miércoles, 21 de noviembre de 2018

Clavamos el tiempo en un cartel

Un cadáver exquisito virtual. Cada párrafo como un vagón de historia de cada escritor desde su cuenta de Facebook. Textos que recuerdan a los negocios que se mantienen al margen del tiempo. 


Pienso en los negocios que funcionan silenciosos. Si de lunes a sábados. Tal vez, algún sábado hasta la tarde; pero silenciosos. Sin bulla de “Gran oferta” pegada en una vidriera o 9.99 y todos los 9 para acentuar lo barato de unas aceitunas o un sweater de hilo. Negocios que existen en cualquier ciudad y son signos de un tiempo que no pasa. El orden fijo o “El tiempo clavado en un cartel”, según Cabrera. El zapatero de la diagonal 79 o la boutique Silvia en la esquina de 55 o una especie de juguetería en sepia frente al estacionamiento de 4 y 49. Miles de veces paso por ahí y me quedo un ratito de Voyeur en la vereda mientras llueve como hoy y me da más curiosidad aún saber de sus dueños o de sus clientes clásicos ¿Qué hablarán? ¿Cuánto cuesta esa lancha a pilas que jamás se vendió? o mejor aún ¿ cómo ven la ciudad desde el otro lado del vidrio?

Son las 3 de la tarde y el negocio está por abrir pero no abre. Tengo la sensación de esperarlo una eternidad. Una siesta pueblerina de sábado en General Alvear. Calle Hipólito Yrigoyen y Milano, el sol pega en la espalda, y el bólido color óxido está estacionado a unos veinte metros con el tanque de agua del pueblo que simula un estación marciana, manchada con el hollín verde por la humedad. La zapatería se llama Zalamanca y es con zeta ¿Pienso si la dueña tendrá algo que ver con el mito de los santiagueños? O ¿si tal vez el dueño venga de la ciudad española que está a unas pocas horas de Madrid en el centro del país ibérico?

Pienso en la panadería de Moni, justo la esquina de Estrada y 25 de Mayo, a la vuelta de mi casa de Olavarría. Donde me mandaron por primera vez sólo a hacer un mandado, y a la que vuelvo religiosamente cada vez que ando por allá. Ahora la manejan lxs pibes, y le dieron un aire nuevo. Ahora hacen sangúchitos de miga celeste y blanco para el mundial, o pegan cartelitos con hashtags. Sin embargo, pasa el tiempo y algunas cosas no cambian: Ni la esquina, ni Moni, ni el pan.

Allá enfrente nomás, cruzar la calle, dos casas a la derecha, y una entrada medio hundida, una cueva de golosinas con olor a viejo. El kiosko de Nelly tiene ese qué se yo del paso de los años, un bicicletero herrumbrado en la vereda, de esos que hacen chirridos metálicos con el viento, una vidriera, conglomerado de antigüedades, y una de esas puertas con campanita que suenan pa avisar a la Nelly la llegada de un valiente, cualquiera que se atreva a cruzar esa puerta al pasado.
Unas monedas que mi abuela sacaba de alcancías misteriosas, para mí y para mi hermano, para comprarnos el helado más grande en esos calores de verano olavarrienses. Monedas a escondidas, con un implícito "no le digas a tu abuelo", un permitido que la Olga se daba para disfrutar más del regalo que nosotros mismos.
Reservada la Julita de 8 o 9 años, siempre elegía uno pequeño, prudente, mientras envidiaba silenciosamente a Agustín que con sus aires libertinos y su sonrisa de mil dientes elegía siempre el Epa con más chocolate o el Sin Parar de dulce de leche granizado. 


La Nelly venía del fondo al escuchar la campanita, la imagino tejiendo un pulover en su comedor mientras esperaba. A paso lento, con la confianza de que los clientes de kiosko de barrio no vienen con apuro, no se van sin su paquete de cigarro. De pocas palabras, de muchos rulos. Sabía que veníamos de parte de la Olga y no pedía monedas de más si no alcanzaba para los dos helados.
Cruzar corriendo la calle, con la mirada protectora de mi abuela desde la puerta, delantal en la cintura, repasador en mano. Un gracias a coro que nunca faltó, un abrazo apretado a cada uno que resuena en mi cuerpo ahora mismo, y un saludo a mano alzada a la Nelly, celebrando la complicidad de dos vecinas de años.



