A veces creo que me
está mirando. Yo me quedo mirándolo fijo también, jugando ese juego del que
parpadea primero pierde. Mi mamá me dice que deje de ver películas de terror,
que me hacen la cabeza, pero yo creo que él necesita contarme un secreto.
-Tomás, estás grande
ya para los soldaditos- me dice también. Pero yo sigo jugando con él, y pienso
que va a ser hasta que me cuente el secreto. Él es Saol, mi guardián imperial.
Cuando lo encontramos guardado en el altillo, a mi mamá le pareció peligroso que
yo jugara con él. Era más chico además, y es cierto que tiene una espada medio
puntiaguda que le puede sacar un ojo a alguien. Pero yo prometí que sería muy
cuidadoso, y ella no estuvo convencida pero aceptó. Peor fue cuando nació el
hincha bolas de mi hermanito. Mi mamá se puso re protectora, escondió todos los
objetos filosos, tapó las puntas de los muebles. Ahí Saol corrió peligro, lo
tuve que esconder por meses, y jugamos en ese tiempo a que se escondía del
enemigo, como en la guerra. Después mi mamá se calmó y lo pude dejar en una
repisa. Ahora mi hermano tiene seis y yo once. Algunas veces intenta jugar con
él pero yo le digo que es peligroso, que algún día. Ni loco se lo presto.
Después me río porque yo a su edad re jugaba con Saol.
Lo que hace más
especial a Saol es que era de mi abuelo. Lo encontré en una caja vieja cuando
nos mudamos a la que había sido su casa. Estábamos ordenando el altillo, había
mucho para ordenar, mi abuela había acumulado mucha porquería, se quejaba mi
mamá. Parece que ellos habían sido medio ricos, no sé bien, ella no habla mucho
de mis abuelos, menos de mi abuelo, que parece que lo dejó de ver, desapareció,
o algo así.
Mientras ordenábamos continuaba
con su queja, que yo no ayudaba, que mi papá no la ayudaba y la verdad que ya
para entonces no lo veíamos mucho a mi papá. Pero bueno, yo estaba ahí con ella
y encontré esa caja con algunas cosas en las que estaba Saol. Ahí mi mamá dijo:
‘ah, esa porquería de tu abuelo’, y yo me sentí fascinado enseguida. Venía con
una tarjeta que estaba escrita con una letra manuscrita de esas re prolijas, de
persona de antes. Yo apenas estaba aprendiendo a leer entonces, así que le pedí
a mi mamá que me la leyera. La tarjeta decía: ‘usted se ha encontrado con Saol,
el guardián imperial. Su suerte desde ahora ha cambiado.’
‘Siempre tan
infantil', dijo mi mamá, y soltó la tarjeta, que giró varias veces antes de
aterrizar en el piso. ‘Guau’, pensé yo, y desde entonces viví encantado con la
figura de mi abuelo. Debió ser un hombre increíble.
Al fin había dejado de llover. Esa podía ser una buena noticia, pero no
para Antonio. Como trabajaba en la calle lustrando zapatos, los días de lluvia
eran felices para él. Pero esa mañana la madre lo levantó temprano, como
siempre que había que ir a trabajar.
Las cosas todavía no se acomodaban para su familia, la cual había
migrado desde España con la esperanza de un mejor futuro. Su padre había muerto
de gripe española unos años antes y desde entonces, según su mamá, él era ‘el
hombre de la casa’, frase que le repetía justamente cada mañana, como una
especie de motivación.
‘Hombre de la casa con pantalones cortos’, pensó Antonio mientras
caminaba rumbo a la esquina donde trabajaba cada día.
Lo único bueno para él de esa caminata era que pasaba por un puesto
donde vendían juguetes. A veces se quedaba mirándolos un buen rato y su
preferido era un soldadito de plomo de unos 10 centímetros, uniformado, con una
espada de 5 centímetros en la mano, y en una pose que indicaba que estaba listo
para la batalla. Siempre que lo miraba sentía que él le correspondía. ‘Como si
tuviera algo que contar’, pensaba.
De tantas veces que había pasado, el vendedor ya lo conocía y lo
saludaba amablemente.
A veces hasta lo dejaba agarrar alguno de los juguetes unos minutos,
pero jamás se había animado a pedir el soldadito, lo admiraba
ocultamente.
Ese día, pasó como siempre por el puesto. El vendedor lo saludó:
-Hola, Antonio, ¿cómo andas? Hace días que no te veía.
Antonio le respondió tímidamente: - sí, la lluvia…
-Pues claro… tengo una sorpresa para ti. Me dijeron que cumples doce
años, todo un hombre.
Ese momento estuvo en la mente de Antonio durante toda su vida. A su
corta edad, todavía no había reflexionado sobre lo que era el destino, la
suerte, y todos sus derivados, pero ya entonces supo que había algo más
controlando el ritmo de las cosas.
-Se llama Saol, es un guardián imperial- dijo el vendedor, y le dio el
soldadito.
