viernes, 19 de marzo de 2021

Tolosa mi refugio

Tolosa es mi refugio, una especie de guarida que se extiende metros adentro de un pulmón de manzana con tonos gris y verde. Éste es mi lugar en el mundo. Un epicentro barrial sin tanto edificio nuevo, ni ruido a motor de auto o tanto empleado público apurado por llegar vaya a saber a dónde. Mi barrio es una especie de búnker que me protege de todo aquello que desprecio o me pone de mal humor. Acá, el canto de los pájaros hace que el día arranque placentero y silvestre. Que a uno le den ganas de salir a la calle a enfrentar la vida sin más que lo puesto. Sus veredas son anchas e invitan a patearlas, pero hay que estar atentos: la mayoría de las baldosas están rotas y nos escupen cuando llueve. Los perros y gatos también son genios y figuras por estos lados. Tienen dueños, pero no. Tienen casa, pero varias. No tienen exclusividad: comen acá, comen allá, se dejan acariciar por el viejo Manuel, como por una nena de 6 años que todas las tardes sale con su madre a tomar mate afuera. La gente mayor que vive en Tolosa es feliz o por lo menos así me gusta pensarlo. En la esquina de casa vive una viejita que tiene la sonrisa grabada en la cara. Llena de arrugas, medio encorvada, jamás la escuché quejándose de algo.

Recorro con mi mente cada rincón y me doy cuenta que mi querido barrio también me permite llevar adelante rituales que sanan, que calman, y también me energizan. Algunas veces, cuando ando medio caído de ánimo, me voy hasta la esquina de la calle 5 y 528 donde hay un mural de “La Guardia Hereje”. Por lo general me compro una birra en el kiosco que está justito enfrente, me siento a mirar esa hermosa calavera tanguera y quedo en silencio varias horas; quizás tarareando alguna letra de Alorsa, quizás esperando alguna respuesta a una muerte tan temprana, tan injusta, tan dolorosa. Casi siempre lloro un rato y pasado unos minutos, ya estoy más liviano; como en paz con la vida, con mi viejo y conmigo mismo.

Otra cosa que me gusta de Tolosa son esas casitas con patio al frente. Son patios donde no abundan los metros cuadrados, pero sí el verde, las flores y las sillas playeras. Me encanta cuando paso caminando y los veo habitados por sus dueños que, mate va, mate viene, charlan sobre fútbol, política y otras yerbas en un modo filosófico con el entrecejo fruncido.

Otra cosa que me apasiona de mi barrio es su buen oído para la música. Muy de vez en cuando se puede escuchar algún reguetón saliendo de alguna ventana que da a la calle, pero a menudo suena, sobre todo los fines de semana, mucho de nuestro querido rock nacional: Fito, el Flaco, Charly, Los Redondos o Ciro son algunos de los artistas que le ponen sonido y cariño a mi querida Tolosa. Para mí los vecinos son como una parte de la familia. Cuando veo a alguien que se lleva mal con su vecino, veo lo peor del ser humano. ¿O hay algo más feo que no tener buena onda con la persona que vivís al lado? Eso por suerte en estos lados no pasa, o pasa poco. El Flaco Spinetta siempre decía "Cuidá al que tenés al lado” y eso parece que en Tolosa lo tenemos bien aprendido.

Saliendo de mi casa a la derecha, a poquitos metros, se encuentra la casa de Rubén, un señor de unos 60 años que sale todas las mañanas bien temprano a trabajar en bicicleta. De estatura baja, pelo castaño, ojos marrones medios tristones y manos grandes llenas de arrugas. Rubén se dedica a vender alfajores en alguna esquina del centro o lava los autos en el estacionamiento de un restorán donde van a comer los “picotudos”, como les dice él a la gente pudiente. Rubén fue secuestrado y torturado por los milicos, pero no quiere venganza, sólo pide justicia. Hace 10 años le mataron a una hija y no quiere la pena de muerte para el femicida, quiere que el asesino cumpla su pena y que no haya más femicidios. Tener una conversación con Rubén equivale a leer 10 libros Zen o toda la bibliografía entera de Pilar Sordo. El martes pasado me lo crucé unos minutos y estuvimos charlando:

- Ando medio indeciso porque lo queremos cambiar de colegio a mi hijo Blas y no nos animamos; no sé qué hacer- le comenté y esperé ansioso su respuesta.

-Siempre que tengas dos caminos, agarrá para el lado desconocido…siempre- dice y quedan las palabras suspendidas- Si después querés volver…volvés. Pero descansá de lo conocido.