Pienso que hoy es 12 de noviembre pero me suena  "3 de octubre", o mejor dicho la Carnicería que lleva ese nombre desde hace más de 50 años. Más conocida como la carnicería de Lorenzo, en San Martín esquina Italia de General Alvear. Lorenzo González, un carnicero de oficio, el hombre que ha vivido en primera persona la historia alvearense desde hace más de 90 . Ayer lo vi, pero no detrás del mostrador con su delantal blanco mientras prendía la sierra para atravesar un bife angosto.  Andaba en bicicleta ( aunque no era la clásica bici antigua negra en la que todos los días llegaba a la carnicería). Con sus infaltables bombachas y su gesto recio, lo saludé:  “Adiós Lorenzo!” y creo que con voz muy suave, me respondió mientras doblaba como siempre hacia el 3 de octubre. 

Abre las persianas del local a eso de las seis de la tarde. El invierno en Santa Clara es crudo y sin embargo su restaurante abre las puertas esperando el momento de cautivar un cliente qué pasa sus vacaciones de invierno ahí. No en vano llegamos nosotros: mi abuelo, mi hermana y yo. Nos sentamos en una mesa, elegimos la comida y la gaseosa. Al rato el dueño y mozo Smith, sale por la puerta de atrás en bicicleta y vuelve a los diez minutos con una bolsa de pan fresco y una gaseosa de litro y medio que nos guardaría para el día siguiente.
Recuerdo que ese día fuimos la única mesa que se sentó a comer. Decidimos volver a la otra noche y así sucesivamente durante toda la semana. Fuimos la única mesa, nos hicimos parte de su rutina y nos sentimos como en casa viéndolo salir cada noche a comprar el pan, la gaseosa o el limón. Una semana tuvimos el privilegio de que Smith se dedicara a nosotros como lo hacía con cada uno de sus clientes.
Silencioso, sin esperar a nadie, pero con la certeza de que alguien llegaría, no hacía compras por demás, no tenía las gaseosas estancadas esperando a que alguien llegara, o el pan de ayer. En Lo de Smith te asegurabas que todo fuera fresco, porque no esperaba a nadie, pero sabía que cada noche alguien lo podría sorprender y no se perdería la oportunidad de darle a su cliente lo que buscaba. 


La casa de mis abuelos estaba ubicada en el corazón de Cantilo, en City bell, junto con Lo de Silvita y otros negocios característicos del pueblo que supo ser. Silvia es hija de Julia, y tomó las riendas del local cuando Julia más que atraer clientes los espantaba con su ojo endemoniado y su voz de engranaje mal engrasado. Estaba totalmente ciega.
Lo llamativo de todo esto es que en lo de Silvia la ropa se guarda en bolsas transparentes, en un orden perfecto. Doblado y ordenado sobre vitrinas de vidrio impolutas e intocables. Su inventario está hecho a mano, y ahí llevan registro de cada prenda, por talle , por marca y precio. Es más, Silvia anota tu teléfono en un cuaderno para avisarte si llegó el pantalón o el buzo que buscabas, y te llama: "Hola Victoria, acá está el jean azul que encargaste la semana pasada, gracias, adiós". Lo de Silvita, un túnel en el tiempo codéandose con la novedad. 



En el centro de 25 de Mayo, provincia de Buenos Aires, en una de las esquinas de la plaza principal, en la cual respiran, entre otros árboles, plátanos y dos enormes alcanforeros de ramas abrazos; hay naranja. Es un kiosko, diminuto. Se trata de un hongo color sonido de Hendrix en donde sólo cabe una persona. Ahí dentro palabrea y respira quien le vende al cliente. Siempre imaginé que debajo del hongo de madera hay un enorme depósito del tamaño de todo el casco urbano que sirve para guardar las golosinas que puede comprar todo niño que no imagina un kiosko, sino un hongo, de interior estrecho, habitado sólo por una persona. El kioskero, el que vendía, hasta hace un tiempo, golosinas, puchos, anexos y micromundos.

