Era el sexto día de viaje. Viajábamos con un amigo hasta Brasil
montados en bicicleta desde el centro de la provincia de Buenos Aires. Serían casi
mil kilómetros a puro pedal por las rutas que llevan de la región pampeana al
litoral y desde Corrientes, Paso de los Libres, cruza la frontera al sur del país
tropical. Se nos había ocurrido con el
amigo Javo irnos hasta a Uruguaiana en bicicleta, sin entrenamiento ni muchos
preparativos; improvisado, como me gustan que sucedan las "cosas".
Una carpa, una olla, parches, inflador, cámara de repuesto, algo de dinero y
algunos consejos de ciclistas locales. Supuse que no íbamos a necesitar más.
A 900
kilómetros aproximadamente de General Alvear y con el
sol de Marzo que quemaba el caucho de las cubiertas, decidimos frenar al
costado de la ruta en la única sombra que ofrecía un árbol, al lado de un
Gauchito Gil. El descanso duró una siesta y sin muchos ánimos de subir a la
bicicleta, doloridos, descompuestos, desganados seguimos viaje. Algunas
ciudades antes ya veníamos mal, no podíamos comer nada, hasta el agua
devolvíamos. El culo sobre el asiento era una tortura. Las almohadillas
gastadas de una calza para ciclista que me regaló el amigo Fede ya no
funcionaban, y tuve que rellenarla con una
remera que sacrifiqué, pero no sirvió de mucho.
Seguimos a puro tesón. De pronto, faltaban sólo 100 kilómetros según
el mapa para pisar tierras brasileras, precisamente Uruguaiana. Cada media hora
yo consultaba un mapa que había hecho con
las posibles paradas, que se fue desvirtuando pasando Roque Pérez. Veníamos muy
mal ¡Qué calor! Cada vuelta de corona era un esfuerzo tal, que me hacía
replantear la idea de tirar la toalla. Sin embargo, no podía aflojar. Ya antes
de llegar a Cuatro Caminos, que es el encuentro entre dos autopistas, con rotondas
gigantes, vimos un camión frenado en la banquina. Nos miramos con el compañero
y sin mucho debate frenamos a preguntarle si nos daba un aventón. Javo caminó
hacia el camión y no encontraba el chofer. Lo rodeó y vio al hombre medio arrodillado, con los pantalones bajos y
un papel higiénico en la mano debajo del acoplado. Creo que la situación no
amerita más detalles. La respuesta fue lisa y llanamente un ¡No! rotundo. Creo
que si vulneraran mi momento baño, también hubiese dicho que no. Pero, sin
entrar en desánimos; lo tomamos como una señal, un mensaje. Aún nos quedaban
energías y faltaban sólo 300 para llegar.
Tan sólo pedaleamos 45 minutos más, eran las 10 de la
mañana. No me gustaba la idea de frenar tan temprano, pero al compañero lo vi realmente
mal, era como que un zombie me siguiera en bicicleta. En los cálculos debíamos
levantarnos a las 6 de la mañana, pedalear hasta el medio día, dormir 4 horas
de siesta, y luego seguir hasta que comenzara a anochecer. Pero en estas
condiciones ya no se podía más. Divisé
una antena, supuse que era de un pueblito llamado Libertad, aparecía en el mapa
y no era plan de frenar:
- Dale amigo, Llegamos a esa antena y frenamos. Un último
esfuerzo- Le dije con toda la actitud para motivarlo mientras tomaba una
bocanada de aire y pedaleaba lento.
Salimos de la ruta a un camino de tierra a la izquierda,
cruzamos las vías y nos encontramos con Libertad, un pueblito de no más 150
habitantes. Al cruzar la arcada de “Bienvenida”, ya éramos novedad. Nos fuimos
a la plaza del centro y nos dormimos, dejando las bicicletas tirada sin
importanos nada. Al despertar, la plaza estaba lleno de niños curiosos que
pateaban la pelota bien cerquita y "distraídamente" la venían a
buscar. La curiosidad era recíproca pero teníamos otras preocupaciones, la de
mejorarnos y terminar nuestra aventura.
Javo me dice que se sigue sintiendo mal y que va a ir a la
salida de primeros auxilios que vio (a la entrada) al entrar al pueblo. Quedó
internado con suero durante unas horas.
Estaba deshidratado y el hígado no quería saber más, le dijo una
improvisada enfermera.
