jueves, 28 de marzo de 2019

En pedal a Uruguaiana



Era el sexto día de viaje. Viajábamos con un amigo hasta Brasil montados en bicicleta desde el centro de la provincia de Buenos Aires. Serían casi mil kilómetros a puro pedal por las rutas que llevan de la región pampeana al litoral y desde Corrientes, Paso de los Libres, cruza la frontera al sur del país tropical.  Se nos había ocurrido con el amigo Javo irnos hasta a Uruguaiana en bicicleta, sin entrenamiento ni muchos preparativos; improvisado, como me gustan que sucedan las "cosas". Una carpa, una olla, parches, inflador, cámara de repuesto, algo de dinero y algunos consejos de ciclistas locales. Supuse que no íbamos a necesitar más.

A 900 kilómetros aproximadamente de General Alvear y con el sol de Marzo que quemaba el caucho de las cubiertas, decidimos frenar al costado de la ruta en la única sombra que ofrecía un árbol, al lado de un Gauchito Gil. El descanso duró una siesta y sin muchos ánimos de subir a la bicicleta, doloridos, descompuestos, desganados seguimos viaje. Algunas ciudades antes ya veníamos mal, no podíamos comer nada, hasta el agua devolvíamos. El culo sobre el asiento era una tortura. Las almohadillas gastadas de una calza para ciclista que me regaló el amigo Fede ya no funcionaban, y tuve que rellenarla con una remera que sacrifiqué, pero no sirvió de mucho.

Seguimos a puro tesón.  De pronto, faltaban sólo 100 kilómetros según el mapa para pisar tierras brasileras, precisamente Uruguaiana. Cada media hora yo consultaba un mapa que había hecho con las posibles paradas, que se fue desvirtuando pasando Roque Pérez. Veníamos muy mal ¡Qué calor! Cada vuelta de corona era un esfuerzo tal, que me hacía replantear la idea de tirar la toalla. Sin embargo, no podía aflojar. Ya antes de llegar a Cuatro Caminos, que es el encuentro entre dos autopistas, con rotondas gigantes, vimos un camión frenado en la banquina. Nos miramos con el compañero y sin mucho debate frenamos a preguntarle si nos daba un aventón. Javo caminó hacia el camión y no encontraba el chofer. Lo rodeó y vio al hombre  medio arrodillado, con los pantalones bajos y un papel higiénico en la mano debajo del acoplado. Creo que la situación no amerita más detalles. La respuesta fue lisa y llanamente un ¡No! rotundo. Creo que si vulneraran mi momento baño, también hubiese dicho que no. Pero, sin entrar en desánimos; lo tomamos como una señal, un mensaje. Aún nos quedaban energías y faltaban sólo 300 para llegar.

Tan sólo pedaleamos 45 minutos más, eran las 10 de la mañana. No me gustaba la idea de frenar tan temprano, pero al compañero lo vi realmente mal, era como que un zombie me siguiera en bicicleta. En los cálculos debíamos levantarnos a las 6 de la mañana, pedalear hasta el medio día, dormir 4 horas de siesta, y luego seguir hasta que comenzara a anochecer. Pero en estas condiciones ya no se podía más.  Divisé una antena, supuse que era de un pueblito llamado Libertad, aparecía en el mapa y no era plan de frenar:
- Dale amigo, Llegamos a esa antena y frenamos. Un último esfuerzo- Le dije con toda la actitud para motivarlo mientras tomaba una bocanada de aire y pedaleaba lento.  
Salimos de la ruta a un camino de tierra a la izquierda, cruzamos las vías y nos encontramos con Libertad, un pueblito de no más 150 habitantes. Al cruzar la arcada de “Bienvenida”, ya éramos novedad. Nos fuimos a la plaza del centro y nos dormimos, dejando las bicicletas tirada sin importanos nada. Al despertar, la plaza estaba lleno de niños curiosos que pateaban la pelota bien cerquita y "distraídamente" la venían a buscar. La curiosidad era recíproca pero teníamos otras preocupaciones, la de mejorarnos y terminar nuestra aventura.