En Azul, hay un kiosco sin nombre que es una ventana, nada más, ubicada frente a la Escuela N° 18 en la Calle Castellar casi Miñana. Sólo es eso: una ventana que para alcanzarla hay que subir dos escalones inmensos y cuando uno se asoma solo le ve la mitad del cuerpo al kiosquero y piensa ¿tendrá cuerpo completo ese hombre? y el hombre, que siempre fue el mismo ahí está, rodeado por tiritas de mielcitas y chupetines pirulin o caramelos Fizz y algún chicle Bazooka que todavía sigue sin acertar el horóscopo.


"El Vencedor", la tienda de Don Marcos a la vuelta de la esquina de la casa de mi abuela. Todos los días mi papá me mandaba a comprar 2 paquetes de cigarrillos President y las 8 botellas de cerveza que cabían en la canasta tejida con coloridas cintas de plástico, y que tendría ya varias generaciones encima.

Don Marcos... boyacense, con tres hijos pequeños, diente de oro en medio de una eterna sonrisa, sombrero negro, saco de lana cruzado al frente y un fajo de mil billetes en el pantalón; me recibía siempre preguntando por la familia, me cambiaba las botellas vacías por llenas, recibía los billetes con monedas contadas que me daba mi papá y me mandaba de vuelta a la casa con un saludo para los míos.

Ahora voy de visita, a comprar mis dos paquetes de Marlboro. A sus hijos, ya cuarentones, los veo de vez en cuando en la tienda. Pero Don Marcos sigue igual, no envejece, ahí está con su diente alumbrando, con el mismo fajo, en su tienda donde nunca falta nada. Me sonríe y vuelvo a tener 12 años.


(...)

Clara me pregunta de vuelta: ¿pero vos estás segura que no sos salteña? Tengo la certeza de que le caigo bien, pero desconfía. 
Está igual desde hace 12 años, cuando con la referencia del cartel de Sprite me indicaron cómo llegar al almacén, farmacia, panadería, despensa, mayorista de Juella, Jujuy. El cartel sigue, por supuesto, casi transparente de tanto sol.
Esta vez le quiero pagar el agua, pero como vengo poco a la casa le tengo que dejar al menos seis meses juntos, sino después me olvido. El agua se cobra hasta las 14hs, y son 14:30hs. Es ella la que cobra el agua, y la que atiende todos los rubros, pero con el trajín del pueblo de 100 habitantes, me comenta, hay que organizarse, ya pasó la hora. Las cuentas se hacen largas. Yo sé que el monto no supera los 150 pesos, pero sonrio y vuelvo mañana.
Clara tiene los mismos vasos de vidrio expuestos desde el 2008 y todos las golosinas de mi infancia. Dalma y Matías se tiran sobre el mostrador, se pelean para elegir los caramelos. Ella me sonríe. Me tiene paciencia. Me dice, vos siempre rodeada de chicos, pero ¿Cómo venís de buenos aires tan seguido? ¿Estás segura que no sos salteña o tucumana? No pareces de Buenos Aires, insiste. Vaya a saber uno cuál será el imaginario de la señora, que sí por algo desconfía es porque también mide 1,50.

-Mañana vuelvo a pagarle el agua ,Clara, con el documento.-
La desconfianza sostuvo la amistad de muchos años y sospecho que muchísimos más, porque ella, los vasos y esa casita llena de cosas parecen detenidos en un tiempo paralelo. 


(...)

Pienso en el "Hispano Argentino" de mi abuelo Graciano. Muy temprano, a eso de las siete de la mañana, abría de par en par las dos hojas de la puerta de la ochava. Afuera, desde que el sol había despuntado, algunos paisanos, en sus sulkys y caballos estaban como esperando el milagro. Las puertas de madera eran como las puertas del Olimpo. Adentro los esperaba el elixir de los dioses, exhibido en un elegante y avasallador mueble alto y vidriado, invitando a las sedientas gargantas al trago a manera de desayuno campero. Entre charlas y saludos de manos sinceras el pequeño espacio comenzaba a ser invadido. El mostrador y las mesitas comenzaban a llenarse de envases de ginebra, caña quemada, Esperidina, que poco a poco iban siendo traspasadas por las manos de mi abuelo a vasitos gruesos y culones. Yo era muy chico, nunca vi una pelea, de esas que solían armarse en los boliches, pero según me han contado, Graciano siempre tenía a mano una botella como arma apaciguadora de ánimos, que iría a parar al lomo (o la cabeza) de quien enturbiara la paz de la fonda.

