jueves, 25 de abril de 2019

La valijita

-!No!-  alcancé a gritar cuando mi hija tiraba la valijita en el tacho de basura.
-!Pero Mamá!, está reseca, la tocás y se deshace. Tiene olor a humedad y no sirve para guardar nada... es una porquería - dijo enojada mientras yo estaba en la cama entre almohadones, con un brazo lleno de clavos y tres costillas astilladas –como Pinocho- imposibilitada de moverme y ella en su ataque de hija amante vino a ordenarme el placard para seleccionar ropa cómoda y dejarla a mano y de paso hacer una limpieza de cosas viejas.
-¿No pueden esperar a que me muera?- protesté y enseguida lancé una carcajada burlona.
-No vamos a esperar cien años, mamá.
-La valijita, no y punto.  Es chica pero guarda mi memoria- me impuse mientras una polilla se escapó por la ventana. La vi salir desde el rincón del estante, apenas movimos un par de blusas viejas, se eyectó hacia la ventana que daba a la calle.  

Todos subían con grandes valijas de doble cinto, bolsos a punto de explotar, cajas atadas con hilo sisal. Se empujaban, gritaban, se abrazaban con los que quedaban en el andén. Una flacucha pálida desentonó, subió silenciosa con una valijita que parecía de juguete.
-Llevala tranquila, dijo la tía, no la usamos más. Se la compramos a aquél cuando consiguió un trabajo de sereno en Avellaneda. Ahí ponía una muda y algo de comida. Pero ahora de encargado acá a la vuelta no necesita nada. Llevala querida, poné esta toalla y esas medias, te van a hacer falta.
Ella no entendía mucho lo que estaba pasando pero le brotaba esa veta protectora con total naturalidad.
El vagón tenía asientos forrados de cuerina beige. Del  lado derecho eran de dos y del contrario de tres. Con un mecanismo sencillo se podía rebatir el respaldo, entonces algunos quedaban en la dirección en que marchaba el tren y otros enfrentados.
La muchacha –que era yo- se ubicó pegada a una ventanilla. Le tocó un grupo familiar. Dos mujeres gordas, un chico de dos o tres años, un hombre grande al que decían “nono” y un hombre joven, tal vez el padre de la criatura. Por la disposición de los asientos parecíamos una familia reunida en el living de la casa.
Atentos querían cargar la valijita en el portaequipaje.
-No, gracias, la llevo acá abajo, no me molesta- dije con timidez.
Las pocas cosas que contenía eran mis únicas pertenencias en el mundo.
Los viajeros seguían comentando la estadía en la ciudad. Decían bromas, festejaban con risas, en voz más baja criticaban algún pariente, repetían sin cesar el asombro del Planetario. El chico se entretenía con un chupetín mientras me pateaba la rodilla. No quería mirarlos.
-Si no los miro, ellos no me darán conversación- pensé.
Quedé distraída con el afuera. El traqueteo y el  calor nos iba adormeciendo, por suerte. Por las ventanillas abiertas entraba una ventolera que nos inflaba la ropa y nos refrescaba un poco. Mi blusón de bambula parecía un globo que se inflaba de pronto. Mientras tanto, la ciudad se iba perdiendo. Cada vez menos edificios. Las casitas bajas y algunas calles de tierra con chicos que juegan a la pelota, más el ladrido de algún perro, aparecen como bienvenida a  los suburbios.
A medida que el tren atravesó el paisaje, el aire trajo panaderos que revoloteaban como pompas de jabón. Recuerdo que cuando éramos chicos los corríamos hasta atraparlos y les  pedíamos un deseo. Uno de los panaderos me rozó. Aproveché a tomarlo con suavidad y le pedí y lo solté con esperanza.
Cuando pasamos Cañuelas, pude ver la llanura en todo su esplendor. Fue como ver por primera vez el mar. Nací en una tierra quebrada por las cuchillas y los riachos. Contemplé esa inmensidad verde juntándose allá en la curvatura con un cielo celeste agua. Indistinguible la línea del horizonte. Y supe que aún era posible soñar.
El sol se fue lentamente, dando paso a la tristeza. El cielo se transformó en una paleta donde los restos de color de un día se superponen con los de otro. Hasta que quedó totalmente oscuro. De vez en cuando se veían unos fueguitos. Parecía un campo de guerra.
-Es la quema del rastrojo- escuché que dijeron. Las cenizas revoltosas en el viento de la noche nos mancharon las caras y las manos. Terminamos pareciendo soldados camuflados en ese viaje con el que inicié el exilio.
La valijita me acompañó en todas las mudanzas que vinieron después, casi como un amuleto, como un animal o como un fantasma de mí misma. Me aseguré de que mi hija la guardara en el placard. Me dormí mientras otra polilla aleteó en el vidrio de la ventana.

