jueves, 10 de octubre de 2019

La foto

Carmen llega a las ocho, pone el agua para el mate y enseguida se va al dormitorio porque la ayuda a levantarse y a vestirse. 
Después, se sientan en la galería. Ella en el sillón de hamaca y Carmen en una silla cercana a la punta de la mesa, donde despliega las tostadas, la miel, la yerbera y la pava. Desayunan y conversan. Ella se pierde en anécdotas incompletas o mezcladas en el tiempo o en confusos personajes. Carmen le trae las novedades de la calle, de los vecinos, de lo que harán ese día. 
     Cuando se enfría el agua se termina la charla. Y como si fuera un rito, mientras Carmen ordena la cocina, ella saca del primer cajón del aparador unos trapitos suaves e impecables, que habrán sido camisas o vestidos de verano y se demora repasando la veintena de portarretratos que se acumulan sobre el mueble americano del comedor.
     A veces se queda con alguno en las manos, como si dudara de la realidad que refleja la imagen. Pero hay uno que es su preferido. Y cuando llega a él, lo toma como a un bebé recién nacido. Lo limpia con suavidad. Se le llenan los ojos de lágrimas y busca a Carmen para contarle una vez más la historia. Carmen ya la escucha como quien oye llover. Cuando termina la abraza, la consuela y la acompaña a colocar la foto en su lugar. Pero las primeras veces se conmovía tanto que le costaba retomar la actividad cotidiana. 


El monólogo de la anciana se repite como si fuera el texto de una obra de teatro. Casi sin variaciones:
“Es un día de enero, estoy segura, porque ellos venían siempre a pasar fin de año y se quedaban hasta reyes. Fue Toto el que me llamó:
-Alina, vamos a la Tortuga Alegre. Te pasamos a buscar a las tres.
-Llevá hielo para el tereré –grita Leti sobre la voz de él.
El viaje por el camino de las canteras nos llena de polvo y a esa hora se nos pega en la piel húmeda de transpiración. Pero tenemos que ir temprano para encontrar un sauce libre que nos proteja del solazo o al menos un sarandí de esos que cuelgan de las barrancas. 
Elegimos uno, bastante coposo, dejamos allí las reposeras, las canastas, la conservadora de hielo y  las ropas que cuelgan de las ramas como en un tendal desprolijo. Vamos los tres hasta la orilla, corremos en puntas de pie sobre la arena caliente.   Leti lleva una sillita baja para tomar sol al borde del agua. Con Toto entramos corriendo al río, como si fuera a un mar sin olas. Nadamos y nos quedamos cerca de las boyas un rato. Luego volvemos con Leti. Toto se acuesta en el agua playa y  la salpica. 
-¡Ay! ¡Totito! –protesta ella.
-Vení conmigo a darte un chapuzón –reclama él.     
-No me gusta el agua del río –dice ella- es muy pesada. Me tira para abajo. Me da miedo.
-¡Ah! Claro. Es que esta señora es una mujer de mar –dice Toto y se ríe.
     Nos quedamos de charla un momento al sol, después buscamos la sombra y el tereré. Recordamos los veranos de nuestra niñez. Leti insiste en el miedo al río que no sabe de dónde le viene pero la perturba. También hablamos de los parientes y de política. 
-El entorno es terrible- dice Toto- el Brujo lo tiene totalmente dominado al Viejo.  Yo le Comento que ya no voy al partido porque “está copado por unos mafiosos tremendos”. 
Leti dice que tiene ganas de “encargar”:
-Cada vez que hago upa a uno de los chiquitos de la villa, me da un ataque de amor. Ya dijimos, ¿no Totito?, que de este año no pasa.
Él la abraza, la besa y los tres nos reímos. El futuro, aunque complejo, se presenta esperanzador.”


Alina hace un silencio largo, como para pescar un dato. Es que no se acuerda en qué momento exacto sacó la foto. Supone que lo hizo mientras esperaban la caída del sol cerca del agua.
Fue uno de los últimos encuentros tranquilos con los primos. En unos meses ellos pasaron a la clandestinidad. Alina se perdió de acompañarlos en la espera de la chiquita que nació en noviembre. Luego todo fue un torbellino de calamidades. Primero lo secuestraron a él a mediados del 76. Y a los dos años a Leticia. La bebé se crió con los abuelos paternos.


-Es igualita al papá pero tiene la sonrisa de la mamá- dice Alina- y como a ella, no le gusta el río. 


Después se queda mirando el retrato ya en su lugar
-Le regalé una copia de esta foto, porque ellos están tan lindos ahí y ya soñaban con ella. 
-Mirá Carmen, todavía no estaba hecha la represa. ¡Pila de años pasaron!


Alina vivió sus últimos tiempos en un mundo lleno de extrañezas, casi sin reconocer su propia identidad. Aunque su memoria destrozada de vez en cuando traía algún retazo de vida real. Después de su muerte, Carmen continuó en el cuidado de otras ancianas, esa tarea increíble de remar en medio de los remolinos para acercarlas a un pedacito de mundo que las contenga. 


