lunes, 1 de abril de 2019

El bodegón desde adentro



Desde afuera no parece: una vieja puerta de dos hojas, un par de ventanitas alargadas, nada especial. Sin embargo, basta atravesar el umbral para sentirse inmerso en otra dimensión donde el tiempo parece haberse detenido. Le llaman “El Bodegón” y es una construcción de unos quince metros de largo, con paredes de ladrillos pintados de marrón, tirantes de madera a la vista y ese aire a fondas de La Boca, entre colorido y desteñido, entre el presente y el pasado. Se nota que esa es la intención, porque al abrir la única puerta lateral, nos damos de lleno con el mural del patio que recrea una escena típica de Caminito y sus coloridos conventillos. Es como una bocanada de Buenos Aires en pleno pueblo. En su interior convergen números, fotos, mapas y los personajes más diversos y dispares. Un cuadro del negro Olmedo, de gorrita y bigotes a lo Chaplin, nos mira con las cejas levantadas, mientras que en la pared de enfrente hay una foto del verdadero Charles con un niño, que lo observan al negro medio escondidos, como preguntándose: -¿Y ese?, ¿quién es?  Al lado de Chaplin cuelga un póster de las corridas de toros de Madrid, donde un hombre de rostro ceñudo y capa roja le ensarta espadas a un toro en el lomo, también rojo. Unos pasos más allá, sobre la misma pared, un retrato de Bob Marley proclama en letras blancas y en inglés: “Stand up for your rights” (levántate por tus derechos).

La mirada se pierde entre los números de las chapa-patentes desparramadas por todos lados y se detiene en la foto del Che, quien posa acodado en un escritorio, sosteniendo un enorme puro entre sus dedos y su boca. Sus ojos parecen abarcar todo el espacio, un poco entornados hacia arriba, pensativo y dan ganas de preguntarle en qué estaba pensando cuando le tomaron esa fotografía. ¿Se habrá imaginado alguna vez que hoy, tantos años después, su imagen daría vueltas al mundo, devenida en mero merchandising, estampada tanto en murales y cuadros como en gorras, camisetas y cuadernos que los jóvenes compran sin saber muy bien por qué? Supongo que no. Así son las vueltas de la vida. A su lado un cartel con una frase del Indio canta  “vivir solo cuesta vida”, nunca más certera, pues en su caso la vida le costó.

Hoy, acá, en este bodegón, esta especie de cambalache al estilo del tango de Discépolo; el Che puede descansar tranquilo al fin, junto a Bob Marley y Chaplin, entre la bandera wiphala y un mapa traído de Malvinas, que se codea al lado de la camiseta del Depo  y un cuadro de Quinquela, entre la biblia y el calefón.

Por Valeria Gorlero




El bodegón de La Boca


Parada en la puerta del Bodegón da comienzo el taller de escritura y yo me quedo mirando.  Ya abrí esa puerta en otro contexto. Las paredes y el piso de ladrillos son como muy cálidos, y las lámparas negras que cuelgan fueron motivo de charla alguna noche de cervezas con ella.
La puerta en la pared lindera al local es más vidrio que metal. Por ahí fue que nos fuimos las dos esa noche: se ve la Boca, con esos colores mezclados que no buscan para nada la combinación.
Ella, Paula, fanática de Boca, yo de River; caminamos esas calles en la imaginación e íbamos juntas. Balcones hechos con rejuntes de fierro, en los que hay plantas, flores, y hasta yuyos. Balcones que no solo son jardines colgantes, sino también patios para colgar la ropa, y el espacio minúsculo de algún perro, mientras que los gatos son amos de aquellos techos.
Al caminar por ahí, escuchábamos un tango mientras la pareja vestida de ocasión, sobrios y perfectos, ensayaban un dos por cuatro entre cortes y quebradas.  Desde algunas ventanas llegaba un olor que se mezclaba entre lo dulce y salado.
Un pintor sin manos retrataba las paredes que custodian Caminito: esa calle finita de adoquines, con algún que otro farol arrabalero y bancos de plaza. Más adelante el pochoclero, Paula se fanatizó y fue por un paquete, ella siempre adoró los pochoclos.
Más adelante los puestitos. El merchandaising todo dispuesto al turista, al visitante.
El olor del río también lo olfateamos, y entonces cortamos el viaje con ese hedor que pasa de las fosas nasales a la panza.
En medio de eso, nos distrajo la moza al traernos una cerveza y con el sonido del vidrio en la mesa, volvimos al lugar en el que estábamos sentadas.

Pasó un tiempo de ese viaje, Pau ya no está. Los ladrillos y las lámparas siguen ahí.  Ya el motivo de la visita al lugar o es el mismo. Está casi todo igual, aunque ahora los balcones de la Boca no los voy a recorrer. Lo hicimos juntas y hoy apenas es una pintura en la pared del Bodegón.
Por Romina Silva








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