-!Pero Mamá!, está reseca, la tocás y se deshace. Tiene olor a humedad y no sirve para guardar nada... es una porquería - dijo enojada mientras yo estaba en la cama entre almohadones, con un brazo lleno de clavos y tres costillas astilladas –como Pinocho- imposibilitada de moverme y ella en su ataque de hija amante vino a ordenarme el placard para seleccionar ropa cómoda y dejarla a mano y de paso hacer una limpieza de cosas viejas.
-¿No pueden esperar a que me muera?- protesté y enseguida lancé una carcajada burlona.
-No vamos a esperar cien años, mamá.
-La valijita, no y punto. Es chica pero guarda mi memoria- me impuse mientras una polilla se escapó por la ventana. La vi salir desde el rincón del estante, apenas movimos un par de blusas viejas, se eyectó hacia la ventana que daba a la calle.
Todos subían con grandes valijas de doble cinto, bolsos a punto de explotar, cajas atadas con hilo sisal. Se empujaban, gritaban, se abrazaban con los que quedaban en el andén. Una flacucha pálida desentonó, subió silenciosa con una valijita que parecía de juguete.
-Llevala tranquila, dijo la tía, no la usamos más. Se la compramos a aquél cuando consiguió un trabajo de sereno en Avellaneda. Ahí ponía una muda y algo de comida. Pero ahora de encargado acá a la vuelta no necesita nada. Llevala querida, poné esta toalla y esas medias, te van a hacer falta.
Ella no entendía mucho lo que estaba pasando pero le brotaba esa veta protectora con total naturalidad.
El vagón tenía asientos forrados de cuerina beige. Del lado derecho eran de dos y del contrario de tres. Con un mecanismo sencillo se podía rebatir el respaldo, entonces algunos quedaban en la dirección en que marchaba el tren y otros enfrentados.
La muchacha –que era yo- se ubicó pegada a una ventanilla. Le tocó un grupo familiar. Dos mujeres gordas, un chico de dos o tres años, un hombre grande al que decían “nono” y un hombre joven, tal vez el padre de la criatura. Por la disposición de los asientos parecíamos una familia reunida en el living de la casa.
Atentos querían cargar la valijita en el portaequipaje.
-No, gracias, la llevo acá abajo, no me molesta- dije con timidez.
Las pocas cosas que contenía eran mis únicas pertenencias en el mundo.
Los viajeros seguían comentando la estadía en la ciudad. Decían bromas, festejaban con risas, en voz más baja criticaban algún pariente, repetían sin cesar el asombro del Planetario. El chico se entretenía con un chupetín mientras me pateaba la rodilla. No quería mirarlos.
-Si no los miro, ellos no me darán conversación- pensé.
Quedé distraída con el afuera. El traqueteo y el calor nos iba adormeciendo, por suerte. Por las ventanillas abiertas entraba una ventolera que nos inflaba la ropa y nos refrescaba un poco. Mi blusón de bambula parecía un globo que se inflaba de pronto. Mientras tanto, la ciudad se iba perdiendo. Cada vez menos edificios. Las casitas bajas y algunas calles de tierra con chicos que juegan a la pelota, más el ladrido de algún perro, aparecen como bienvenida a los suburbios.
Quedé distraída con el afuera. El traqueteo y el calor nos iba adormeciendo, por suerte. Por las ventanillas abiertas entraba una ventolera que nos inflaba la ropa y nos refrescaba un poco. Mi blusón de bambula parecía un globo que se inflaba de pronto. Mientras tanto, la ciudad se iba perdiendo. Cada vez menos edificios. Las casitas bajas y algunas calles de tierra con chicos que juegan a la pelota, más el ladrido de algún perro, aparecen como bienvenida a los suburbios.
A medida que el tren atravesó el paisaje, el aire trajo panaderos que revoloteaban como pompas de jabón. Recuerdo que cuando éramos chicos los corríamos hasta atraparlos y les pedíamos un deseo. Uno de los panaderos me rozó. Aproveché a tomarlo con suavidad y le pedí y lo solté con esperanza.
Cuando pasamos Cañuelas, pude ver la llanura en todo su esplendor. Fue como ver por primera vez el mar. Nací en una tierra quebrada por las cuchillas y los riachos. Contemplé esa inmensidad verde juntándose allá en la curvatura con un cielo celeste agua. Indistinguible la línea del horizonte. Y supe que aún era posible soñar.
El sol se fue lentamente, dando paso a la tristeza. El cielo se transformó en una paleta donde los restos de color de un día se superponen con los de otro. Hasta que quedó totalmente oscuro. De vez en cuando se veían unos fueguitos. Parecía un campo de guerra.
-Es la quema del rastrojo- escuché que dijeron. Las cenizas revoltosas en el viento de la noche nos mancharon las caras y las manos. Terminamos pareciendo soldados camuflados en ese viaje con el que inicié el exilio.
La valijita me acompañó en todas las mudanzas que vinieron después, casi como un amuleto, como un animal o como un fantasma de mí misma. Me aseguré de que mi hija la guardara en el placard. Me dormí mientras otra polilla aleteó en el vidrio de la ventana.
Por Graciela Vanzan