Ni Carmen, ni Alina sospecharon que esa foto recorrería el mundo, porque el artista fotográfico Gustavo Germano la eligió para mostrar la ausencia de los desaparecidos de Entre Ríos, entre ellos la de Toto y Leti. 
Germano solicitó fotos a los familiares de desaparecidos de su provincia natal y reprodujo cada escena en una foto actual, con la notable falta de los protagonistas. La muestra fotográfica se llama Ausencias y  presenta los pares de fotos: la original y la nueva. La de Orlando “Toto” Méndez y Leticia Oliva en las playas de la Tortuga Alegre sobre el río Uruguay y la de una playa solitaria dan inicio a la muestra y al libro que recoge la experiencia. 


Tampoco se enteraron, que en el nuevo siglo, el Equipo de Antropólogos Forenses descubrió que uno de los cuerpos que llegaron a las playas de Punta Indio en el verano del 77, era el de Leti. Que ese río al que ella tanto le temía la devoró pero también la devolvió, para que su hija adorada pudiera reconstruir su destino.  


Por Graciela Vanzan

jueves, 5 de septiembre de 2019

De pesca

Agosto fue llovedor río arriba, por eso escasean tanto los bichos. No hay nada que hacer.  Las correntadas los ahuyentan- dice Ceferino Esquivel mientras arma un cigarrillo con parsimonia.
Ceferino nació pescador, no tiene ningún recuerdo que no sea de ese paisaje que lo vio nacer. Las grandes islas y los riachos que separan su pueblo de la gran ciudad, ahí donde nace el delta, entre Victoria y Rosario.


El vive en el Quinto, el barrio fundacional de las primeras caleras en la época de la colonia. Ahora quedan dos calles con edificaciones antiguas, con rejas coloniales y ochavas filosas donde se sacan fotos los turistas. Y atrás de la capilla están sus casas, pobres como ellos, de una o dos piecitas sin revocar. En casi todos los patios se ven chalanas o sus esqueletos, mallas con anzuelos al sol y cartelitos de cartón que ofrecen pescado fresco a buen precio.

Pero la mayor parte de sus días los pasa en “la isla” como le llaman a ese territorio enorme y quebrado por infinitos brazos de agua, un verdadero laberinto donde hay que ser baqueano para no perderse.


Gracias a unos amigos logro la entrevista. Nos encontramos después del mediodía a la vera de la ruta nacional 174. Un viaducto que en 60 km contiene doce puentes sobre los riachos, más el gran puente colgante  sobre el curso del Paraná. La gente del lugar dice cruzamos “el puente”, como si se tratara de uno solo. El hombre deja la moto en una banquina cerca del arroyo San Lorenzo. Me invita a seguirlo. Camina unos 300 metros entre los pajonales que bordean el bajo y alcanza su ranchada. Tiene un toldo de plástico negro sostenido con ramas de sauce, ajustado abajo con toscas, para que no se le vuele. Ahí guarda las pocas cosas que necesita para pasar unos días, depende lo que le lleve conseguir los pescados que busca.

      
-Todavía no me dieron el carné –dice- así que tengo que andarme con cuidado. Los otros días los milicos le sacaron todo a mi suegro. Dicen que para darlo al Hospital. ¡Qué va a ser! Se lo habrán quedado ellos nomás.
-¿Necesitan un permiso para pescar? –le pregunto.
-Y sí.  Antes, cuando yo venía con el finado mi padre, jamás nos hicieron problema –dice mientras pone agua de un bidón en una pava de lata, y la cuelga de un gancho sobre unas llamitas que perfuman el aire con olor a eucalipto.- Esto era de todos. Pero parece que ahora tiene patrones. 
-Ahora hay controles para que no se abuse, porque varias especies están en peligro de extinción- digo y me interrumpe:
-¡Pero m’ijo! Que revisen a los que entran de Rosario con unas lanchas enormes, con motor. Esos pasan las redes. Nosotros pescamos con espineles, sabemos como cuidarlos a los bichos. ¡Si son los que nos dan de comer!

 No dice la edad y es difícil calcularla, tiene la piel curtida, el pelo negro y algunas patas de gallo alrededor de los ojos chiquitos. Cuenta cinco hijos, el mayor empezó la escuela este año. “Ya lo voy a traer, la madre no me deja todavía” me dice. 


Saca el paquete de yerba de una caja donde hay fideos, aceite, una botella de tomate, una bolsa de galleta de piso. Junto a los bidones de agua hay una damajuana de vino. –Por si cae algún paisano – comenta.


Nos sentamos sobre unos cajones vacíos bajo la sombra de un aguaribay. De las ramas cuelgan un farol que se mece como un mono colgado de la cola y una radio portátil atada con alambre a un codo que hace de repisa. Contra el tronco se apoyan cañas,  riles, madejas de espineles. Una caja de metal con doble apertura tiene los compartimentos llenos de anzuelos, boyas, cucharitas, plumas, cuchillitos. Ahí también guarda los cigarrillos y un encendedor de repuesto.