Matías Kraber- Agustín Pellendier- Julia Pellendier - Gaby Pessotano- Josefina Alurralde- Victoria Alurralde -Leo Baldo- Matías Verna- Dayna Gabriunas- Leila Irigoyen- Rubén Fondado 




viernes, 2 de noviembre de 2018

Las luces del Uritorco

Desde que el hombre es hombre y pisa sobre este suelo, nunca dejó de mirar al cielo. Cuando el primer homo sapiens se paró sobre sus dos pies y alzó la cabeza, pudo entrever que algo más grande que él, algo misterioso e insondable, se entretejió con aquellos fueguitos que brillaron en la bóveda celeste. Me pregunto qué habrá sentido aquel primer hombre e imagino que debió ser algo parecido a lo que sentí yo cuando vi las luces del Uritorco por primera vez.
Son las once de la noche en Capilla del Monte y el aire se percibe limpio y fresco, despejado, sin nubes en el horizonte. Parados al costado de un camino de montaña, al borde de una cornisa natural, observamos la luna recortarse sobre el cerro como una lámpara minúscula. Somos cuatro y estamos solos a las Puertas del Cielo, así lo llaman a este lugar que oficia de observatorio hacia el Uritorco y de portal abierto hacia el misterio. El silencio es apenas herido por la voz de un grillo y de algunas ranas que conversan en un charco lejano. Se percibe en el aire que algo increíble puede suceder en cualquier momento, algo que desafíe nuestro humano juicio, algo mágico.
- Esta noche puede ser…-dice Ariel, nuestro guía, -no siempre ocurre, pero hoy algo vamos a ver, tengo fe,-agrega mientras mira al cielo.
Ariel es un hombre alto, de pelo blanco y de un espíritu apacible que se contagia con solo estrechar su mano y escucharle hablar pausadamente. Conoce de primera mano las historias que se tejen en torno a Capilla del Monte y el cerro Uritorco, como también de otros lugares cercanos, que parecen ser puntos de encuentro entre lo material y lo inmaterial y entre los diferentes planos de este maravilloso multiverso infinito.
Se dice que desde tiempos ancestrales los cerros del lugar son visitados por seres de otra dimensión, con quienes los nativos de la zona, los henia-kamiare, (bautizados más tarde como comechingones), tenían contacto y que eran los guardianes de una sabiduría cósmica enseñada por estas entidades.  Quienes hoy residen en Capilla saben cientos de historias contadas por algún abuelo, pariente o experimentadas por ellos mismos, de avistamientos de seres extraños, luminosos, de esferas, luces, o naves de distintas formas que ingresan y salen de algún lugar en los cerros o del mismo Uritorco. Incluso algunos afirman haber tenido contacto personal con ellos. Tal es el caso del Dr. Angel Acoglanis, quien aseguró que bajo el cerro existe una ciudad intraterrena bautizada con el nombre de Erks (Encuentro de Remanentes Cósmicos Siderales), habitada por seres más evolucionados espiritualmente, con quienes mantenía contacto e incluso canalizaba sus mensajes. Acoglanis y otros que llegaron después, contribuyeron a alimentar  las historias y la consecuente movida ufológica y espiritual que hoy se teje en torno a Capilla del Monte. Sobre todo fue la resonancia que tuvo la historia del aterrizaje de un ovni en el cerro El Pajarillo, lo que despertó de pronto la curiosidad de miles de visitantes. El 9 de enero de 1986 una supuesta nave bajó allí dejando una huella de 122 metros de largo por 64 de ancho que permaneció por tres años e incluso resistió un incendio sin consumirse. Desde entonces la cantidad de visitantes pasó de 500 a 100.000 anuales y cambió para siempre la vida sencilla y campesina de los 12.000 habitantes de esta pequeña ciudad. Llegan de todas partes del mundo, son contactados, chamanes, científicos, entusiastas observadores de ovnis, hippies, amantes de la new age, sacerdotes, o gente común, incluso la Nasa y hasta se rumorea que los Nazis de Hitler han visitado el lugar buscando respuestas a la gran pregunta que siempre se ha hecho la humanidad: ¿estamos solos en el Universo?
Esta noche, detrás de nuestros binoculares y cámaras, aguardamos vigilantes, abiertos a lo que sea que pueda ocurrir, sin preconceptos, sin prejuicios, como aquel primer hombre que miró el cielo por primera vez. Ariel recita un mantra en la antigua lengua Irdin, un lenguaje cósmico universal, y mientras en el aire se desparrama el sonido de nuestro canto acompañado por la vibración de un cuenco tibetano, detrás del cerro surgen de a poco, tímidamente, las primeras luces. En una danza increíble, suben y bajan, prenden y apagan, cambian de color y tamaño. Algunas también atraviesan el cielo sobre nuestras cabezas, haciendo unos patrones de luces que no se corresponden con ningún avión o aparato de procedencia humana.
-Son códigos de luces que ellos nos irradian,- dice Ariel-, se comunican con nuestro ser espiritual aunque nosotros no sepamos entender racionalmente lo que nos dicen.
Quisiera poder filmar este espectáculo, pero luego pienso que las luces se verían como un puntito moviéndose de aquí para allá, como si estuviera grabando el foco de un auto que pasa, con mi pulso tembloroso. Así que desisto y me entrego a lo que transcurre, no quiero perderme nada. Ariel nos dice que este momento es específicamente para nosotros, los que estamos presentes aquí y ahora en este cerro.