Javo me dice que se sigue sintiendo mal y que va a ir a la salida de primeros auxilios que vio (a la entrada) al entrar al pueblo. Quedó internado con suero durante unas horas.  Estaba deshidratado y el hígado no quería saber más, le dijo una improvisada enfermera.
Volví a la plaza y rompí el hielo con unos pequeños, o adolescente, no sabría diferenciarlos porque todos iban al mismo salón, pero se notaba que eran de distinta edad. Luego de contarles el viaje, ellos me contaron de su pueblo, de la escuela, la iglesia, el destacamento y la intendencia que estaba cerrada por ser fin de semana. Recuerdo que les pregunté cómo se divierten, qué hacen los sábados y domingos; me sorprendí cuando me dijeron que no tenían boliche ni bares y que las únicas fiestas eran cuando alguna chica cumplía los 15. El salón de eventos, era un garaje frente a la plaza.
En caravana con 5 jóvenes y todos en bicicleta fuimos a  recorrer las calles de tierra, a las afuera del pueblo.  Conocí el aserradero: principal fuente de trabajo del lugar y el sitio en que de vez en cuando alguien moría por accidente o las máquinas se cobraban con alguna extremidad.

Antes de reencontrarme con Javo fui a la casa de uno de ellos, me presenté a la familia y entre mates y galletitas, me terminé cortando el pelo con la madre de uno.  Por las dudas pedí que me pele. La peluquera me comentó que hacia un año un chino llegó con su bicicleta de la misma forma, y que a la noche alguien del pueblo se la robó.  Fue tan la impotencia del desprevenido inmigrante que comenzó a tirar patadas a un árbol. Como se trata de un pueblo chico, finalmente no tardó en rescatarla.

 - Fue un borracho que vive por acá atrás- me dijo.

Por más graciosa que me había parecido la anécdota del chino, también me alarmó. No me podía confiar en el pueblo, por más pequeño que sea, ya hubo antecedentes, así que con la bicicleta para todos lados conmigo.  Me reencontré con Javo, ya un poco mejor, decidimos salir a buscar hospedaje, con los pequeños guías detrás dándonos una mano.
Fuimos hasta la casa de la encargada de las llaves de la iglesia,  pero nunca nos atendió. Finamente fuimos la casa del intendente y me sorprendió cuando lo vi curtiendo cuero, bien paisano, debajo de un alero de un rancho de barro que era su casa:

- ¿Usted es el intendente? Le pregunté, tal vez me había equivocado de casa.
- Si, ¿qué necesita?- Me preguntó, sin dejar de prestarle atención a la tarea.
Tenía pensado contarle todo el discurso que ya habíamos practicado en anteriores paradas, pero como lo vi muy entusiasmado con el cuero, se la hice cortita:

- Necesitamos un lugar para dormir.
El intendente se detuvo unos segundos y sin levantarse de la silla debajo del alero nos dijo que nos quedáramos en la intendencia.
- Hay una persona viviendo allí,  díganle que los mandé yo- dijo el intendente con seguridad.

Nos marchamos despacito en bicicleta. Estaba contento pero algo desconfiado. ¿Dejarnos dormir en la  intendencia? ¿sin sabes saber quiénes somos? Pero bueno… allá fuimos.
Nos recibió el hombre, y nos dio un lugarcito debajo de un techo para guardar autos. No era gran cosa pero no nos podíamos quejar. Armamos las carpas y Javo se acostó a descansar. Volví a la plaza donde me encontré con mis pequeños amigos. De a poco cada uno se fue a su casa y quedé solo con uno, sentado en un tobogán hablando de la vida. Un puestito de hamburguesas que se instalaba los sábados a la noche pasaba música con un radio y de a poco se acercaban familias a comer y charlar alrededor de la casilla. Yo estaba muy descompuesto aún, pero cuando mi amigo me dijo que salían 20 pesos, fui a probarlas. No exagero si digo que fue de las más ricas hamburguesas que comí, súper grandes y llenas de "de todo" y tan baratas. Tal vez lo que más me gustó fue el precio, pensé en llevarme una para el viaje, pero me pareció demasiado.
De repente, de regreso al tobogán y mientras charlábamos de las profundidades con el amigo, las luces del pueblo se cortaron
- No te asustes- me dijo- todos los días a partir de las 23:00 las luces se cortan para ahorrar.
Una oscuridad se apoderó del lugar y la noche dejó al descubierto estrellas brillantes que tintineaban. Quede impactado, ese pueblito tan pequeño, sin bares ni boliche, me regalaba una noche de sábado perfecta. Nunca me voy a olvidar de Libertad, ese pueblo que conocí de pasada y me tendió la mano confiada para toda la vida.