-¿Los pescadores artesanales como ustedes, respetan el tiempo de veda?- le pregunto mientra agarro el mate.

-¡Pero claro, m’ijo! Yo ya tengo arregladas las changas para setiembre y ahí todo el verano ando haciendo limpieza de terrenos y esas cosas. Hasta febrero no vuelvo a la isla. Que sino te sacan en el diario. Como a mi compadre que le pusieron una foto donde decía “pescador furtivo” y parecía un ladrón. Muy feo, muy feo eso. Yo respeto la ley.
Pasa un biguá y después otros. Ceferino los mira y mueve la cabeza con desazón:
-Va a llover otra vez, nomás.
 Veo unas botas de goma al lado de unos terrones de barro reseco. Supongo que  quedaron allí donde las limpió y las abandonó al sol para que se sequen.

Un benteveo salta de rama en rama y observa curioso nuestra reunión. Cada tanto nos saluda con su “bichofeo”. A los lejos se oye ladrar a unos perros. Deben estar en otra isla. 

Ceferino sacude el mate, guarda la caja con comestibles adentro de la carpa, donde hay un colchón arrollado y atado con hilos, una bolsa de plástico con ropa y zapatillas y una garrafita con mechero. Cubre todo y ajusta lo que sería la puerta del toldo con dos troncos.

-Acá nadie te saca nada, porque nos conocemos y nos cuidamos entre todos. Pero por ahí llega algún forastero o un perro cimarrón y te hace un desastre -dice mientras deja todo al cuidado del viento.

-Vamos –me invita a subir a la canoa que se hamaca en la orilla. Voy con mi máquina lista para captar algo de su mundo. 

Por Graciela Vanzan





lunes, 26 de agosto de 2019

El rezo

Fue domingo. De eso estoy seguro porque cada domingo desde hacía dos años, parecían calcados. La comida temprano en casa de mi abuela y luego los preparativos. La franela, la crema limpia metales , la tijera para cortar las flores y enseguida mi papá que enciende  el motor diesel  del Siam Di Tella, color celeste  y salíamos rumbo al cementerio.
Yo jugaba a cerrar los ojos por un momento y  antes de abrirlos, debía adivinar por dónde estábamos. Aprendí a distinguir olores . “En lo de cacho”, pensaba cuando creía que estábamos cerca del  hombre que criaba ponys y los llevaba al bosque para que los chicos que no iban al cementerio el domingo dieran una vuelta y se sacaran fotos.
Cuando estábamos por las vías algo me lo indicaba de antemano. Podía distinguir cuáles eran las de la calle 66 más cortas y silenciosas que las cercanas al cementerio, profundas e interminables, como el dolor de mi abuelo Pedro que todo el viaje iba en silencio.
Si nos parábamos era por dos razones: Mi papá que bajaba a comprar sus 43/70 en el kiosko de  Oscar, que vendía desde el manual del alumno bonaerense de segundo grado hasta un foquito para el el auto . Sino, seguro que llegábamos al puesto del florista ubicado en el diagonal, donde mi abuela compraba las rosas rojas, porque decía, que eran más frescas y duraban una semana exacta.
Era domingo, ya lo dije. Pero era un domingo especial , era 14 de octubre de 1976 y ese día mi madre cumpliría años. Entré al cementerio y después de esquivar esas callecitas de cemento con cruces y flores marchitas, llegué de memoria hasta su tumba:  pasillo 4 ,parcela 19.
Miré su foto y le recé como cada domingo. La tarde tenía algún destello distinto de tantas otras. Le pedí por todos y por algo más.  Cuando me fui tuve la sensación de haber deshollinado las tuberías de la tristeza. Algo se había fugado con el rezo.  Algo me decía que no volvería a ser lo mismo. Así lo dijo mi padre en enero de 1977 cuando dio la noticia que nos mudaríamos a Tucumán.
-Ya vas a ver que te va a gustar, vas hacer nuevos amigos y podrás  viajar en las vacaciones a visitar a los abuelos. ¡No te imaginas lo bueno que va a ser!- repetía , con un entusiasmo exagerado y el deseo de contagiarme la emoción.
Con mis diez años, no podía entender dónde podría ser más feliz que acá. Juntando las bolitas que Pancho me traía  cada mediodía de la quinta que estaba a unas cuadras de casa.
Si me quedaba, juraba aguantarme a Anyulina: la almacenera que cada vez que iba me agarraba los cachetes hasta dejármelos colorados. Ni las latas de galletitas Lincoln o la moneditas piratas que solía regalarme compensaban el dolor que soportaban de mis mejillas ante esas enormes manos.
Pero mi viejo  me hablaba de Tucumán como si fuera el paraíso. Yo me lo imaginaba como una isla desierta.
- Cómo  voy hacer para escuchar a mi abuela cuando a las cinco de la tarde se acerque a la canchita y me grite …”a tomar la lecheeee”- le decía yo a mi viejo que a veces se  quedaba un poco mudo. 
También le dije que el negro Gabi no se iba a poder venir conmigo.  Dejarlo a él era como dejar una parte de mi en otro cuerpo. Después: no jugar a las figus .Ni masticar la brea de entremedio del asfalto ,que se derretía con el calor de las siestas de enero, mientras nuestros padres dormían.