No sé por qué, pero no puedo expresar lo que siento. No tiene nada que ver con el miedo, ni con la incredulidad.  Tampoco es sorpresa, sí gratitud. En el fondo, creo yo, todos intuimos o tenemos la sensación de que en tan vasto Universo, entre tantos miles de millones de galaxias y planetas, entre tantos planos existenciales y dimensionales; hay algo que nos observa, que nos llama, que nos espera, que nos invita a conectarlo y conocerlo,  indicándonos que no estamos solos. Yo, parada hoy al borde del cerro con los ojos cerrados, respiro profundo el aire tibio cargado con la energía del cuarzo y siento que aquí, al pie de nuestro argentino cerro Uritorco, una puerta se abre.

Por Valeria Gorlero

miércoles, 3 de octubre de 2018

Pesadez


Esta pesadez,
este desgano,este mal humor repentino,
¿de dónde sale,
para que vino?
Observo en mi jardín a los rosales,
sus primeros capullos por abrirse,
asaltados por hormigas enfiladas
que cercenan su piel, beben su savia.
Pedazo por pedazo van sus hojas
desprendiéndose mudas de la rama,
y me parece oírlo retorcerse
queriendo sacudirse
y quejarse
sin que nadie lo escuche.

Por el suelo
su promesa de flores amarillas
languidece sin abrirse, pero él
sigue de pie
y sobrevive.

De seguro mañana,
me prometo,
detendré su martirio,
porque hoy,
esta pesadez, este desgano,
me impide hacer de dios de los rosales,
ya que mis manos
se parecen bastante a esos capullos
rodando por los pastizales.

La atmósfera respira aire caliente.
El cielo se oscurece poco a poco;
Suspiro y el aire se detiene,
se presagia en el viento,
intensamente,
la esperada lluvia que se viene.

por Valeria Gorlero

martes, 25 de septiembre de 2018

Rafael

Rafael se llamaba un brasileño de no más de 25 años que  llegó de San Pablo al pueblo en pleno enero. El joven es ingeniero nuclear y atravesó kilómetros de ruta montado en una rara bicicleta.
Iba camino al sur, con escala en Bariloche para visitar el Instituto Balseiro y el Invap.

Rafael recorrió el país buscando información sobre energías renovables y tuvo como meta terminar su investigación en Viedma, Río Negro. Tal vez alquilando solo un departamento frente al río o viviendo en la pieza de una casa de familia. Digamos que sin mayores pretensiones, con el pulso del aventurero.

La cosa es que Rafael buscaba un lugar en donde pasar la noche y terminó quedándose dos días en casa. Mi hijo Chucho se lo encontró en la Pileta Municipal y lo invitó. Fue de esas visitas que con fortuna alteran el orden del tiempo: un fortuito cruce de culturas y vivencias.

En sus charlas descubrimos que nunca había comido un asado bien criollo y que desconocía la palabra "achuras". Si bien su intención era marcharse al amanecer en su bicicleta rumbo al sur, lo convencimos para que se quedara.

Con un par de llamados organizamos una reunión familiar con algunos pocos amigos. En apenas unas horas el fuego estaba encendido e hicimos un asado con chorizos, morcillas y -por supuesto- achuras incluidas. Para no quedarnos cortos, el pan fue casero, hecho en el horno de barro.