Por Marco Antonio Majluf

miércoles, 27 de marzo de 2019

Yo, entre las mujeres

Hace 43 años la mujer según la norma era una chica que se casaba, tenía hijos, lavaba, planchaba, limpiaba la casa, cocinaba y además educaba sus niños.
Había iconos sí: Eva Perón era una, pero tal vez se la veía como una mujer superior y no como un modelo a seguir en cuestiones matrimoniales y/o domésticas. Era Eva. Bien arriba e inalcanzable.
Mamá me trajo al mundo soltera, y le costó en su familia, sobre todo en la relación con mi abuelo.
Mi abuela se casó a los 15 años con su primer novio y tuvo 10 hijos, y al revés de los deseos de mi abuelo, 7 de ellas fueron mujeres.
Me crié en esa casa, donde el abuelo Benjamin,  trabajaba y la abuela Ema, se dedicaba a la casa.
En ese tiempo mamá trabajaba así es que la abuela siguió criando hijo y nieta, su hijo menor de 14 años y a mí.
Recuerdo que el hombre de la casa decidía todo. La hora de almorzar, la manera de cocinar, a qué hora se tomaba el mate y a qué hora se cenaba. Sus reglas se cumplían a rajatabla, también vale decir que el hombre de la casa, era quien comía la carne en los platos que se cocinaban.
Un día le pregunté a mamá porqué papá comía carne mientras nosotras solo si sobraba. Recuerdo su gesto serio y la respuesta: "porque es el que trabaja de la casa y tiene que alimentarse bien".
Recuerdo a la abuela acarreando mate por todo el patio por detrás del abuelo que  mientras regaba, y cuando ella se distraía con alguna planta que florecía o algún frutal que coloreaba, él tiraba el mate por el lugar que estaba. Si tenía ganas y no estaba muy enojado, la abuela volvía a prepararlo
Fui a la escuela pública del barrio y ahí casi no había hombres adultos, pero si el Director, quien dirigía a las docentes como soldadites.  
Mamá se casó y nos fuimos a vivir con Papá a otra casa. Vinieron mis hermanas, después.
Papá era igual. No zafé del patriarcado. Mamá cocinaba, nos cuidaba, lavaba, planchaba, limpiaba.
Nos mudamos a Buenos Aires y ahí ya fui creciendo, y dándome cuenta que algo no estaba bien.  O al menos no para mí.
¿Porque mamá no trabajaba? Algunas madres de mis compañeras lo hacían. ¿Por qué si la maestra trabaja y era mujer mamá no podía hacerlo?, omití decir que mamá no usaba pantalones ni pelo corto, la abuela tampoco.
Preguntas que quedaron sin respuesta. No investigaba mucho, creo que así me criaron y estaba bien.
A los 13 años le pregunté a mi papá si podía trabajar. Me dijo que no. Nosotras teníamos que ayudar a mamá -sobre todo yo que era la mayor y había 4 más chicas- e ir a la escuela.
Le dije que podía hacer todo eso pero que además iba a trabajar. Me sentía con ganas de hacerlo, creo que necesitaba tener disponibilidad de mi dinero pero además salir de ese lugar de MUJER que papá y el abuelo tenían en su pensamiento. El modelo a seguir que se me imponía.
Trabajé de niñera, pero papá no se enteró, porque lo hacía en la hora en la que él trabajaba.
Sentí que tenía autonomía, que era más adulta, aunque no lo era, y me dije no voy a cumplir con esto de ser ama de casa y nada más.
Creo que en algún punto, no veía la felicidad de mamá y la abuela. Tenían otra manera de ser felices.
Pero yo estaba interesada en comprar ropa o calzado que me guste, ir a la matinée, pagar la biblioteca del pueblo, porque me encantaba leer y mis amigas eran socias, y no quería depender de papá, que por otro lado sabía me iba a decir que no.
Fui viendo con el correr del tiempo qué lugar ocupa la mujer.
Estudié siempre y compartí con otras chicas y después mujeres. Vi que  ser mujer no se limitaba a las 4 paredes de la casa.
A los veintiún años me casé y tuve dos hijas: Milena, primer hija, malcriada, cariñosa y mimosa, primer nieta en mi familia, primer sobrina; cuarta en la casa de su papa. Siempre dependió de mamá y papá, tuvo una infancia feliz, le gustaba jugar con muñecas y vestirse de princesa. Nunca le gustó ir a la escuela, pero sí bailar.
Ocho años más tarde llego Tiziana, y tuvimos la sensación como si por primera vez éramos papas. Fue casi un volver a empezar. Tiziana a diferencia de su hermana, fue muy independiente de chiquita. Tenía y tiene una personalidad muy marcada. Hoy tiene 14 años, y tiene convicciones firmes: le gusta la escuela, leer, informarse. Es de las dos, la transgresora.
Me gusta escucharlas debatir sobre el feminismo, sobre el aborto. Tiziana está muy firme en su postura a favor del aborto y alguna corriente feminista. Tiene anudados a su mochila un pañuelo verde y uno naranja, que luce orgullosa vaya a donde vaya.
Milena en cambio no comparte sus ideas, y lleva el pañuelo celeste.
Por mi parte, creo que en mi quedó muy marcada esa primera etapa y viví muchos años sometida a las disposiciones de un hombre. Aunque ahora sé como son las cosas, sigo sin poder manejarlas.
No fui rebelde, por el contrario, cumplí siempre con las expectativas del abuelo, papá y después mi marido.
Mi hija menor, me enseña todos los días cosas que nunca antes me había planteado. Hace unos días tomábamos mates y Tizy me preguntó :
- Mamá ¿vos sabes que hay distintas corrientes de feminismo?,