Me iba a perder los malones en lo de Susana, donde los varones llevábamos la bebida y ellas ponían la comida. Esas primeras fiestas donde llegamos impecables y solíamos volver con las zapatillas embarradas y algunos botones de la camisa menos.
¿Existirán en Tucumán rulemanes  para hacer los kartings? , porque acá Darío los arma con los que saca del taller de su abuelo . Después los atamos a las bici y nos podemos pasar toda la tarde aunque volviéramos con las rodillas peladas, jugando en la bajadita de la iglesia, que estaba en esa manzana donde sucedía  todo lo importante que podía suceder para mí en esos años.
La verdad que mientras más lo pensaba, menos podía imaginarme alejarme de mi barrio. A un lugar tan lejos ,donde a los pibes ,le dicen changuitos y a las pibas chinitas.
Eran demasiadas cosas las que me importaban y sobre todo una nos desvelaba a mí y a mis mis amigos: completar el albúm de figuritas. Creo, más o menos, hacía un año que entre el Rulo, el Orejón y el Negro intentábamos completarlo para ganarnos la pelota que según nuestras propias normas, íbamos a tener una semana cada uno. Y si finalmente eso pasaba, yo no podría disfrutarla por la distancia.

Pero una noche, recuerdo que abrí el paquete que me trajo mi papá cuando vino del trabajo, y ahí fue cuando me di cuenta. Fue el momento en que por primera vez supe que me iría.
Ver  la cara de Víctor Bottaniz, el jugador de Unión, la figurita más difícil; después  de cortar el paquete con los dientes fue volver a creer y me brotó un llanto extraño que se mezcló con una carcajada. Una liberación de emociones contrarias. Un gol de cada arco. 
Después salté como hacia un alambrado imaginario. Grité y di algunas vueltas carnero en el comedor de mi casa ante la mirada incrédula de mi hermana y de Capitán, el perro ovejero que teníamos en casa hasta que me percaté de mis actos y tuve miedo de que alguien me estuviese mirando. 
Pero fue ese domingo 14 de octubre cuando, sin que nadie me vea, le pedí a mi mamá que hablara con dios y me mandara a Víctor Bottaniz en un paquetito de la suerte.
 Pero la historia no termina ahí, porque a cambio yo le prometí hacerle caso a mi papá y viajar. 
Pasaron unos meses y ya instalados en San Miguel de Tucumán, donde el canto rodado reemplazó a la brea caliente del barrio y lo más cercano a un amigo ,era un vecino al que no le gustaba el fútbol y al que su mamá no dejaba salir a la calle por miedo a que se lastimara. Le pregunté a mi viejo, mientras hacía malabares con un sartén y un panqueque  en la cocina:

- Pa, ¿vos crees en dios?

- Claro que sí- dijo y dejó un breve silencio místico- Yo le recé un día a tu madre, para que le pidiera a Dios y encuentre la forma de convencerte  que te vinieras conmigo a vivir a Tucumán.