Antonio no lo podía creer. Lo agarró con cuidado y trató de disimular
las lágrimas que estaban por caer de sus ojos.
-Me parece que se quiere ir contigo. Cuídalo mucho, y cuidado con la
espada, aunque un caballero como tú seguro sabe cómo manejarla.
Mientras se alejaba, apoyó despacio el dedo índice sobre la punta
filosa.
‘Cuidado con la espada….’ pensó irónicamente.
Ese fue el primer día que Antonio se sintió grande, aunque fuera con
pantalones cortos.
Manuel insiste en que
quiere jugar con Saol. Siempre quiere lo que es mío, lo odio.
Por suerte Saol está
a salvo, lejos de sus manos, en la repisa. Igual Saol no jugaría con él, es MI
protector. Jugamos mucho juntos, es que él gana todas las guerras. La Primera
Guerra Mundial, que es una guerra que parece que fue re importante. Eso lo
aprendí cuando mi papá se fue. Ese día, mi mamá le tiró todo a la calle.
Después de eso subió a su cuarto, creo que llorando, y yo aproveché a salir y
ver sus cosas, porque mi papá era muy reservado y no sabía qué tenía. Y bueno,
justo entre sus cosas había una colección de libros sobre guerras, y estaba esta
guerra, que justo fue la que Saol ganó. Yo ya más o menos había aprendido a
leer, y me llevé a escondidas uno de los libros. Tenía muchas imágenes, como
las que ya había visto en los libros de cuentos pero más vivas. Eran todas en
blanco y negro, de soldados, tanques, ciudades destruidas. Meses después,
cuando mi mamá encontró el libro, por supuesto me dijo que no era un libro para
mí, que era muy violento y se lo llevó. Y también me contó que mi bisabuelo luchó
en esa guerra. Capaz Saol vino de ahí,
pensé yo. Ahora estoy seguro.
La foto que recuerdo
que más me impactó fue una donde había gente despidiendo a los soldados que se
iban. Algunas mujeres se ve que lloran, tienen pañuelos de tela en la mano. Yo
entiendo porque a mí me pasa que cuando tengo que dejar a Saol en la repisa
porque mi mamá dice que es peligroso para Manuel, me da una sensación rara y
quiero llorar un poquito. Por suerte sé que él está ahí y me vigila. Que me
mira con esos ojos que, yo sé, quieren confesar algo.
Fue un buen día para Antonio. No solo por el regalo que recibió, también
fue un buen día porque tuvo mucho trabajo y, principalmente, porque no llegó
Marco a presionarlo.
Marco era un tano unos años mayor que él, bastante bien vestido, y que
se creía el dueño de las esquinas. Siempre presionaba a los trabajadores
pidiéndoles una parte de lo ganado. Si no pagaban, les mandaba a su bandita.
Así, su banda y él no tenían que trabajar jamás, y se decía que poco a poco se
estaban volviendo ricos a costa de los pobres.
Antonio siempre tenía que darle una parte, y cuando lo hacía
sentía algo dentro suyo, algo crecía como un globo. Eran tiempos difíciles y no
estaba para regalarle parte de su esfuerzo a nadie.
Cuando se hizo hora de irse a casa, Antonio decidió pasar por el parque.
Se sentó en un banco y sacó a Saol del bolsillo. Admiró lo brillante que se
veía, su hermosa espada y esa mirada que tenía algo guardado para él. No podía
creer lo afortunado que era. Jugó un rato con él a que combatían en la Gran
Guerra, que él la conocía bien porque sabía que su padre había estado ahí.
Siempre le pareció muy desafortunado que hubiera podido regresar para morirse
poco después por una peste. Secretamente hubiera preferido que muriera con
gloria.
Estaba anocheciendo, así que decidió regresar a su casa. Guardó a Saol
en el bolsillo, tomó la caja de lustrar zapatos y empezó a caminar. No había
dado muchos pasos cuando le gritaron:
-Antonito, ¿come stai?
Antonio se paró en seco. Cómo odiaba el acento ese.
Creo que el peor
momento que pasamos con Saol fue cuando mi mamá vino a contarnos que estaba
esperando a Manuel. Yo estaba sentado en mi pieza, y estábamos con Saol en
plena batalla cuando vino con voz de buena a decirme. Hacía poco se había ido
papá y ella tenía un amigo con el que salía mucho. Parece que juntos habían
decidido traer a Manuel. Justo en ese momento, con Saol estábamos en el fuerte
que yo había construido para él con ladrillitos. Cuando me contó, yo no
respondí nada. Mi mamá se acercó, me acarició la cabeza y se fue. Entonces Saol
empujó con su espada una de las paredes del fuerte y después otra y otra. Se
cayeron todas y algunas del golpe contra el piso se desarmaron. Odiaba enojarme
con Saol pero se había pasado, así que lo dejé en la repisa y me fui a ver
tele. El enojo me duró varios días, nunca nos habíamos enojado tanto, pero
después entendí que él es un guerrero, que era su forma.