- No hija, la verdad que no-  Contesté, y entonces me explicó
- Existen ramas del feminismo, por ejemplo una Radical y una Liberal.
Fue así que comenzó a darme una mini clase de Feminismo, contándome también que se agrupaba con chicas de distintas edades a charlar de estos temas, y que ella tenía su propia visión.
No puedo decir que soy feminista, porque no estudié nunca acerca del tema, creo que estoy ensayando ahora junto con mi hija. Pero pude darme cuenta que existe una igualdad entre hombres y mujeres que limitan ese patriarcado en el cual me crié.
Mamá no me explicó nada de sexo. Lo aprendí sola. Mamá no me enseñó que la mujer puede trabajar y también ser sostén de hogar. Lo aprendí sola. Mamá y la abuela me dijeron que el casamiento era para toda la vida pase lo que pase, que al marido se lo respetaba. No es así y lo aprendí sola. Mamá tampoco me incentivó a estudiar y tener un título. Lo hice sola. Aunque a esta altura, mamá también está aprendiendo como yo.
Veo con alegría el empoderamiento de la mujer en estas épocas, y cómo se plantan radicalmente ante situaciones concretas. El cambio de paradigma no me fue tan difícil de entender, será tal vez que en mi inconsciente siempre supe que algo no estaba bien.
Pero estoy aprendiendo. Las cosas quedaron enraizadas en mí, desde que nací. Nací  como resultado de un acto de rebeldía imperdonable en esas épocas, ser madre soltera no habrá sido muy fácil.

Son las 5 de la tarde y camino por las calles del pueblo al lado de mi hija. Pienso en la distancia enorme que hay entre ella y yo a esa edad. A los 14 yo pedía permiso para comprar una revista de música y actores, ella usa su pañuelo verde, se reúne con chicas a hablar de feminismo y sus corrientes, y me alegro, me causa gracia. Al fin y al cabo, mi hija irá a enseñarme la otra orilla de lo que la abuela y mamá me mostraron del mundo de la mujer.
Por Romina Silva