Por Fabian Capponi

jueves, 22 de agosto de 2019

38

La rambla de 38 está pelada. Calle 6 la parte en dos y la contagia de la oscuridad propia del anochecer. Hace unos días el camión de la Municipalidad de La Plata arrancó las hojas de los árboles, y se cobró, incluso, de algunas raíces. El cadáver de las hojas amarillas reposa sobre el pasto descuidado que separa la avenida angosta.
Yo camino con las bolsas de la verdulería, que me pesan una tonelada  mientras recuerdo que me faltan un par de artículos para cocinar. Cruzo la calle que separa el almacén de Sergio de mi edificio y apenas entro me preocupo al no verlo en la caja. La ausencia es muy extraña, aunque un poco recurrente estos últimos meses. 
Agarro lo que me falta y me pongo en la cola detrás de mi vecina del tercer piso. Es una señora mayor, con aire de grandeza y los labios pintados. Se llama Elsa. Me reconoce y arroja: -Nena, un día de estos se va a romper la puerta de entrada —como no entiendo a qué se refiere, me quedo muda. — ¿vos notaste como la cierran? ¡el ruido que hace! Parece que los vidrios van a salir volando y mucho más cuando hay viento. Ahora arranca la reunión del consorcio— me sigue mirando con cara de exagerada resignación mientras yo reniego internamente sobre la pérdida de tiempo que me espera.
La cola avanza y el hijo de Sergio lo reemplaza. Elsa apoya su chango y le pregunta por su padre. Al percibir la incomodidad del muchacho, miro hacia abajo como si no estuviera atenta a su respuesta. -Está en el San Martín desde hace unos días. Estamos esperando. Nos estamos haciendo cargo nosotros del negocio.
Elsa insiste un poco más y después de bendecirlo con dios se va. El pibe me atiende triste, le sonrío para demostrar compasión y después me voy sin decir más que un chau.
Cruzo la calle y veo a la pareja que vive en el PH de al lado. Ella, a pesar de que hace frío, baila, creo que folclore en la vereda mientras él, supongo que su novio, toca la guitarra. Me caen bien porque construyeron un mundo propio. Nunca los vi en el almacén del barrio y muy pocas veces en la plaza que tenemos a media cuadra. Tampoco los veo madrugar ni volver a casa. No sé nada de ellos, sólo que ella baila y él toca el saxo. 
En el palier del edificio están todos. La médica del 1B, el hombre del 2A, la vieja y su marido del tercer piso, la familia del quinto, y yo que represento el cuarto. El administrador es un chico muy alto y medio pelotudo que nunca atiende el teléfono cuándo lo necesitas. Entro y saludo, algunos me lo devuelven y otros no. Los sillones rojos están ocupados por los dos más viejos asique me quedo parada apoyada a la pared. -Como obliga el código civil vemos que la Asamblea de propietarios tiene quórum. Podríamos decir que la convocatoria es un éxito —dice Julián, con su tono de voz afinado en el que las palabras se alargan y mueren en pronunciadas eses. — Bueno, los temas a tratar en el día de la fecha son: las expensas… -Que están por las nubes — interrumpe el del 2A. -Bueno, sí, eso. Las remodelaciones a la medianera que se está llenando de humedad, el ascensor  que cuando llueve se inunda, la limpieza del edificio… ¿y no me olvido nada más? -La puerta. Cuando se corta la luz no para de sonar. Además de que nos quedamos encerrados porque los portones eléctricos no andan.  — dice Elsa, monotemática.  -Sí, y también queremos hablar sobre tu sueldo. Es altísimo y las veces que tuvimos problemas nunca nos diste una solución. Tuvimos que arreglar todo nosotros. — replica el marido de Elsa y a Julián se le transforma la cara, pero para su suerte, le suena el celular. Atiende el Iphone, que es más grande que su mano y habla sobre un partido de fútbol mientras los vecinos nos miramos. — Bueno, ahora sí. ¿Por dónde estábamos?
Julián empieza un monólogo que dura varios minutos acerca de los presupuestos que buscó para arreglar el tema de la humedad. Resulta que todas las habitaciones, de todos los pisos que dan al garaje, están llenas de hongos. Lo único que retengo es que va a salir un montón de plata arreglar eso. Los vecinos están escandalizados y es el tipo del quinto quien le pregunta si comparó esos valores con el contacto que él le había pasado. El pibe Julián niega con la cabeza, sospecho que esos presupuestos son de empresas amigas de él. -Ahora pasamos al punto número 2 — eleva la voz cuando lo quieren interrumpir — y cuando terminemos de tratar todos los temas, discutimos y votamos. Así va a ser más ágil, además de que hoy es viernes y estoy apurado. Todos en silencio, lo escuchamos a hablar del ascensor, que es lo que más nos preocupa por miedo a electrocutarnos. Nos dice que la única solución es cambiarlo. Sobre la limpieza del edificio, recomienda que echemos a la señora que lo limpia dos veces por semana. Finalmente tratamos el tema de la puerta, lo más sensible. El escandaloso, insoportable y tedioso piiii que suena cada vez que la abrimos y la cerramos, pero que deja de ser intermitente y se vuelve constante cuando la luz se corta y suena sin parar hasta que se queda sin batería. Creemos que hace corto circuito, y una vez estuvimos 48 horas con el ruido como un vecino más. — Y sobre la puerta, no sé gente. La podemos cambiar o… -No se puede cambiar todo Julián. Sale más barato hacer un edificio nuevo. —dice con sensatez la del primero que por la cercanía, es la más afectada. -Hay que pensar qué hacer cuando la luz se corta —acoto— La última vez me quedé encerrada. Por suerte el chico del quinto me avisó que su portón abría manual y aproveché.