Por Graciela Vanzan

martes, 9 de abril de 2019

La plaza es un domingo temprano

La esquina un domingo a la mañana sintetiza un paisaje de gestos distintos a otros días de la semana. Con menos tráfico que cualquier otro, el amanecer tiene un ritmo enloquecedor, a veces peligroso, que se diluye con la entrada en la media mañana. Ahí todo parece calmarse y la Estación de Servicio se transforma en una especie de mirador que todo lo ve.

Carlos, es el vagabundo que siempre duerme en la plaza. Son las 6 y se restrega los ojos partidos por el humo y un sueño indomable. Se para en el banco y trata de ver si los empleados de la YPF le habilitan su ingreso. Es un código de todos los días. Él se para en la madera roja y chista de un modo especial. Después, desde el playón, uno de los muchachos le hace el gesto del aterrizaje para en realidad decir que el baño está habilitado. Ya cuando procuraba cruzar la calle de regreso, más liviano, los playeros le dieron una vaquita a base de propinas en un vaso de café con leche para que desayune. Pidió un café con leche de la máquina y volvió al banco de la plaza lentísimo. Se lo tomó de a sorbos y ya se paró para irse. Por la vereda de enfrente, un viejo de anteojos gruesos y birrete, camina hacia la plaza con una pequeña bolsa de nylon en una mano. Vienen tan lentos que parecen dos caracoles que se cruzan en el camino. Se interceptan y parece una escena habitual. El abuelo le da la bolsita a Carlos y conversan algo. Después se dan un abrazo y se despiden: el vagabundo para el lado de la Estación Ferroviaria, el abuelo. hace un rodeo por la esquina de enfrente a la YPF, y después toma la vereda del largo paredón que conduce hacia el cementerio.
Debe ser una sensación, pero desde que se quedó solo, cada domingo que pasa, aumenta su inclinación hacia adelante. La espalda se curva otro grado y la cabeza se le asoma hacia el pecho. Mientras el abuelo camina lento y se pierde en el paisaje dominguero, por la avenida viene el colectivo, llega a la esquina y frena. El hombre que barre en un escobillón de la YPF detiene su tarea y de manera sutil cambia de función para convertirse en soporte y cómplice silencioso. Bajan dos señoras perfumadas y con ramos de flores. Después, un policía con sueño que viene de terminar su guardia:

-¿Podes creer? Mirá toda la basura que deja ese viejo sucio ahí- gruñe con veneno el oficial de bigotito mosca mientras les señala un banco rojo de la plaza a las señoras que sacuden la cabeza en señal de indignación.

Tras dos minutos en esa esquina con el motor encendido, el colectivo movió despacio y desde adentro una piba pegó un salto y casi se cae, pero no. Baja ella y logra salir a pie en dirección del policía gruñón de bigote mosca. La piba se pone los auriculares y camina como flotando por la música. No sé que escucha, creo que reggae porque aparece como un ligero movimiento acompasado hacia adelante. Cierra los ojos y parece que entra a otro planeta en el que no se siente la quietud de un domingo por la mañana. Creo que mi imaginación se va con ella. Se deja deslizar a centímetros del suelo mientras, en frente, el escobillón quiere y no quiere barrer... ¿será una metáfora del séptimo día? No sé, yo ya me fui, soy una sombra errante que camina al sol.