Sin más, fue una fiesta. Rafael en agradecimiento a nuestro agasajo criollo, nos deleitó con algunas melodías en su flauta dulce y después alguien dijo: "falta una guitarra" y también a los pocos minutos se armó la guitarreada. Le regalamos un equipo de mate muy básico -pocillo, bombilla y termo pequeño- porque su equipaje era muy acotado debido al medio de transporte en el que se mueve. Su caballito de cromo, dicen los míos.

Su estadía pasó rapidísimo. Un tiempo circular de vivencias compartidas. Sin embargo, el tercer día a la mañana partió luego de un desayuno con tortas fritas incluidas.
Lo despedimos en medio de una nota para los medios locales que le sacaron fotos mientras los vecinos curiosos estaban encantados de conocer a un visitante extranjero.

Después, le seguimos su itinerario vía chats hasta que finalmente regresó a Brasil. Recuerdo que para el mundial 2014 en su país, nos invitó a su casa pero no pudimos concretar el viaje por motivos laborales y económicos.

Casi que ya no nos comunicamos, pero lo recordamos siempre: Rafael, un perfecto desconocido que por dos días fue uno más de la familia.


Por Blanca Ávila

jueves, 13 de septiembre de 2018

Monoblock

Relato radiofónico en primera persona de mi primer Monoblock: ese conjunto de edificios apiñados que marcó mi frontera entre pueblo y ciudad, a la vez que la dimensión histórica de las viviendas que construyeron los milicos en la última dictadura militar.

Por Matías Kraber




Un aeropuerto cualquiera

Es un aeropuerto cualquiera y hace mucho frío. El vuelo está demorado, y yo aproveché a sentarme en la cafetería: primero me saqué el sacón, me acomodé en la mullida silla y pedí un café fuerte como a mí me gusta. En la espera, leí un poco de todo. Luego escribí, no mucho. Cuando acabé con la prosa espontánea, me puse a observar el movimiento habitual del sitio: valijas, niños corriendo, gente cansada, otra animada. Cuando casi sin querer, miré la puerta, te vi. No sabía quién eras, pero me impactó tu presencia. Ibas vestido de calle, pero con un toque especial. No sé, me pareció: usabas lentes oscuros, el pelo entrecano y una seguridad singular: entraste apurado, te quitaste los lentes, miraste alrededor, después me miraste y yo te devolví el gesto. Nos sonreímos y vos fuiste quién rompió el hielo:
- Se demoró mi vuelo- dice con una voz ronca y fuerte de cigarrillos negros.
-El mío también- respondo
- ¿Puedo sentarme?- pregunta mientras se apoyaba en el respaldo de una silla vacía y yo asiento con la cabeza. Se sienta, llama al mozo y me mira:
- ¿ Un Café?
- Bueno- digo
- El mío fuerte también- dice él
Llega el café y entre el vaivén de las tazas me cuenta de las cosas que ama: la poesía, los libros y el arte. De pronto se oyó la voz por los altoparlantes: “tripulantes con destino a…”, mi avión se anuncia y yo lo despido apurada:
- Bueno, suerte con tu vuelo. Un gusto.
- Es el mismo que el tuyo- responde y se ríe de mi gesto de asombro. “Bueno, el destino dirá”, pensé en voz bajísima mientras los dos nos fuimos corriendo hacia la puerta.

Por María Luz Pappalardo

Un 2 de agosto

(Diario de un día)

Desperté sobresaltada. Miré el reloj y comprobé que todavía faltaban cinco minutos para que sonara la alarma. Siempre me despierto antes, es como si algo hubiera activado en mí una alarma interior. Me incorporé de la cama con la sensación recurrente de ser una marioneta manejada por un sarcástico titiritero que me empuja a hacer siempre lo mismo: levantarse a cierta hora, vestirse, lavarse los dientes, peinarse, hacer el desayuno, que la escuela, que el trabajo, la comida, la ropa. Es como si la vida humana fuera un círculo infinito de noches que se convierten en días, que se suceden en noches, con el único fin de trabajar para ganarse la vida, para perderse la vida, justamente, trabajando. Y yo aquí, intentando soltar las ataduras y aferrarme a la magia de una canción, la belleza de un poema y la redención de la escritura. Por eso, como a las ocho, me senté frente a la computadora, mate en mano, y escribí: “día jueves 2 de agosto:..”