Elsa se para. La situación es cómica, porque Julián mide tres cabezas más, pero ella se le planta y le reprocha su conducta negligente durante los años que administró el consorcio. Él chico da unos pasos atrás y tartamudea palabras que nadie entiende. -¡¿Y vos que estás esperando que se corte el cable del ascensor y me estrole como una cucaracha contra el piso?! — Elsa descarga todo su cuerpo e ira sobre el sillón. Se deja caer y después tranquilizar por su esposo que le acaricia el brazo. — Tu inutilidad nos vuelve rehenes del edificio.
Escucho con atención los reclamos. Elsa, alguien que yo suponía conservadora, lleva el estandarte de la lucha por la emancipación del edificio. Me entero que Julián no es nada menos que el hijo de arquitecto que lo planificó. Que vive de rentas y que está apurado porque hoy juega un partido de fútbol con no sé quién. A pesar de los gritos de Elsa, Julián nos implora que demos por finalizada la reunión. -Ahora votemos. — veo los ojos furiosos de la vieja — Entonces, teniendo en cuenta los presupuestos que les traje, ¿cuál consideran más adecuado? Levante la mano los que voten por la opción uno. —los brazos de todos están muertos. — opción dos, ¿tres? -Nadie va a votar a favor de esa animalada. Esta semana voy a consultarle a un amigo cuánto nos puede cobrar y se los comunico. — dice el del quinto. -Dale, deja una nota en el ascensor así lo vemos todos — responde el del segundo. — Yo también voy a averiguar.
Julián toce y mira la hora en el celular. No se quiere ir, quiere volar y desaparecer. Me pregunto por qué nunca me atiende las llamadas cuando lo tiene pegado a la mano. Tema dos. El ascensor… -Con el ascensor hagamos lo mismo — dice el marido de Elsa y ella le sonríe. Son muy tiernos. Me acuerdo de la vez que se rompió y tardaron media hora en subir por escalera los tres pisos. — y también con la puerta. Esta semana llamó a un electricista. -Bueno… pero eso se va a ver reflejado en el aumento del 30% de las expensas a partir del mes de agosto. Para gastos de mantenimiento, el sueldo de la empleada y mi porcentaje…  , no, no. De ninguna manera. — dice Elsa. — A partir de hoy no sos más el administrador. -Usted no puede hacer eso — responde y se ríe. -Votemos. — desafía la vieja con elegancia — ¿Quién vota por destituir a Julián del cargo de administrador del consorcio? — las manos se levantan y empiezan a aplaudir. El pecho de Elsa se infla. — Mayoría absoluta. -El código civil dice que es ilegal que un edificio no tenga consor… -Basta Julián. Retírate. Esta semana te enviamos por escrito la destitución — dice el del segundo a la vez que revela que es abogado. 
Julián en su actitud de adolescente enojado, no parece importarle que lo hayamos echado. Se va con la cabeza en alto y revoleando los ojos. Nos comenzamos a desconcentrar y hacemos fila para tomar el ascensor. La familia del quinto es la primera en subir. Y los del primero y segundo usan las escaleras. Me quedo con Elsa y su marido, que ahora me entero su nombre, charlando sobre nuestro administración acéfala.
Me invitan a cenar pastel de papas y acepto. Su departamento es una copia igual al mío, sólo que tiene fotos de bebés por todos lados y decoraciones anticuadas. Nos sentamos a la mesa y abren un vino.  Oscar me pregunta a qué me dedico y él me cuenta que es músico, que ya casi no toca porque le duelen las articulaciones, pero que su nieta está siguiendo sus pasos.
Me ofrezco a lavar los platos cuando Oscar desaparece, y como si estuviera en mi casa, giro mi cabeza y observo el almacén, que a pesar de la hora, sigue abierto. Elsa está con los ojos brillosos y repentinamente veo cierta tristeza en ella. Toma aire como impulso y mientras suspira dice: -Pobre Sergio.
Oscar con su andar lento vuelve con un bolso enorme. Lentamente desenfunda un saxo que acaricia antes de llevar a su boca. Elsa y yo nos sentamos y reposamos nuestra mirada en el viejo como un público que oye una orquesta en esos cafés elegantes de Buenos Aires. Afuera, las persianas del almacén se cierran con ese ruido a chapa mientras Oscar empieza a tocar una melodía agridulce.  
Por Paula Scebba

Ojo de pez


Ver la lluvia caer
desde el ojo de un pez
bajo el agua.
Escuchar,
el rumor de las gotas
sobre el espejo del lago,
su agónico grito
cuando se acaban por disolver.
Mirar,
desde el ojo de un pez
la existencia misma,
y creer que el universo todo es de agua,
y de agua es el dios que lo ilumina,
ese escudo de luz que siempre asoma
al mediodía.
Si toda su existencia es bajo el agua
¿cómo puede el pez saber
que hay más arriba?


Lo mismo el hombre
como el ojo de un pez,
desde su propio ombligo
ve la vida.
Por Valeria Gorlero