Mi casa está en un pulmón de manzana así que estoy rodeado de otras casas, algunas con grandes patios, otras con más pequeños, pero todas con parrilla. Los domingos es una fija ver el humo saliendo por las chimeneas y me da una sensación de placer. Quizás yo no prenda la parri ese día, pero la prende Eduardo y lo celebramos todos. Es el aroma del triunfo de entrecasa.

El menú tolosano de posibilidades es amplio: si queres despejarte o hacer ejercicio, tenés la rambla de 32. Si querés una golosina a las 12 de la noche, el kiosco más copado y completo de la ciudad es un oasis en el desierto y se llama “El Principito”. Si sos pincha y querés emocionarte, pasá por las casas donde viven las familias del Ruso Prátola o de Alejandro Sabella, quedan a una cuadra de distancia sobre la calle 4.

Ahora estoy en mi pulmón de manzana. Veo la comunicación del humo saltar entre los paredones y se oye el crepitar de las brasas. A unos metros mi huerta emana esa mixtura natural con la tierra mojada de la que voy a sacar un poco de albahaca para la ensalada. Me corre una sensación de bienestar por el cuerpo que intuyo que es la certeza: Tolosa es mi guarida, mi pequeña isla de cemento y pasto en la que yo, mi familia y los vecinos formamos un lazo sanguíneo de patria chica.


Por Pato Lombardi

Ph: Pato Lombardi


lunes, 15 de marzo de 2021

Es el eco lo que duele, no el silencio

Cuánto tiempo, ¿no? 8 años Nicolás, ni yo me lo creo, hace dos hijxs que no hablamos, ¡dos! Cuánta vida en esos años.

De mis hijxs prefiero no hablar ahora, basta con decir que los amo, punto. Esta carta es otra cosa Nicolás, es el escape a la rutina, la nostalgia que me pinta pensarme hace 8 años, acordarme de La Paz, del teatro, de nosotros, de esas cuántas ¿4, 5, 6? semanas que pasamos panza arriba viendo el cielo en la Abaroa ¿ era eso la libertad Nicolás? eso y comer heladitos frente a la misma plaza? 

A veces sueño, bueno siempre, pero desde que soy madre recuerdo poco los detalles, quizás porque me despierto de golpe y mato así cualquier intento. pero el otro día te soñé y pude recordar todo.

Estábamos en la Sagárnaga, tenías un sombrero de copa muy alto, bastante ridículo, yo con un vestidito de playa en pleno invierno en La Paz. Caminábamos como siempre (porque hace 8 años eso era siempre) agarrados de la mano, agarrados del culo o de la espalda. La misma calle estrecha, el olor a cuero, madera, a leyenda. Las 'cases' saludando como era costumbre, desde sus puestitos felices con el sol en la sonrisa y todos los colores del carnaval.
'Jallalla' gritaban las guaguas, con sus cachetes chamuscados. 
'jallalla' respondíamos cagados de frío y de risa. Seguíamos caminando: la calle ahora más estrecha y cada vez más larga se fue quedando sin cases, sin guaguas y sin colores.  De pronto tú te sacaste el sombrero y yo me cubrí el vestido. Seguimos así: la calle ahora un laberinto, estrecho como un fideo, me doy la vuelta y no te encuentro, tengo la mano fría, un silencio sepulcral me recorre el cuerpo.
Quedé ahí, quieta, la calle huele a formol y a azúcar. Ahogada, con la lengua en la garganta.
Bolivia es el mar, Nicolás. Bolivia es el mar. 

Por Cata
PH: Cata

miércoles, 10 de marzo de 2021

Luces de colores

 


Fue en 1990 cuando me convertí en una suerte de pequeño Edison al crear un invento que modificó mi adolescencia. El mundo en ese año se mentalizaba para disfrutar y sufrir al mismo tiempo el mundial de Italia. Los tanos eran los anfitriones del espectáculo deportivo más grande del mundo y yo me preparaba para acudir a mis primeros asaltos. No se asuste señor lector, no me refiero a chorear un banco o afanar algún kiosquito de barrio con un pasamontaña. No. Me refiero al encuentro juvenil con música y baile que se realiza en la casa de algún amigo o compañero de colegio, donde los chicos llevan las bebidas y las chicas la comida, quizás en otros lares se lo conoce como malón.

