miércoles, 10 de marzo de 2021

Luces de colores

 


Fue en 1990 cuando me convertí en una suerte de pequeño Edison al crear un invento que modificó mi adolescencia. El mundo en ese año se mentalizaba para disfrutar y sufrir al mismo tiempo el mundial de Italia. Los tanos eran los anfitriones del espectáculo deportivo más grande del mundo y yo me preparaba para acudir a mis primeros asaltos. No se asuste señor lector, no me refiero a chorear un banco o afanar algún kiosquito de barrio con un pasamontaña. No. Me refiero al encuentro juvenil con música y baile que se realiza en la casa de algún amigo o compañero de colegio, donde los chicos llevan las bebidas y las chicas la comida, quizás en otros lares se lo conoce como malón.

Estaba haciendo un curso de electricidad a cargo del profesor Mario Pérez quien además de ser un profesional matriculado y operario de EDEA, era mi vecino. Con sus instrucciones logré armar un pequeño tablero de madera donde coloqué una tecla, conseguí cuatro latas de durazno que tras limpiarlas las pinté de color negro, le puse un porta lámpara por dentro a cada una, y por fuera le puse un papel celofán de colores rojo, azul, verde y amarillo.  Las atornillé a un caño bastante oxidado junto a dos ganchos a los costados y después las colgué en la pared. Pero no es todo. En el galpón de mi viejo, doy con un ventilador que desarmé para sacarle el motor.  Se me prendió la lamparita de otra proeza bolichera. Así que consigo otra lata de aceite más grande, busco la tijera de hojalatero y le hago varios cortes circulares alrededor y repito las maniobras que hice con las luces anteriores.  Con mis dos inventos, cruzo la calle al taller de Papavero que se ofreció amablemente a soldarlas con la octogena. 

Minutos más tarde regreso con todo el aparataje a mi casa. Conecto primero un cable a mi bola de boliche para enchufarlo en el tablero. La cuelgo de la vigueta que atraviesa el techo, aprieto la tecla y magia: mi invento gira y todas las luces le dan vida al galpón oscuro entre las herramientas y cacharros viejos. 

Mi primer asalto fue inolvidable y el invento la atracción de la noche.  Recuerdo a todos viniéndose encima como bichos al foco para encender y apagar la única tecla que permitía que la pista de baile estuviera iluminada o a oscuras. Florencia la chica que me gustaba, la piba con quien pensaba dar mi primer beso, no solo se acercó para pulsar la tecla sino también para conversar: tenía curiosidad por el funcionamiento de la bola de boliche

-¿Cómo lo hiciste?- preguntó interesada- porque esto está buenísimo- arremetió-  le voy a contar a mi prima porque la semana que viene cumple 15 años y organiza su festejo en el quincho de su casa. Mi sonrisa se dibujó automáticamente y mis ojos grandes asintieron todo lo que Florencia dijo, luego se fue a bailar con sus amigas, yo seguí con lo mío, encendiendo y apagando las luces de colores. El dueño de casa “Titi” Martinez quien además musicalizaba la velada con su mini componente doble casetera que su viejo le había regalado antes de marcharse con otra mujer mucho más joven que su madre, colocó un casete dentro del equipo y la música empezó a sonar. Él se acercó al grupo de chicas donde estaba Florencia y se pusieron a bailar, ella le sonrió y le festejó todos los movimientos rítmicos raros y exóticos que realizaba. Se divertían, la estaban pasando bien. Me quedé duro, inmóvil, percibí en cada paso de baile, en cada tempo, su perfume, su calor, la suavidad de sus brazos abrazando mi cuerpo y cerca, cada vez más cerca, cada vez más juntos. Sentí la calidez de sus labios y la besé sin besarla.

Al finalizar ese tema “el Titi” abandonó a su compañera de baile para poner un lento: “Hotel California”, respiré hondo, tomé valor, me acerqué como un rayo a mi amor platónico con el botón de las luces de colores encendidas y le pregunté:

-¿Queres bailar?- respondió asintiendo con su cabeza y me devolvió una sonrisa. La tomé por la cintura, ella puso sus brazos en mis hombros y marcó una distancia de hielo. Con el freno puesto comenzamos a bailar, reconozco que estaba nervioso, me latía mucho el corazón y creo que a ella también, lentamente nos fuimos acercando, nos fuimos relajando, disfrutamos el momento, y en cuestión de segundos apoyó su rostro en mi pecho y me metió en una nube de rosas y fresias. Después, cerré mis ojos y me dejé llevar. Sentí su mejilla rozar contra la mía, volví a abrir los ojos y de reojo la vi: era ella, irradiaba luz como mi invento en el centro de la pista con intensas y peculiares tonalidades, giraba lentamente mientras mantenía una sutil celeridad, como fingiendo dar un giro eterno de ballet. Luego de la hipnosis, la besé. Por Facundo Quiroga


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