martes, 30 de julio de 2019

Mi cuadra en Ensenada


Cuando me mudé a este barrio, mi compañero José Luis construía una casita alpina con parte de la guita que había cobrado de indemnización gracias a la echada de los ’90 de Y.P.F.. Hacía un año que estábamos juntos y decidimos mudarnos. Cuando vi la casa todavía a medio terminar, pensé que era mi lugar en el mundo. Monte por donde se mirara. Monte autóctono, última estribación de la selva misionera y la mas austral del mundo. Digamos que la  cuadra donde vivo está inmersa en un sitio especial aunque debo reconocer que cambió demasiado desde mis primeros tiempos hasta hoy. Ahora hay asfalto y del monte queda casi nada gracias a las topadoras que abren paso al supuesto bienestar y a los negociados del neoliberalismo, actual y pasado. De la manzana de pocas casas queda sólo el recuerdo y la cuadra ya llenó todos sus casilleros. Como todo barrio, este también tiene su vida propia. Crece, muere, se reproduce; personajes irrepetibles que tal vez no se hubiesen desarrollado en otros barrios, como Lidia, la mamá del Indio. Ella vive en la esquina y lo poco que tenía de terreno lo dividió para que se pudieran hacer casas dos de sus hijos. Asique quedaron tres lotes sin espacio para un centímetro de césped. A Lidia le encantan las plantas y todos dicen que tiene manos verdes. La solución a la falta de fondo para su pasión por las plantas surgió rápido. Tiene un frondoso jardín en la vereda, con plantas de todo tipo y color, que bordea toda la esquina. La favorece la mano de la calle Chile, dado a que se viene en auto por La Merced y se dobla a la izquierda, justo sobre esa acera. Otra cosa que ayuda, si bien algunos vecinos reconocemos lo inapropiado de un jardín en la vereda, es que en este barrio de vecinos inapropiados, caminamos por las calles, entonces que mas podemos hacer que aceptar el comportamiento inapropiado de Lidia. Como ya dije, las casas contiguas son de sus hijos. Pegada a la casa de Javier, el Indio, vive Mabel, una devota de dios, de misas diarias, pero sin embargo de comportamientos un tanto erráticos pese a su cristiandad. Entre otras cosas, Mabel tiene un serio problema con sus propios desperdicios, así que cuando la oscuridad asoma, se la puede ver, mas chiquita de lo que es, con su bolsita de basura, oteando dónde hay un cesto vacío para dejar su mugre. Sin ir mas lejos hace uno días dejó una bolsa de consorcio en la puerta de mi casa. No dudé de quién era, la agarré y la puse en la su vereda. Nada dijo. Su silencio fue la confirmación de mi certeza. 
Otro personaje que tal vez no hubiese sobrevivido en otro barrio es Armando, alias El Pollo. Tal vez el personaje mas pintoresco del barrio y se podría decir que el mas molesto. Anécdotas sobre él hay muchas, vividas y escuchadas. Pero me limitaré a contar una, la misma varias veces repetida a lo largo de mis años viviendo medianera de por medio. Sobre todo después de la muerte de Angelita, su madre. El gordo, como le decimos algunos, es un hombre de farras. Así que no escatima en tiempo y alcohol cuando de farrear se trata. Incluso he visto, y olido, humitos pasando el paredón. Estas juergas no son lo que cualquier podría imaginar; fin de semana, viernes o sábado arrancando a la tardecita y llegar al amanecer con los últimos acordes de una última chacarera rodeados de vasos y botellas vacías, con los ojos embotados, saludando a los gritos a los que se van yendo tambaleantes sobre una bicicleta o haciendo eses por la calle. Nada de lo relatado pasa en las parrandas de Armando. ¿Día de semana? Cualquiera. ¿Horario? Qué mas da. Mañana, tarde o noche, si al final todo se va a confundir. La cosa empieza con la llegada de alguien con cerveza, cajita de tetra, es lo mismo. 
-Flaco, andá a comprarte unos chorizos y decile al Juan que se venga. Que traiga algo para chupar y morfar y que le diga a las pibas que vengan-Le dice Armando al Flaco o a quien pinte.
Se corre la voz y la casa de al lado se va poblando de gentes de toda laya, cada cual aportando lo suyo: chicas, comida, alcohol, faso. Todo es bienvenido. Así es el comienzo de días frenéticos, noches a puro bombo y guitarra con voces desafinadas que van desde zamba de mi esperanza a me justa ese tajo sin solución de continuidad. De repente silencio. Nadie ha salido de la casa. Simplemente se quedaron dormidos. Esto puede pasar a cualquier hora; día o noche. Pareciera que el reloj biológico de estas personas no funciona. Dos o tres horitas de silencio y ahí arranca de nuevo. El primero que se despierta agarra bombo o guitarra, cuando no un tenedor contra una botella o dos. Y todo empieza una y otra vez durante no menos de cinco días.
Durante el invierno estamos en época de receso pero cuando los primeros calores nos hagan saber que el verano se aproxima, a Armando y sus amigos se alborotan en nuevas tertulias circulares y comienza otra vez el show continuado con alguna escaramuza de vez en cuando. 
Así es mi cuadra, así la veo y así la quiero. Es mi lugar.    