Estaba haciendo un curso de electricidad a cargo del profesor Mario Pérez quien además de ser un profesional matriculado y operario de EDEA, era mi vecino. Con sus instrucciones logré armar un pequeño tablero de madera donde coloqué una tecla, conseguí cuatro latas de durazno que tras limpiarlas las pinté de color negro, le puse un porta lámpara por dentro a cada una, y por fuera le puse un papel celofán de colores rojo, azul, verde y amarillo.  Las atornillé a un caño bastante oxidado junto a dos ganchos a los costados y después las colgué en la pared. Pero no es todo. En el galpón de mi viejo, doy con un ventilador que desarmé para sacarle el motor.  Se me prendió la lamparita de otra proeza bolichera. Así que consigo otra lata de aceite más grande, busco la tijera de hojalatero y le hago varios cortes circulares alrededor y repito las maniobras que hice con las luces anteriores.  Con mis dos inventos, cruzo la calle al taller de Papavero que se ofreció amablemente a soldarlas con la octogena. 

Minutos más tarde regreso con todo el aparataje a mi casa. Conecto primero un cable a mi bola de boliche para enchufarlo en el tablero. La cuelgo de la vigueta que atraviesa el techo, aprieto la tecla y magia: mi invento gira y todas las luces le dan vida al galpón oscuro entre las herramientas y cacharros viejos. 

Mi primer asalto fue inolvidable y el invento la atracción de la noche.  Recuerdo a todos viniéndose encima como bichos al foco para encender y apagar la única tecla que permitía que la pista de baile estuviera iluminada o a oscuras. Florencia la chica que me gustaba, la piba con quien pensaba dar mi primer beso, no solo se acercó para pulsar la tecla sino también para conversar: tenía curiosidad por el funcionamiento de la bola de boliche

-¿Cómo lo hiciste?- preguntó interesada- porque esto está buenísimo- arremetió-  le voy a contar a mi prima porque la semana que viene cumple 15 años y organiza su festejo en el quincho de su casa. Mi sonrisa se dibujó automáticamente y mis ojos grandes asintieron todo lo que Florencia dijo, luego se fue a bailar con sus amigas, yo seguí con lo mío, encendiendo y apagando las luces de colores. El dueño de casa “Titi” Martinez quien además musicalizaba la velada con su mini componente doble casetera que su viejo le había regalado antes de marcharse con otra mujer mucho más joven que su madre, colocó un casete dentro del equipo y la música empezó a sonar. Él se acercó al grupo de chicas donde estaba Florencia y se pusieron a bailar, ella le sonrió y le festejó todos los movimientos rítmicos raros y exóticos que realizaba. Se divertían, la estaban pasando bien. Me quedé duro, inmóvil, percibí en cada paso de baile, en cada tempo, su perfume, su calor, la suavidad de sus brazos abrazando mi cuerpo y cerca, cada vez más cerca, cada vez más juntos. Sentí la calidez de sus labios y la besé sin besarla.

Al finalizar ese tema “el Titi” abandonó a su compañera de baile para poner un lento: “Hotel California”, respiré hondo, tomé valor, me acerqué como un rayo a mi amor platónico con el botón de las luces de colores encendidas y le pregunté:

-¿Queres bailar?- respondió asintiendo con su cabeza y me devolvió una sonrisa. La tomé por la cintura, ella puso sus brazos en mis hombros y marcó una distancia de hielo. Con el freno puesto comenzamos a bailar, reconozco que estaba nervioso, me latía mucho el corazón y creo que a ella también, lentamente nos fuimos acercando, nos fuimos relajando, disfrutamos el momento, y en cuestión de segundos apoyó su rostro en mi pecho y me metió en una nube de rosas y fresias. Después, cerré mis ojos y me dejé llevar. Sentí su mejilla rozar contra la mía, volví a abrir los ojos y de reojo la vi: era ella, irradiaba luz como mi invento en el centro de la pista con intensas y peculiares tonalidades, giraba lentamente mientras mantenía una sutil celeridad, como fingiendo dar un giro eterno de ballet. Luego de la hipnosis, la besé. Por Facundo Quiroga


jueves, 4 de marzo de 2021

Una sombra en el fondo de la noche

A Julieta, mi querida amiga 

 Te escribo acá, desde Tapalqué, porque me desperté y, además de darme cuenta de que te extrañaba, me di cuenta que tuve un sueño que
necesitaba escribir al instante, antes de olvidarlo. ¿A vos también te pasa que, si no inmortalizas algo en la escritura al instante, la memoria te juega una mala pasada? A mi sí, por eso, te escribo a las 5 de la madrugada de este 16 de febrero, segundos después de que la patada electrizante con la que desperté no me permita volver a pegar un ojo. 

