miércoles, 20 de marzo de 2019

Pampa y cielo


El campo. Una larga línea desnuda, apenas cortada por la rectangular espalda de una vaca, un molino, una tranquera o un monte. Atardeceres infinitos, donde puede verse entero el disco del sol rodando por la tierra y caer en su hendidura como moneda en una alcancía. El aroma sube del pasto húmedo, baja de los grandes eucaliptos, brota de la piel del caballo que montamos y se queda guardado en los confines de la memoria, para reaparecer a veces, caprichosamente, tantos años después. Ese recuerdo tengo de las vacaciones de mi niñez.
Es el verano de 1980 y como de costumbre fuimos con mi familia al campo, a casa de mis tíos. Mi padre se volvió a trabajar y nosotros, mi mamá, mi hermano y yo, nos quedamos. Mis primos, Fernando y Jorgelina, son dos hermanos más. Tienen nuestras mismas edades y disfrutan de los mismos entretenimientos, como por ejemplo perdernos en el monte para jugar a las escondidas. Recuerdo las trincheras de guerra que armábamos en las pilas de fardo del galpón. Los arcos y flechas de ramitas. Las juntadas de huevos de gallina, nuestro tesoro escondido, volver a la casa con la canasta llena,  para contarlos y ver quién juntó más. Los paseos en carro o en tractor para llevarles alimento a los animales. Y lo mejor: las largas cabalgatas en petisos, que con su trote manso y resignado. Ellos, nos aguantaban cualquier cosa.
Un día memorable fue cuando monté a caballo por primera vez. Yo tendría unos siete u ocho años y no estaba muy convencida. Desde allí abajo el animal me pareció una torre interminable. El miedo casi me gana. Pero al acercarme, lo noté tan tranquilo que me atreví a acariciar su trompa, tuve la sorpresa de sentirla suave como la de un gato. El aceptó el mimo sin inquietarse, con la templanza de un monje zen. Mi tío me ayudó a subir y colocó mis pies en los estribos. Él llevó las riendas esa vez y dimos una vuelta por el jardín.
-Apoyate en los estribos y aferrate bien de las crines –dijo mi tío.
Yo obedecí, apreté tanto las piernas que se me acalambraron y los dedos me quedaron amoratados de tanto enroscar la crin. Pero me sentí tan libre y tan alta como si flotara a cien metros de altura sobre el suelo. Cuando bajé tenía el estómago revuelto, un poco por mareo y otro poco por los nervios, sin embargo fue la experiencia más maravillosa que pude tener. Me enamoré de ese caballo inmediatamente.
Después se amontonaron más veranos y otros tantos paseos a caballo. Los que siguieron ya fueron a rienda suelta, con un trote enloquecido por los campo y siempre los cuatro primo-hermanos riendo a carcajadas, el viento azotándonos la cara y los pelos revueltos. Ahora que miro desde aquí a aquellos días de mi niñez, mientras revuelvo mi taza de té y escribo, me doy cuenta de que hay cosas que nos suceden de niño y que quedan indelebles, quien sabe por qué, en la memoria. Son esas imágenes que regresan como una vieja foto desteñida, pero acompañada de olores, sabores y nostalgias. En mi caso la foto es esta: un par de niños parados a la vera del alambre, mirando el sol caer en su alcancía, absorbiendo el aroma de los pastos y las últimas gotas de luz. Si me preguntan hoy qué es la felicidad, diría sin dudar que es ver caer el sol entre la pampa y el cielo, desde el lomo de un caballo, como en las vacaciones rurales de mi infancia.

Texto y Foto: Valeria Gorlero

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