jueves, 21 de marzo de 2019

El tren de los otros

Recordé que fue una mañana de julio  muy fría. Por la noche había llovido ,y me di cuenta porque el asfalto de la calle estaba mojada. Campera, bufanda y un par de guantes mágicos ayudaron a combatir el descenso de temperatura. Crucé la plaza de los artesanos, transité diagonal 80 que me eyectó en la estación de trenes.
Lo primero que me llamó la atención fue la cantidad de gente que circulaba: era como un videoclip urbano en cámara rápida en el que  subían y bajaban de los colectivos, una larga fila de taxis a la espera de un pasajero, el canillita del diario El Día se frotaba las manos al grito de: –¡Diario, diario!-mientras un cafetero ,con su carrito lleno de termos y vasitos de plásticos, le servía café a un tipo de escasa estatura
-¿Un poco de mariposa?- pregunto, mientras sacaba una petaca del bolsillo.
Luego, una señora con un niño en brazos pedía monedas y yo que no tenía un mango me quedé consternado. No era de la ciudad, me sentí un extraño, un sapo de otro pozo.
Ingresé al hall de la entrada de la estación y recordé, uno de los  consejos de mi vieja
-Tene cuidado hijo, Buenos Aires no es Alvear, eso es otra cosa... roban- La frase era un pájaro de mal agüero que revoloteaba por mi cabeza. Metí la mano en el bolsillo del pantalón, agarré con fuerza mis únicos 20 pesos .La llave de casa  y mi documento, bien escondidos en la faltriquera. Divisé a mi izquierda, dos jóvenes, más o menos de mi edad, uno vestía bombacha de campo, alpargatas, llevaba puesto un pulóver de lana y debajo una camisa.
-¿No tiene frio?-me pregunté. Una boina color marrón, disimulaba la avanzada calvicie.  El otro ,campera y pantalón de jean, zapatillas topper, y un corte de pelo estilo “rolinga”. Me acerqué y le pregunté:
- ¿A  qué hora sale el tren a Retiro?
—En cinco minutos y del andén 1- Me respondió el de bombacha de campo- Yo voy a Retiro y de ahí a Olivos
- Yo también voy a Olivos-respondí.  

Sentí una seguridad y comenzamos una conversación. Me contó que desde hacía  un año vivía en La Plata y que nació y se crió, en un pueblo llamado Facundo Quiroga, partido de 9 de Julio. Sonreí y dije:
-Como yo. Me llamo Facundo Quiroga- dije y le causó gracia porque empezó a reírse a carcajadas, me abrazó, me  palmeó la espalda, al grito de “El tigre de los llanos”.
Las personas que pasaban nos miraban extrañados, el chico de vaquero se despidió y se fue para otro lado, nosotros subimos al vagón y seguimos dándole cuerda a la charla.
También me contó que estaba viviendo en una pensión con su hermano y buscaba trabajo para bancar sus estudios de veterinaria. Nos sentamos enfrentados al lado de la ventanilla, él seguía contando historias, y en un momento dijo:
-En esta estación, Brad Pitt filmó una película- relató serio pero me pareció que estaba chamuyando. No obstante, hablaba con tanta seguridad que lo escuché
-Tengo un amigo que hizo de extra, soldado Austríaco. Es de mi pueblo y está estudiando teatro- expresó con orgullo mientras enarcaba las cejas y le brillaron los ojos.
-¿Como se llama la película?-Interrumpí
-Siete años en el Tibet- respondió mientras se comía unas garrapiñadas que sacaba del bolsillo de su campera.
-¿Queres? Son caseras-Me ofreció y acepté. Siguió hablando de la película un rato largo, después me contó que su  papá hacia chacinados: chorizos, bondiola, jamón crudo y además agregó algunas anécdotas de su vida en el campo.
Llegamos a destino, descendimos por unas escaleras mecánicas que no funcionaban, para tomar el subte. Era mi primera vez en ese transporte subterráneo. También él. Me ubico detrás de la larga fila hacia la  boletería y cuando tocó mi turno, pedí:
-Dos boletos a Retiro por favor- dije y después se escuchó una vos gruesa diciendo:
-Del campo son los chorizos, se llama cospel- en tono fuerte desde el fondo y las risitas golpearon  mi espalda, el calor me avanzó por todo el cuerpo; me sentí avergonzado, el boletero sonrió, me dio dos monedas llamadas cospel
-Si soy del campo y a mucha honra –gritó mi compañero
-¿Hay algún problema? Pregunto y nadie contestó, lo miré, bajé la vista y empezamos a caminar.
Ya quería salir y subí rápido como toda la gente, mientras nos apretujábamos dentro del vagón. Recuerdo que me sentí como un ganado rumbo al matadero. Mi amigo miraba con ojos de perrito perdido, y yo empecé a sentir que me faltaba el aire. Vi que una persona se durmió en el asiento, otra leía el diario, una pareja de novios se murmuraban cosas al oído seguido de unos besos. Esa secuencia de imágenes me distrajo y amainó el ataque de pánico.
Al llegar a Retiro, otra gigante estación, le di mi plata a mi acompañante para que compre el boleto con destino a Olivos. Me impresionó lo grande de esa estación: sus columnas, el largo de su vestíbulo, miles de personas caminando.
- Con el boleto en la mano- dijo un guarda con tono monocorde.
Nos ubicamos cómodamente en unos asientos. El tren comenzó su marcha hacia la zona norte del conurbano, llegamos a Vicente López, y mi nuevo amigo sacó un pedazo de pan y  chorizo seco, que llevaba envuelto en papel de diario, dentro de una bolsa. Me ofreció un poco y le agradecí. Eran las diez de la mañana: “prefiero café con leche y unas medialunas”, pensé, mientras mi compañero le hincaba el diente al chori.
A los minutos llegamos a destino y nos despedimos con la promesa de juntarnos a tomar un vino o comer un asado. Anoté su dirección y teléfono en un papelito que aún conservo en uno de esos resquicios de la billetera. Creo que pasaron casi veinte años. Ya no volví a ir Olivos, estoy en Monte Hermoso y él estará por algún campo en el interior bonaerense. Somos vidas distintas que suceden al mismo tiempo, sin embargo, sospecho que todavía seguimos siendo amigos.