Graciela Cristina Cañas PH: José Luis Di Lorenzo

Nuestra cuadra en Meridiano












Meridiano V- La Plata

Vivimos en una típica cuadra de barrio platense en las que sólo hay dos casas de dos plantas, cuatro tienen jardín a la calle con jazmines, rosas, malvones y hasta una palmera. Hay cinco puertas que se abren a largos pasillos laberínticos donde crecen departamentos como si se tratara de un hormiguero. Allí se alojan los jóvenes que suelen alquilarlos. Por eso al atardecer cuando la mayoría de ellos entran o salen de sus viviendas, la cuadra se ve invadida por un agitado andar de bicicletas y de chicas y chicos vestidos de colores, con babuchas, rastas y mucho ciclamen, verde botella, rojo y turquesa propio de los aguayos. Es el momento en que uno siente que es parte de una patria más grande, que excede los límites del barrio. 
Es una bella imagen de la cuadra contrapuesta a la de las mañanas cuando salen de sus casas grandes, con garaje incluido, autos y utilitarios nuevísimos con algunas personas adultas y adustas. Por ejemplo sé muy poco de la médica que vive al lado de nuestra casa. Apenas saluda. La vemos salir a ella con una pibita  y un chico a la mañana temprano. Vemos el amontonamiento frente a su consultorio los días miércoles y viernes: muchachas y muchachos con bebitos, cochecitos, bolsos, biberones y hasta algún juguete. Inferimos que será una reconocida pediatra. Aunque no conozcamos su voz ni el color de sus ojos.
En una de las casas con jardín vive Lina. Suele apoyarse en el portoncito y está allí a la espera de algún transeúnte.
-Ya cumplí los 86 m’hijita –dice con una voz también rugosa- y no sabés cómo los siento en los huesos. La rodilla derecha no me deja ni dormir pero no me quiero operar.
-Pero Lina no estés sufriendo de gusto. A mi suegra la operaron y está re bien.
-Sí pero viste que mi obra social me manda al que ellos quieren. Y no me da confianza. Yo sé de uno que es buenísimo, pero lo tendría que pagar. Y no me alcanza. Eso que tengo la jubilación de empleada de comercio y la pensión de mi marido que era de judiciales, una pensión bárbara, nena. Pero todavía no me alcanza. Voy juntando ¿viste?. Porque no quiero ir al que me manda el Pami. 
-Bueno Lina, está bien. Pero vos fijate que no llegues a un dolor intolerable, o que ya no puedas caminar. 
-Ah no, nena. No. Por ahora despacito me hago los mandados a la mañana. Si no me muero. 
-¿Vos tenes familiares que vivan cerca?
-Tengo una hermana que vive en Villa Elisa y a veces me viene a visitar. Pero viste que yo siempre fui muy independiente. Me casé grande. Mi marido tenía un hijo que siempre vivió en Italia y viene poco por acá. Y cuando enviudé volví a vivir sola y te digo la verdad: me gusta. A mí me hincha tener gente al lado.
-Te preguntaba por si te operás…
-Ah sí, ahí tengo familiares para que me den una mano.
-Cualquier cosa contá también con nosotros.
-Gracias, nena! Ya sé. Tengo tu número de teléfono pegado en la heladera. ¡Hola, Ana!- exclama de pronto mientras voltea la mirada a la izquierda y ya se pone a charlar con otra vecina… y así se le pasa el día.
Hacia la esquina de 70, a la derecha de nuestra casa, la cosa se derechiza. Ahí vive un viejo malo, policía federal jubilado según me dijeron, que tiene rosales y jazmineros enormes y los cuida como un perro bulldog. No convida a nadie con  ninguna flor y no saluda, está siempre en la puerta para controlar todo. Al lado de su casa hay otra muy parecida, en la que vive un matrimonio grande que no se asoman casi nunca. A veces viene una mujer joven, de cabello lacio, largo y rubio, vestida de jogging, en un autito de esos eléctricos que parecen de juguete. Antes de entrar a la casa -que imaginamos será de sus padres- siempre saluda con cariño al viejo malo. Listo, ella también va en la clasificación de la derecha.
En cambio hacia la izquierda, viven: Lina; Ana, otra señora grande; Cascote con su perra Cristina a la que larga un rato al mediodía sólo para ponerse a gritar ¡Volvé Cristina! ¡Volvé!; un señor ciego con su hijo y su nuera; Marita, la profe de yoga y su hijita Juana. Y en la esquina de 71 se armó hace unos cinco años un centro cultural en lo que era una casa antigua y semi abandonada. Los jóvenes de ese espacio han pintado algunos paredones de la cuadra y han transformado a la casa misma. Ya no parece algo viejo y semidestruído sino un lugar mágico lleno de vida. Ofrecen talleres de plástica, de mosaico, de música, de peluquería y casi todos los sábados a la noche hay música y cerveza en el pequeño patio que da sobre 10. Nunca oí quejarse a ningún vecino. Eso habla bien de la cuadra, la vuelve más amable de lo que aparenta.
Los tiempos que nos atraviesan han dejado su marca. Cuando recién llegamos, hace unos ocho años, nos encontramos con un típico almacén de barrio en la vereda de enfrente. Tenía de todo. Los precios no diferían mucho de los del supermercado que está a tres cuadras. Así que nos hicimos clientes, conocidos, y no nos perdíamos de pasar a la mañana o a la tarde porque no sólo era un lugar comercial sino el de encuentro de los vecinos, el de la camaradería, el de las novedades buenas o malas de cada uno. En fin, un lugar de intercambio social imprescindible. Sin embargo a pesar de que a ellos, los dueños, les iba muy bien con sus ingresos, quisieron un cambio y votaron al gobierno actual. Y en el 2016 tuvieron que cerrar un negocio de más de cincuenta años, que habían heredado de los padres. Esa vereda se volvió mustia. El toldo que permanece enrollado tal vez espera, sin decirlo, nuevos aires para volver a brillar rojo en la mitad de la cuadra.


Por Graciela Vanzan








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