La memoria del 2 de abril nos enciende los relatos sentidos sobre la guerra de Malvinas y nuestros héroes: los que se quedaron en suelo isleño y los que volvieron para ponerle el pecho todos los días a la vida. Dos textos, dos relatos.
UN DÍA EN LA VIDA
Desperté. Un día más. Son las 6:30 hs. No sé por qué no puedo despertarme cuando suene la alarma a las 7:00 como la gente normal, esa que trabaja de 8 a 20, lleva los hijos a la escuela, llora con la novela de las 10 y compra lo que la tele les vende. Quisiera tener también la capacidad de dormir toda la noche de corrido como la gente normal, en cambio doy vueltas en la cama con el cerebro a mil, viendo todo pasar como en una película. La verdad que mi vida y la de la gente normal no se parecen en nada. Yo no soy normal. En fin, habrá que levantarse, aunque el cuerpo se queje. La herida de la pierna hoy molesta más que nunca, será la humedad, o tal vez la tristeza. A veces la tristeza se me cuela en los huesos, como si estuviera presente en todo lo que toco: en la fría sensación que da cuando me lavo los dientes, en la filosa hoja que lastima cuando me afeito, en el fondo del vaso de licor que levanto de la mesa de luz de anoche.
Son las 7:00. Le pego un sorbo al mate y me quemo la lengua. Dicen que el mate tan caliente trae cáncer, pero qué importa, a estas alturas de mi vida la muerte es lo de menos. Yo ya la conozco a esa maula, hemos estado cara a cara. Cuando has sentido la muerte respirándote en la nuca, todo lo demás pierde importancia, y yo ya estuve ahí. Fue un día como hoy, el mismo cielo, el mismo sol, pero más frío. El mate sí que no era el mismo, apenas unos palitos flotando en la negrura de un recipiente sucio, y eso con suerte, cuando había agua y se podía calentar. Entonces nos sentábamos en el suelo húmedo de la trinchera y chupábamos la bombilla en silencio, mirando el horizonte, donde se agazapaba el enemigo, ese animal sin nombre y sin rostro que siempre nos acechaba. Era difícil imaginar que detrás de esa línea había gente como nosotros, que quizás tenía frío, hambre o miedo, mientras sostenía entre sus dedos una taza de té, como último vestigio de dignidad, o de humanidad. Humanidad, cuántas veces pensé en esa palabra. Pero ¿qué es humanidad…?
Lleno otro mate y me lo llevo a la boca mientras pienso que, como decía el flaco Rodríguez, el ser humano no es más que una bestia pensante. Y hay que ver con qué facilidad pasa de ser pensante a simplemente una bestia. Siempre hablábamos de eso con el flaco, mi compañero de escuadrón. Él era un tipo extrovertido, el chistoso del grupo. Se podía estar viniendo el mundo abajo que él siempre tenía un comentario gracioso, una broma, un apodo que nos sacaba una sonrisa. Nosotros lo cargábamos, lo habíamos bautizado “el inmortal” y decíamos que él nos iba a enterrar a todos. No fue así. El día del ataque cayó primero. Una granada le voló medio cuerpo. Pude haber sido yo, pero le tocó a él. Quedó tendido al lado mío, boqueando, con los ojos abiertos fijos en mí, como diciéndome:
-¡Ayudame! No me dejés acá. El hombre y la bestia se debatían en mi interior, peleándose entre ayudarlo o correr. Entonces el sargento pasó a mi lado y gritó: -¡Retirada! ¡Retirada!- y reaccioné. Ganó la bestia y por eso hoy estoy acá.
Son las 9:00 y es hora de salir a pelearla. Resulta difícil para alguien en mi condición ganarse el pan de cada día, pero no me quejo. Cazo el paquete de broches y rejillas, me acomodo en mi muleta y salgo. Esta es la hora en que la gente normal-la que se espanta con el frío de Buenos Aires, que le llama batalla a conseguir un asiento en el micro y no ha tenido más pelea que por un puesto en el trabajo- llena el colectivo yendo a laburar y es cuando la gente como yo tiene más chance. A veces sueño despierto imaginando cómo sería mi vida si no hubiera pasado lo que me pasó. Doy vueltas en la cama pensando en eso y mucho más. Hay noches en que los ojos del flaco Rodríguez no me dejan dormir, se me aparecen por detrás de las cortinas, a través de la ventana o me observan desde el cielorraso. Entonces yo le hablo y le digo:
-Tenías razón hermano, en hacernos reír. En hacernos olvidar por un momento dónde estábamos y quiénes éramos: un puñado de pibes hambrientos con un fusil y una bandera, a miles de kilómetros de casa. Tenías razón flaco. Ahora a la distancia en leguas y en años lo comprendo mejor: es por la risa. La risa es lo que nos salva, lo que nos distingue de las bestias y es lo que nos hace, realmente, más humanos.
Por Valeria Gorlero
MI HÉROE EN ESTE LÍO

El flaco contó la crónica de noches dolorosas. Sus momentos en las cuevas, el frío desgarrador, su amigo caído, varios de ellos, pero sobre todo uno que podría haber sido él pero la moneda de la vida eligió otra versión suya que se lo llevó en ese cielo de tormenta de Malvinas.
Creo que desde ahí las tormentas para él fueron pequeñas guerras en miniaturas. Recuerdos crudos de abril, mayo y junio de 1982. Sin embargo siempre las combatió como gran hombre y soldado. Fue padre de Malvina Soledad y ganó su batalla más poderosa.
De más grande, se arrimó al Bodegón de Juanchy para dejar su placa con foto de Soldado de Malvinas como una cicatriz en la pared de ese boliche plagado de buenas cicatrices de los años. Llegó con su buen humor, sus gritos de paisano y contó otras tardes de Malvinas mientras se refugiaban de las bombas que tiraban los aviones británicos.
Después vino la escena que más me gustó compartir con él: noche de 12 de agosto de 2016, día del pueblo, y el Bodegón de Juanchy con una mesa larguísima para todos sus amigos de Malvinas que vinieron a visitarlo para desfilar con él por las calles de General Alvear. De verde oliva y orgullo de soldado argentino. Esa noche comí con ellos y después toqué la guitarra hasta el calambre mientras ellos se abrazaban, lloraban de emoción y tatuaban con el verde del corazón otra de sus noches eternas. "Gracias machocamacho", me dijo el Flaco y yo le diré siempre que gracias a él por este orgullo de ser amigo suyo.
Por Matías Kraber
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