Entretanto, algunos kilómetros más al norte, alguien llegaba también a su lugar de trabajo, se quitaba el abrigo y se apresuraba a poner manos a la obra. Alguien con familia como yo, con planes y sueños quizás como los míos, que de seguro también creía en la magia y la esparcía allí, entre cientos de niños. Yo no la conocía aún, sin embargo ahora, ya no me la puedo olvidar.


La mañana transcurrió como siempre, con más o menos trabajo, atendiendo a más o menos clientes, cobrando, vendiendo y renegando cuando las cosas no adelantan como uno quiere. Este parecía ser uno de esos días en que todo salía mal. Llegó la hora de ir a buscar la nena al colegio. Saqué la bicicleta y me di cuenta de que estaba desinflada. No podía hallar el inflador y cuando por fin lo encontré, estaba roto, asique no tuve más remedio que ir a pie. Llegué tarde a buscar a mi nena, tarde para hacer la comida, tarde para terminar el trabajo pendiente, en fin, muy tarde para todo. Cociné volando, nos sentamos a la mesa y encendimos el televisor. 


En ese momento fue cuando la conocí. Se llamaba Sandra, tenía 48 años y había ido esa mañana a trabajar como todos los días, solo que esta vez no regresó. Su última preocupación fue el desayuno de un montón de pibes que llegarían en pocos minutos y que ella intentaba darles cada día con lo que tenía y como podía. Una fuga de gas la sorprendió entrando al aula. La explosión empujó su cuerpo casi cincuenta metros hacia afuera. Murió en el acto, al igual que el portero que venía detrás. Las imágenes eran impactantes: los muros destrozados, pedazos de ladrillos repartidos por todos lados, su cuerpo inerte tapado con una sábana, como abanderada de un reclamo sin palabras. Solté el tenedor y me quedé escuchando los comentarios de la gente.


—Podría haber sido yo —dice la directora acongojada.
—Cinco o diez minutos más tarde y agarraba a los chicos entrando al colegio —agrega una compañera.


Escuché muchos otros comentarios, se habló del destino, la mala suerte, el abandono del estado, la pobreza del barrio, el desempleo y tantas cosas. De pronto mis problemas ya no me parecieron tan graves. Comprendí que lo que no hice aún estaba a tiempo de hacerlo, que la goma desinflada se podía volver a inflar, la comida se podía preparar en un momento, la casa se podía limpiar cualquier día y la ropa sucia será ropa limpia otra vez. Entendí que todavía tenía un regalo sin abrir, y esto era más tiempo, para cumplir mis sueños, realizar los viajes que soñé, disfrutar de una tarde de sol tomando mate, o de una canción. Y sobre todo me di cuenta de lo afortunada que soy porque, a diferencia de otros que ya no podrán, yo hoy puedo llegar a mi casa y abrazar a mi hija. ¿Qué puede ser más importante que eso? Y es que la vida es un juego de escondidas con la muerte, hasta que un día, cuanto menos lo esperas, te encuentra a la vuelta de la esquina, te dice “piedra libre” y entonces el juego se termina. 


Terminé mi diario del día jueves 2 de agosto, solté el cuaderno, el lápiz y me quedé en silencio. Mientras a lo lejos, en alguna radio, cantaba Jorge Drexler su canción diciendo: “la vida cabe en un clic, en un abrir y cerrar, en cualquier copo de avena. Se trata de distinguir lo que vale, de lo que no vale la pena.”

Por Valeria Gorlero

Gonzalo


Son las 11 de la mañana y acompaño a mi señora que tiene turno con el médico.
La mañana amaneció lluviosa, y por eso salimos de casa en un remis. En el corto viaje escucho que el locutor de radio, dice:
- La tormenta se prolongará por todo el fin de semana, se esperan fuertes vientos de sudoeste y probabilidades de granizo en el sur de la provincia.