Volví a la plaza y rompí el hielo con unos pequeños, o
adolescente, no sabría diferenciarlos porque todos iban al mismo salón, pero se
notaba que eran de distinta edad. Luego de contarles el viaje, ellos me
contaron de su pueblo, de la escuela, la iglesia, el destacamento y la
intendencia que estaba cerrada por ser fin de semana. Recuerdo que les pregunté
cómo se divierten, qué hacen los sábados y domingos; me sorprendí cuando me
dijeron que no tenían boliche ni bares y que las únicas fiestas eran cuando
alguna chica cumplía los 15. El salón de eventos, era un garaje frente a la
plaza.
En caravana con 5 jóvenes y todos en bicicleta fuimos a recorrer las calles de tierra, a las afuera
del pueblo. Conocí el aserradero: principal
fuente de trabajo del lugar y el sitio en que de vez en cuando alguien moría
por accidente o las máquinas se cobraban con alguna extremidad.
Antes de reencontrarme con Javo fui a la casa de uno de
ellos, me presenté a la familia y entre mates y galletitas, me terminé cortando
el pelo con la madre de uno. Por las
dudas pedí que me pele. La peluquera me comentó que hacia un año un chino llegó
con su bicicleta de la misma forma, y que a la noche alguien del pueblo se la
robó. Fue tan la impotencia del
desprevenido inmigrante que comenzó a tirar patadas a un árbol. Como se trata
de un pueblo chico, finalmente no tardó en rescatarla.
- Fue un borracho que
vive por acá atrás- me dijo.
Por más graciosa que me había parecido la anécdota del
chino, también me alarmó. No me podía confiar en el pueblo, por más pequeño que
sea, ya hubo antecedentes, así que con la bicicleta para todos lados
conmigo. Me reencontré con Javo, ya un
poco mejor, decidimos salir a buscar hospedaje, con los pequeños guías detrás
dándonos una mano.
Fuimos hasta la casa de la encargada de las llaves de la
iglesia, pero nunca nos atendió.
Finamente fuimos la casa del intendente y me sorprendió cuando lo vi curtiendo
cuero, bien paisano, debajo de un alero de un rancho de barro que era su casa:
- ¿Usted es el intendente? Le pregunté, tal vez me había
equivocado de casa.
- Si, ¿qué necesita?- Me preguntó, sin dejar de prestarle
atención a la tarea.
Tenía pensado contarle todo el discurso que ya habíamos
practicado en anteriores paradas, pero como lo vi muy entusiasmado con el
cuero, se la hice cortita:
- Necesitamos un lugar para dormir.
El intendente se detuvo unos segundos y sin levantarse de la
silla debajo del alero nos dijo que nos quedáramos en la intendencia.
- Hay una persona viviendo allí, díganle que los mandé yo- dijo el intendente
con seguridad.
Nos marchamos despacito en bicicleta. Estaba contento pero
algo desconfiado. ¿Dejarnos dormir en la
intendencia? ¿sin sabes saber quiénes somos? Pero bueno… allá fuimos.
Nos recibió el hombre, y nos dio un lugarcito debajo de un
techo para guardar autos. No era gran cosa pero no nos podíamos quejar. Armamos
las carpas y Javo se acostó a descansar. Volví a la plaza donde me encontré con
mis pequeños amigos. De a poco cada uno se fue a su casa y quedé solo con uno,
sentado en un tobogán hablando de la vida. Un puestito de hamburguesas que se
instalaba los sábados a la noche pasaba música con un radio y de a poco se
acercaban familias a comer y charlar alrededor de la casilla. Yo estaba muy
descompuesto aún, pero cuando mi amigo me dijo que salían 20 pesos, fui a probarlas.
No exagero si digo que fue de las más ricas hamburguesas que comí, súper
grandes y llenas de "de todo" y tan baratas. Tal vez lo que más me
gustó fue el precio, pensé en llevarme una para el viaje, pero me pareció
demasiado.
De repente, de regreso al tobogán y mientras charlábamos de
las profundidades con el amigo, las luces del pueblo se cortaron
- No te asustes- me dijo- todos los días a partir de las
23:00 las luces se cortan para ahorrar.
Una oscuridad se apoderó del lugar y la noche dejó al
descubierto estrellas brillantes que tintineaban. Quede impactado, ese pueblito
tan pequeño, sin bares ni boliche, me regalaba una noche de sábado perfecta.
Nunca me voy a olvidar de Libertad, ese pueblo que conocí de pasada y me tendió
la mano confiada para toda la vida.
Por Marco Antonio Majluf