A Julieta, mi querida amiga
necesitaba escribir al instante, antes de olvidarlo. ¿A vos también te pasa que, si no inmortalizas algo en la escritura al instante, la memoria te juega una mala pasada? A mi sí, por eso, te escribo a las 5 de la madrugada de este 16 de febrero, segundos después de que la patada electrizante con la que desperté no me permita volver a pegar un ojo.
Ayer se me ocurrió, con la mañana lluviosa, hacer eso que nos habíamos propuesto: balances del 2020, proyectos 2021, y bla… siempre tan optimistas, yo ya te había dicho que sentía que no tenía que hacerlo, que mi estructurada mente iba a sufrir al ver cómo esos planes no se iban a llevar a cabo. Sin embargo, el papel, la lapicera, y mi alma de soñadora empedernida me fueron llevando.
Era yo, tenía, más o menos, unos cuarenta años. Estaba en una casa que se caía a pedazos: paredes carcomidas por la humedad, con el viento filtrándose por las puertas y ventanas. Hacía mucho frío y apenas me calentaba con una hornalla que perdía tanto gas que me provocaba un agudo dolor de cabeza. Yo estaba ahí, sentada en un rincón del rancho, en una mesa de chapa oxidada, helada por el frío, reflexionando si esa era yo verdaderamente, cuando un llanto irrumpió.
Caminé por un pasillo angosto, de paredes amarillas, con pisos de madera añejos del que salían arañitas y vi una cuna con un bebé. Sí, lo que lees: un bebé.
El bebé tiene una cara angelical y demoníaca a la vez, de tez morena, ojos verdes como dos faroles, y una boca tan diminuta como la de un mosquito. De su boca, de esa pequeña boca, salía un llanto extremadamente ruidoso, como si tuviese ahí dentro un parlante último modelo, como si sus pulmones fueran los de un cantante de ópera. Era un llanto de bebé que se transformó en aullidos de una bestia. El sonido se vuelve cada vez más y más insoportable, al punto que siento que me sangran los oídos. Sí, yo estaba ¿durmiendo? Pero sentía un frenético impulso de taparme los oídos para que esa vocecita chillona se calle de una vez por todas, para siempre. Lentamente, me fui acercando a la cuna, necesitaba que eso se calle…
¡Juro que solo quise taparle la boca, te lo juro! Pero, no sé cómo apreté tan fuerte una y otra vez que ese cuerpecito se desarmó. Sí amiga, se desarmó, así como se desarma un rompecabezas. Esos pequeños huesos caían al suelo llenos de sangre, y yo los veía como en tercera dimensión. Había olor a muerte en toda la habitación.
De pronto, apareció por el ventiluz un animal dispuesto a limpiar la putrefacción. Yo, estaba profundamente perdida, en un estado de ira, confusión y angustia, y no podía ver qué era. Cuando hice foco, vi que era un gato. Un gato negro de ojos verdes y flaco, muy flaco, esquelético, casi sin pelaje, lamiendo la sangre del bebé desarmado mientras intentaba morder sus huesitos, esos huesitos pequeños.
Imagino tu cara de pavor, y es la que tengo mientras te escribo, temblando mientras se me caen lágrimas sobre el papel: no sólo en mi sueño maté un bebé por su éxtasis de llanto, sino que apareció un gato, el único animal al que le tengo una fobia infundada.
Empecé a sudar, no sé si en el sueño o en mi cama, pero con el corazón al borde de salirse del pecho. Sí, esa tortura no paraba. Mi deseo de abrir los ojos era más poderoso que cualquier otra cosa que hubiera deseado jamás. Abrí la puerta de calle para pedir auxilio, y vi que estaba en un pueblito que era una maqueta con cuatro casas a mi alrededor que estaban a cinco cuadras de distancia, sin asfalto, sin cloacas, con un olor que me provocaba náuseas.
Empecé a correr, aumentando la velocidad para ver si podía escaparme a la realidad, ¿o esa era la realidad? Mis piernas no seguían el ritmo que mi mente quería, ni mi corazón, ni mi desesperación. Yo intentaba ser consciente de que estaba soñando, que eso no podía ser real, pero mi cabeza continuaba como una fábrica incesante de imágenes, lugares y sensaciones horrendas. En un momento sentí que, al correr, caía en un agujero negro, y ahí fue cuando una patada electrizante me despertó unos minutos atrás y quedé en un estado del que aún no puedo recuperarme.
Mi mente sigue perturbándome porque no entiende, ¿quién inventó ese mundo de terror? En ese estado de agitación, solo pude prender el velador, agarrar un papel, y escribirte. Creo que debo hacerte una advertencia, darte un consejo: tené cuidado con tus obsesiones porque tal vez sean una cárcel en la que alguien se tragó la llave de salida. Pepy Newbery
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