Por Alberto Alaniz

miércoles, 3 de abril de 2019

Siempre Malvinas

La memoria del 2 de abril nos enciende los relatos sentidos sobre la guerra de Malvinas y nuestros héroes: los que se quedaron en suelo isleño y los que volvieron para ponerle el pecho todos los días a la vida. Dos textos, dos relatos.
UN DÍA EN LA VIDA



Desperté. Un día más. Son las 6:30 hs. No sé por qué no puedo despertarme cuando suene la alarma a las 7:00 como la gente normal, esa que trabaja de 8 a 20, lleva los hijos a la escuela, llora con la novela de las 10 y compra lo que la tele les vende. Quisiera tener también la capacidad de dormir toda la noche de corrido como la gente normal, en cambio doy vueltas en la cama con el cerebro a mil, viendo todo pasar como en una película. La verdad que mi vida y la de la gente normal no se parecen en nada. Yo no soy normal. En fin, habrá que levantarse, aunque el cuerpo se queje. La herida de la pierna hoy molesta más que nunca, será la humedad, o tal vez la tristeza. A veces la tristeza se me cuela en los huesos, como si estuviera presente en todo lo que toco: en la fría sensación que da cuando me lavo los dientes, en la filosa hoja que lastima cuando me afeito, en el fondo del vaso de licor que levanto de la mesa de luz de anoche.
Son las 7:00. Le pego un sorbo al mate y me quemo la lengua. Dicen que el mate tan caliente trae cáncer, pero qué importa, a estas alturas de mi vida la muerte es lo de menos. Yo ya la conozco a esa maula, hemos estado cara a cara. Cuando has sentido la muerte respirándote en la nuca, todo lo demás pierde importancia, y yo ya estuve ahí. Fue un día como hoy, el mismo cielo, el mismo sol, pero más frío. El mate sí que no era el mismo, apenas unos palitos flotando en la negrura de un recipiente sucio, y eso con suerte, cuando había agua y se podía calentar. Entonces nos sentábamos en el suelo húmedo de la trinchera y chupábamos la bombilla en silencio, mirando el horizonte, donde se agazapaba el enemigo, ese animal sin nombre y sin rostro que siempre nos acechaba. Era difícil imaginar que detrás de esa línea había gente como nosotros, que quizás tenía frío, hambre o miedo, mientras sostenía entre sus dedos una taza de té, como último vestigio de dignidad, o de humanidad. Humanidad, cuántas veces pensé en esa palabra. Pero ¿qué es humanidad…?
Lleno otro mate y me lo llevo a la boca mientras pienso que, como decía el flaco Rodríguez, el ser humano no es más que una bestia pensante. Y hay que ver con qué facilidad pasa de ser pensante a simplemente una bestia. Siempre hablábamos de eso con el flaco, mi compañero de escuadrón. Él era un tipo extrovertido, el chistoso del grupo. Se podía estar viniendo el mundo abajo que él siempre tenía un comentario gracioso, una broma, un apodo que nos sacaba una sonrisa. Nosotros lo cargábamos, lo habíamos bautizado “el inmortal” y decíamos que él nos iba a enterrar a todos. No fue así. El día del ataque cayó primero. Una granada le voló medio cuerpo. Pude haber sido yo, pero le tocó a él. Quedó tendido al lado mío, boqueando, con los ojos abiertos fijos en mí, como diciéndome:
-¡Ayudame! No me dejés acá. El hombre y la bestia se debatían en mi interior, peleándose entre ayudarlo o correr. Entonces el sargento pasó a mi lado y gritó: -¡Retirada! ¡Retirada!- y reaccioné. Ganó la bestia y por eso hoy estoy acá.
Son las 9:00 y es hora de salir a pelearla. Resulta difícil para alguien en mi condición ganarse el pan de cada día, pero no me quejo. Cazo el paquete de broches y rejillas, me acomodo en mi muleta y salgo. Esta es la hora en que la gente normal-la que se espanta con el frío de Buenos Aires, que le llama batalla a conseguir un asiento en el micro y no ha tenido más pelea que por un puesto en el trabajo- llena el colectivo yendo a laburar y es cuando la gente como yo tiene más chance. A veces sueño despierto imaginando cómo sería mi vida si no hubiera pasado lo que me pasó. Doy vueltas en la cama pensando en eso y mucho más. Hay noches en que los ojos del flaco Rodríguez no me dejan dormir, se me aparecen por detrás de las cortinas, a través de la ventana o me observan desde el cielorraso. Entonces yo le hablo y le digo:

-Tenías razón hermano, en hacernos reír. En hacernos olvidar por un momento dónde estábamos y quiénes éramos: un puñado de pibes hambrientos con un fusil y una bandera, a miles de kilómetros de casa. Tenías razón flaco. Ahora a la distancia en leguas y en años lo comprendo mejor: es por la risa. La risa es lo que nos salva, lo que nos distingue de las bestias y es lo que nos hace, realmente, más humanos.
Por Valeria Gorlero



MI HÉROE EN ESTE LÍO

Al flaco lo conocí a los 5 o 6. "Machocamacho", siempre me dijo en alusión al boxeador mexicano. Recuerdo de sus relatos de Malvinas en una sobremesa lluviosa en el quincho de mi casa del pueblo. Mi viejo hizo el asado después de una pesca y fue una de esas maratones en la que grandes y chicos pasamos casi 24 horas de excursión: primero el bote en la laguna y después la parrilla en la que se asan las mejores carnes con las mejores historias. Jugada de pizarrón entre los amigos del vino, la pelota y la pesca. Línea de tres infalible.
El flaco contó la crónica de noches dolorosas. Sus momentos en las cuevas, el frío desgarrador, su amigo caído, varios de ellos, pero sobre todo uno que podría haber sido él pero la moneda de la vida eligió otra versión suya que se lo llevó en ese cielo de tormenta de Malvinas.
Creo que desde ahí las tormentas para él fueron pequeñas guerras en miniaturas. Recuerdos crudos de abril, mayo y junio de 1982. Sin embargo siempre las combatió como gran hombre y soldado. Fue padre de Malvina Soledad y ganó su batalla más poderosa.
De más grande, se arrimó al Bodegón de Juanchy para dejar su placa con foto de Soldado de Malvinas como una cicatriz en la pared de ese boliche plagado de buenas cicatrices de los años. Llegó con su buen humor, sus gritos de paisano y contó otras tardes de Malvinas mientras se refugiaban de las bombas que tiraban los aviones británicos.
Después vino la escena que más me gustó compartir con él: noche de 12 de agosto de 2016, día del pueblo, y el Bodegón de Juanchy con una mesa larguísima para todos sus amigos de Malvinas que vinieron a visitarlo para desfilar con él por las calles de General Alvear. De verde oliva y orgullo de soldado argentino. Esa noche comí con ellos y después toqué la guitarra hasta el calambre mientras ellos se abrazaban, lloraban de emoción y tatuaban con el verde del corazón otra de sus noches eternas. "Gracias machocamacho", me dijo el Flaco y yo le diré siempre que gracias a él por este orgullo de ser amigo suyo. 

Por Matías Kraber





lunes, 1 de abril de 2019

El bodegón desde adentro



Desde afuera no parece: una vieja puerta de dos hojas, un par de ventanitas alargadas, nada especial. Sin embargo, basta atravesar el umbral para sentirse inmerso en otra dimensión donde el tiempo parece haberse detenido. Le llaman “El Bodegón” y es una construcción de unos quince metros de largo, con paredes de ladrillos pintados de marrón, tirantes de madera a la vista y ese aire a fondas de La Boca, entre colorido y desteñido, entre el presente y el pasado. Se nota que esa es la intención, porque al abrir la única puerta lateral, nos damos de lleno con el mural del patio que recrea una escena típica de Caminito y sus coloridos conventillos. Es como una bocanada de Buenos Aires en pleno pueblo. En su interior convergen números, fotos, mapas y los personajes más diversos y dispares. Un cuadro del negro Olmedo, de gorrita y bigotes a lo Chaplin, nos mira con las cejas levantadas, mientras que en la pared de enfrente hay una foto del verdadero Charles con un niño, que lo observan al negro medio escondidos, como preguntándose: -¿Y ese?, ¿quién es?  Al lado de Chaplin cuelga un póster de las corridas de toros de Madrid, donde un hombre de rostro ceñudo y capa roja le ensarta espadas a un toro en el lomo, también rojo. Unos pasos más allá, sobre la misma pared, un retrato de Bob Marley proclama en letras blancas y en inglés: “Stand up for your rights” (levántate por tus derechos).