Por Facundo Quiroga

miércoles, 20 de marzo de 2019

Pampa y cielo


El campo. Una larga línea desnuda, apenas cortada por la rectangular espalda de una vaca, un molino, una tranquera o un monte. Atardeceres infinitos, donde puede verse entero el disco del sol rodando por la tierra y caer en su hendidura como moneda en una alcancía. El aroma sube del pasto húmedo, baja de los grandes eucaliptos, brota de la piel del caballo que montamos y se queda guardado en los confines de la memoria, para reaparecer a veces, caprichosamente, tantos años después. Ese recuerdo tengo de las vacaciones de mi niñez.
Es el verano de 1980 y como de costumbre fuimos con mi familia al campo, a casa de mis tíos. Mi padre se volvió a trabajar y nosotros, mi mamá, mi hermano y yo, nos quedamos. Mis primos, Fernando y Jorgelina, son dos hermanos más. Tienen nuestras mismas edades y disfrutan de los mismos entretenimientos, como por ejemplo perdernos en el monte para jugar a las escondidas. Recuerdo las trincheras de guerra que armábamos en las pilas de fardo del galpón. Los arcos y flechas de ramitas. Las juntadas de huevos de gallina, nuestro tesoro escondido, volver a la casa con la canasta llena,  para contarlos y ver quién juntó más. Los paseos en carro o en tractor para llevarles alimento a los animales. Y lo mejor: las largas cabalgatas en petisos, que con su trote manso y resignado. Ellos, nos aguantaban cualquier cosa.
Un día memorable fue cuando monté a caballo por primera vez. Yo tendría unos siete u ocho años y no estaba muy convencida. Desde allí abajo el animal me pareció una torre interminable. El miedo casi me gana. Pero al acercarme, lo noté tan tranquilo que me atreví a acariciar su trompa, tuve la sorpresa de sentirla suave como la de un gato. El aceptó el mimo sin inquietarse, con la templanza de un monje zen. Mi tío me ayudó a subir y colocó mis pies en los estribos. Él llevó las riendas esa vez y dimos una vuelta por el jardín.
-Apoyate en los estribos y aferrate bien de las crines –dijo mi tío.
Yo obedecí, apreté tanto las piernas que se me acalambraron y los dedos me quedaron amoratados de tanto enroscar la crin. Pero me sentí tan libre y tan alta como si flotara a cien metros de altura sobre el suelo. Cuando bajé tenía el estómago revuelto, un poco por mareo y otro poco por los nervios, sin embargo fue la experiencia más maravillosa que pude tener. Me enamoré de ese caballo inmediatamente.
Después se amontonaron más veranos y otros tantos paseos a caballo. Los que siguieron ya fueron a rienda suelta, con un trote enloquecido por los campo y siempre los cuatro primo-hermanos riendo a carcajadas, el viento azotándonos la cara y los pelos revueltos. Ahora que miro desde aquí a aquellos días de mi niñez, mientras revuelvo mi taza de té y escribo, me doy cuenta de que hay cosas que nos suceden de niño y que quedan indelebles, quien sabe por qué, en la memoria. Son esas imágenes que regresan como una vieja foto desteñida, pero acompañada de olores, sabores y nostalgias. En mi caso la foto es esta: un par de niños parados a la vera del alambre, mirando el sol caer en su alcancía, absorbiendo el aroma de los pastos y las últimas gotas de luz. Si me preguntan hoy qué es la felicidad, diría sin dudar que es ver caer el sol entre la pampa y el cielo, desde el lomo de un caballo, como en las vacaciones rurales de mi infancia.

Texto y Foto: Valeria Gorlero

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