguntó:
- ¿Pasó algo?
-No-respondí- ¿por?
-Te escuché suspirar.
Cuando empecé a contarle, la secretaria la llamó. Ella se levantó y caminó unos diez pasos e ingresó al consultorio del doctor; yo me quedé pensando en el informé que tiene que presentarle al gerente, en los eventos acontecidos del mes que están corregidos, las observaciones y las sugerencias también. No hay que preocuparse-me dije- siete años haciendo lo mismo, un día que lo presente u otro, no pasa nada.
Veo a un tipo parado junto a la entrada de la clínica, pero del lado de afuera: con un piloto negro y un paraguas muy llamativo de color rosa con adornos verdes y naranjas, me acerqué porque me pareció conocerlo. Efectivamente, es Gonzalo un ex compañero de trabajo.
-Gonzalo- grité
- ¡Que haces cabeza querido! -respondió.
Nos abrazamos y recordó que hace más de siete años que no nos vemos, “como pasa el tiempo”, acotó. Él fue mi compañero de oficina y se encargaba de hacer los informes todos los días, después que decidió cambiar de función, ese trabajo lo empecé a hacer yo hasta el día de hoy. Estaba más gordo y más pelado: su cara redonda y sus cachetes inflados y colorados se acomodaban alrededor de su gran sonrisa, detrás de sus anteojos se escondían sus ojos negros pícaros y achinados. Cerró y apoyó su paraguas junto a la puerta, metió su mano derecha al bolsillo: sacó su celular y me pidió mi número. Mientras lo agendaba, me contó que llegó tarde y perdió el turno con el cardiólogo y estaba esperando a su mujer que había ido a buscar el auto que estaba estacionado en la cochera de la vuelta.
- ¿Todo bien? - pregunté
-Sí, tengo que cuidarme en las comidas, nada de sal ni grasas, salir a caminar y tratar de no estresarme-finalizó
Me comentó que estaba contento porque lo habían ascendido a jefe y lo que más le gustaba era que trabajaba con sus hermanos. Recordó cuando Salvador, nuestro jefe de ese entonces, me pidió que le busque información sobre una persona: como mi trabajo no fue el adecuado me cagó a pedo literalmente, se río mucho de esa situación porque se acordó de mi cara. No sé cuál fue, pero sé que salí empapado en transpiración por los nervios. Me preguntó por mis hijos y me contó que con su mujer no pueden ser padres, esas palabras le desdibujaron su sonrisa. Recordé el día de su casamiento y cuando la novia de Segovia agarró el ramo y se torció el tobillo en el salto. Un auto se estacionó a metros nuestro y se despidió con un beso y subió.  Vi como la lluvia golpeaba sobre el techo del corsa blanco mientras se alejaba y me saludaba sentado en el asiento del acompañante.
- ¿Quién era? -preguntó mi señora saliendo del sanatorio
-Gonzalo mi compañero de oficina-respondí-
- Si me acuerdo, ¿cómo anda?
-Me dijo que bien-y no dije mas
-Como llueve, ¡mira! alguien se olvidó un paraguas
-Es de Gonzalo, se fue apurado y se lo olvidó.
Lo tomé y lo abrí, abracé a mi compañera y cruzamos la calle esquivando y saltando charcos de agua, caminamos unas tres cuadras y tomamos un taxi.
Como a las cinco de la tarde en casa entre mates y redes sociales un mensaje en el celular me heló la sangre:
-Gonzalo Freire falleció en el trabajo producto de un paro cardiorrespiratorio. QEPD-.
La noticia golpeó mi cabeza fuerte como un palazo, aturdido y desorientado llamo a mi compañero quien me confirma el triste y desgarrador suceso:
-Fue atendido en enfermería por un fuerte dolor en el pecho, el servicio médico le dio la salida y cuando se fue a cambiar se desplomó en el pasillo del baño-dijo y se le entrecortó la voz- cuarenta y cinco años, esto es una locura
-Lo vi hoy al mediodía en el medico y estuvimos charlando-dije mientras me tomaba la cabeza - no lo puedo creer.
La tristeza se apoderó de mí, quedé inmóvil pensativo y con un gran pesar en mi pecho, mis ojos se humedecieron, me senté en el sillón del living junto a mi perro que ladró cuando entró mi mujer toda mojada, con el paraguas rosa con adornos verdes y naranjas roto en su mano.

Por Facundo Quiroga

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