La mirada se pierde entre los números de las chapa-patentes desparramadas por todos lados y se detiene en la foto del Che, quien posa acodado en un escritorio, sosteniendo un enorme puro entre sus dedos y su boca. Sus ojos parecen abarcar todo el espacio, un poco entornados hacia arriba, pensativo y dan ganas de preguntarle en qué estaba pensando cuando le tomaron esa fotografía. ¿Se habrá imaginado alguna vez que hoy, tantos años después, su imagen daría vueltas al mundo, devenida en mero merchandising, estampada tanto en murales y cuadros como en gorras, camisetas y cuadernos que los jóvenes compran sin saber muy bien por qué? Supongo que no. Así son las vueltas de la vida. A su lado un cartel con una frase del Indio canta  “vivir solo cuesta vida”, nunca más certera, pues en su caso la vida le costó.

Hoy, acá, en este bodegón, esta especie de cambalache al estilo del tango de Discépolo; el Che puede descansar tranquilo al fin, junto a Bob Marley y Chaplin, entre la bandera wiphala y un mapa traído de Malvinas, que se codea al lado de la camiseta del Depo  y un cuadro de Quinquela, entre la biblia y el calefón.

Por Valeria Gorlero




El bodegón de La Boca


Parada en la puerta del Bodegón da comienzo el taller de escritura y yo me quedo mirando.  Ya abrí esa puerta en otro contexto. Las paredes y el piso de ladrillos son como muy cálidos, y las lámparas negras que cuelgan fueron motivo de charla alguna noche de cervezas con ella.
La puerta en la pared lindera al local es más vidrio que metal. Por ahí fue que nos fuimos las dos esa noche: se ve la Boca, con esos colores mezclados que no buscan para nada la combinación.
Ella, Paula, fanática de Boca, yo de River; caminamos esas calles en la imaginación e íbamos juntas. Balcones hechos con rejuntes de fierro, en los que hay plantas, flores, y hasta yuyos. Balcones que no solo son jardines colgantes, sino también patios para colgar la ropa, y el espacio minúsculo de algún perro, mientras que los gatos son amos de aquellos techos.
Al caminar por ahí, escuchábamos un tango mientras la pareja vestida de ocasión, sobrios y perfectos, ensayaban un dos por cuatro entre cortes y quebradas.  Desde algunas ventanas llegaba un olor que se mezclaba entre lo dulce y salado.
Un pintor sin manos retrataba las paredes que custodian Caminito: esa calle finita de adoquines, con algún que otro farol arrabalero y bancos de plaza. Más adelante el pochoclero, Paula se fanatizó y fue por un paquete, ella siempre adoró los pochoclos.
Más adelante los puestitos. El merchandaising todo dispuesto al turista, al visitante.
El olor del río también lo olfateamos, y entonces cortamos el viaje con ese hedor que pasa de las fosas nasales a la panza.
En medio de eso, nos distrajo la moza al traernos una cerveza y con el sonido del vidrio en la mesa, volvimos al lugar en el que estábamos sentadas.

Pasó un tiempo de ese viaje, Pau ya no está. Los ladrillos y las lámparas siguen ahí.  Ya el motivo de la visita al lugar o es el mismo. Está casi todo igual, aunque ahora los balcones de la Boca no los voy a recorrer. Lo hicimos juntas y hoy apenas es una pintura en la pared del Bodegón.
Por Romina Silva








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