Ayer se me ocurrió, con la mañana lluviosa, hacer eso que nos habíamos propuesto: balances del 2020, proyectos 2021, y bla… siempre tan optimistas, yo ya te había dicho que sentía que no tenía que hacerlo, que mi estructurada mente iba a sufrir al ver cómo esos planes no se iban a llevar a cabo. Sin embargo, el papel, la lapicera, y mi alma de soñadora empedernida me fueron llevando. 

Era yo, tenía, más o menos, unos cuarenta años. Estaba en una casa que se caía a pedazos: paredes carcomidas por la humedad, con el viento filtrándose por las puertas y ventanas. Hacía mucho frío y apenas me calentaba con una hornalla que perdía tanto gas que me provocaba un agudo dolor de cabeza. Yo estaba ahí, sentada en un rincón del rancho, en una mesa de chapa oxidada, helada por el frío, reflexionando si esa era yo verdaderamente, cuando un  llanto irrumpió. 

Caminé por un pasillo angosto, de paredes amarillas, con pisos de madera añejos del que salían arañitas y vi una cuna con un bebé. Sí, lo que lees: un bebé. 

El bebé tiene una cara angelical y demoníaca a la vez, de tez morena, ojos verdes como dos faroles, y una boca tan diminuta como la de un mosquito. De su boca, de esa pequeña boca, salía un llanto extremadamente ruidoso, como si tuviese ahí dentro un parlante último modelo, como si sus pulmones fueran los de un cantante de ópera. Era un llanto de bebé que se transformó en aullidos de una bestia. El sonido se vuelve cada vez más y más insoportable, al punto que siento que me sangran los oídos. Sí, yo estaba ¿durmiendo? Pero sentía un frenético impulso de taparme los oídos para que esa vocecita chillona se calle de una vez por todas, para siempre. Lentamente, me fui acercando a la cuna, necesitaba que eso se calle…

 ¡Juro que solo quise taparle la boca, te lo juro! Pero, no sé cómo apreté tan fuerte una y otra vez que ese cuerpecito se desarmó. Sí amiga, se desarmó, así como se desarma un rompecabezas. Esos pequeños huesos caían al suelo llenos de sangre, y yo los veía como en tercera dimensión. Había olor a muerte en toda la habitación.

De pronto, apareció por el ventiluz un animal dispuesto a limpiar la putrefacción. Yo, estaba profundamente perdida, en un estado de ira, confusión y angustia, y no podía ver qué era. Cuando hice foco, vi que era un gato. Un gato negro de ojos verdes y flaco, muy flaco, esquelético, casi sin pelaje, lamiendo la sangre del bebé desarmado mientras intentaba morder sus huesitos, esos huesitos pequeños. 

Imagino tu cara de pavor, y es la que tengo mientras te escribo, temblando mientras se me caen lágrimas sobre el papel: no sólo en mi sueño maté un bebé por su éxtasis de llanto, sino que apareció un gato, el único animal al que le tengo una fobia infundada.

Empecé a sudar, no sé si en el sueño o en mi cama, pero con el corazón al borde de salirse del pecho. Sí, esa tortura no paraba. Mi deseo de abrir los ojos era más poderoso que cualquier otra cosa que hubiera deseado jamás. Abrí la puerta de calle para pedir auxilio, y vi que estaba en un pueblito que era una maqueta con cuatro casas a mi alrededor que estaban a cinco cuadras  de distancia, sin asfalto, sin cloacas, con un olor que me provocaba náuseas.

Empecé a correr, aumentando la velocidad para ver si podía escaparme a la realidad, ¿o esa era la realidad? Mis piernas no seguían el ritmo que mi mente quería, ni mi corazón, ni mi desesperación. Yo intentaba ser consciente de que estaba soñando, que eso no podía ser real, pero mi cabeza continuaba como una fábrica incesante de imágenes, lugares y  sensaciones horrendas. En un momento sentí que, al correr, caía en un agujero negro, y ahí fue cuando una patada electrizante me despertó unos minutos atrás y quedé en un estado del que aún no puedo recuperarme.

Mi mente sigue perturbándome porque no entiende, ¿quién inventó ese mundo de terror? En ese estado de agitación, solo pude prender el velador, agarrar un papel, y escribirte. Creo que debo hacerte una advertencia, darte un consejo: tené cuidado con tus obsesiones porque tal vez sean una cárcel en la que alguien se tragó la llave de salida. Pepy Newbery


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