El segundo peor
momento fue cuando Manuel nació, porque ahí mi mamá quiso llevarse a Saol.
Decía que era inseguro un objeto tan cortante si había un bebé. Yo me puse a
llorar. Mi mamá murmuró algo así como que cómo podía estar apegado a algo tan
violento. Se estaba por ir cuando intenté sacárselo de la mano de prepo.
Calculé mal y me corté el dedo. Entonces dejé de llorar, para que no pensara
que estaba llorando por el corte. Me salió un poquito de sangre, pero no mucha.
Lo más cortante de la espada de Saol no era el filo sino la punta. Mi mamá me mandó a los gritos al baño a lavarme
mientras se llevaba a Saol. Después de eso no lo vi por varios meses.
Antonio se dio vuelta rápidamente. Si bien le temía a Marco por ser más
grande en físico y edad, ese día sintió alivio. Evidentemente algo diferente
había en Antonio porque Marco retrocedió unos pasos cuando lo vio venir.
-Hace días no te veía- dijo con su acento difícil de seguir -Me debes
bastante.
-Casi no pude trabajar estos días.- le respondió Antonio, y su tono
estaba lejos de querer acompañar una excusa.
Ahora Marco avanzaba más hacia él. Antonio dudó un momento, como si el
miedo hubiera querido interponerse por última vez entre él y todo lo que
acababa de decidir que le correspondía. Entonces metió la mano en el bolsillo. Los dos muchachos ahora estaban
frente a frente.
-Mirá, Tano. Tengo una propuesta. No te puedo pagar ahora todo eso que
querés, no trabajé nada. Pero tengo algo para compensarte- Entonces sacó a Saol.
Marco lo miró con desconfianza. -Es una reliquia. Tiene una gran historia,
escuchá: Era de mi papá-resaltó con un tono confesional- parece que se lo
dieron cuando estuvo combatiendo en la guerra. Él no pudo volver, sabés… pero
un amigo sí, y me lo trajo como recuerdo. Parece que vale una guita eh. Lo
podés vender, empeñar, qué se yo... o jugar con él. -dijo, cambiando a un tono
sobrador esta última frase.
Marco se acercó aún más. Antonio se puso el juguete sobre la palma de la
mano y la alzó a la altura de la cara de Marco, quien acercó un ojo para
revisarlo más en detalle. Quizás lo acercó demasiado.
En una semana cumplo
doce años. Quería hacer una fiesta pero Manuel necesita aparatos, dice mi mamá,
y no podemos gastar de más. Cuando le conté a Saol no le gustó nada y me miró
con esa mirada de que, yo sé, me quiere contar algo. Decidimos hacerle una
visita a Manuel.
Antonio corrió por
las calles empedradas como nunca en su vida. Jamás miró atrás, y, aunque nunca
hubo indicios de que alguien lo persiguiera, a él le emocionó pensar que sí.
Entró al conventillo donde vivía y fue directo al baño. Sacó a Saol del
bolsillo y con su pañuelo limpió la punta de la espada para que quedara
impecable. Salió del baño silbando bajito, luciendo a Saol como un trofeo y fue
a su cuarto. Ahí estaba su madre, quien, con una sonrisa, le indicó que mirara
sobre su cama, donde estaban esperándolo extendidos unos hermosos pantalones
largos, recién planchados.
Me acerco en silencio
a la pieza de Manuel. Él está en la cama, bien sentado contra el respaldo,
dibujando. Cuando entro se pone contento de verme. Después baja la mirada y ve
que tengo a Saol en la mano. A mí me incomoda un poco que se diera cuenta pero
trato de que no se me note.
-Mirá lo que te
traje- Me pongo a Saol sobre la palma de la
mano y la extiendo para que lo vea mejor. Él sigue sentado en la misma
posición.
Sus ojos se mueven
entre la sospecha y la alegría, o al menos yo lo siento así. Me acerco un poco
más, mi mano está casi sobre su cara. Entonces bajo la mirada y veo el dibujo
que estaba haciendo antes de que yo llegara. Somos él y yo, vestidos de
soldados, sosteniendo largas espadas, y también está Saol. Está dibujado
tal cual pero su mirada es distinta. Eso me hace sonreír por alguna razón. Me
distraigo y mi mano se afloja, la dejo caer y, sin querer, tiro el juguete, que
cae sobre mi hermano pero, por suerte, cae de una manera que no lo pincha.
Levanto a Saol inmediatamente.
-Por eso es que tenés
que tener cuidado, ves- le digo a Manuel mientras se me pasa el susto y me
siento a su lado. Él me mira como pidiendo permiso para agarrarlo y se lo
entrego, le digo que a cambio me llevo su dibujo. Él se ve feliz.
-No le digo nada a
mamá, eh- le digo guiñándole el ojo antes de dejar la pieza.
Mientras me alejo
pienso qué verá él en los ojos de Saol, si es que también encontrará algún
secreto bien guardado.
Por Jesi Schechtel