El monocorde tono de un locutor de noticias. Serio, sobrio, soso.
 De fondo escucho las gotas de lluvia golpear el techo del auto y el ruido del limpia parabrisas averiado del viejo Sedan. Al llegar al sanatorio abro la puerta y bajo del auto esquivando otro que estacionó detrás del nuestro. Después, salto un charco que se formó entre la calle adoquinada y la vereda y corro rápidamente hasta la puerta de entrada: el chaparrón que cayó me empapó de los pies a la cabeza.  Mi señora fue más viva: bajó del auto y se resguardó en el kiosco de al lado hasta que el aguacero amainó.

Vino como una bailarina que esquiva los charcos.
En la sala de espera nos sentamos frente al escritorio de la secretaria: a mi derecha una señora con un bebé en brazos mientras juega desde el suelo con un autito su segundo hijo; una pareja de viejitos más allá y en la silla del rincón, una señora leyendo una revista de moda. Me sequé la cara con unos pañuelitos de papel mientras le sonreí al niño que tirado en el suelo me miró y me mostró su lengua de color violeta. Me reí.
Chequeo mi celular y un mensaje de mi compañero preguntó:
- ¿Regresas a la oficina?
-No-respondí y guardé mi teléfono en el bolsillo de mi campera.
Pasó media hora que salí del trabajo y éste ya me está rompiendo las pelotas-pensé- las cosas se hacen esté quien esté, eso siempre dijo mi jefe- dije de un saque y mi señora me miró y preguntó:
- ¿Pasó algo?
-No-respondí- ¿por?
-Te escuché suspirar.
Cuando empecé a contarle, la secretaria la llamó. Ella se levantó y caminó unos diez pasos e ingresó al consultorio del doctor; yo me quedé pensando en el informé que tiene que presentarle al gerente, en los eventos acontecidos del mes que están corregidos, las observaciones y las sugerencias también. No hay que preocuparse-me dije- siete años haciendo lo mismo, un día que lo presente u otro, no pasa nada.
Veo a un tipo parado junto a la entrada de la clínica, pero del lado de afuera: con un piloto negro y un paraguas muy llamativo de color rosa con adornos verdes y naranjas, me acerqué porque me pareció conocerlo. Efectivamente, es Gonzalo un ex compañero de trabajo.
-Gonzalo- grité
- ¡Que haces cabeza querido! -respondió.
Nos abrazamos y recordó que hace más de siete años que no nos vemos, “como pasa el tiempo”, acotó. Él fue mi compañero de oficina y se encargaba de hacer los informes todos los días, después que decidió cambiar de función, ese trabajo lo empecé a hacer yo hasta el día de hoy. Estaba más gordo y más pelado: su cara redonda y sus cachetes inflados y colorados se acomodaban alrededor de su gran sonrisa, detrás de sus anteojos se escondían sus ojos negros pícaros y achinados. Cerró y apoyó su paraguas junto a la puerta, metió su mano derecha al bolsillo: sacó su celular y me pidió mi número. Mientras lo agendaba, me contó que llegó tarde y perdió el turno con el cardiólogo y estaba esperando a su mujer que había ido a buscar el auto que estaba estacionado en la cochera de la vuelta.
- ¿Todo bien? - pregunté
-Sí, tengo que cuidarme en las comidas, nada de sal ni grasas, salir a caminar y tratar de no estresarme-finalizó
Me comentó que estaba contento porque lo habían ascendido a jefe y lo que más le gustaba era que trabajaba con sus hermanos. Recordó cuando Salvador, nuestro jefe de ese entonces, me pidió que le busque información sobre una persona: como mi trabajo no fue el adecuado me cagó a pedo literalmente, se río mucho de esa situación porque se acordó de mi cara. No sé cuál fue, pero sé que salí empapado en transpiración por los nervios. Me preguntó por mis hijos y me contó que con su mujer no pueden ser padres, esas palabras le desdibujaron su sonrisa. Recordé el día de su casamiento y cuando la novia de Segovia agarró el ramo y se torció el tobillo en el salto. Un auto se estacionó a metros nuestro y se despidió con un beso y subió.  Vi como la lluvia golpeaba sobre el techo del corsa blanco mientras se alejaba y me saludaba sentado en el asiento del acompañante.
- ¿Quién era? -preguntó mi señora saliendo del sanatorio
-Gonzalo mi compañero de oficina-respondí-
- Si me acuerdo, ¿cómo anda?
-Me dijo que bien-y no dije mas
-Como llueve, ¡mira! alguien se olvidó un paraguas
-Es de Gonzalo, se fue apurado y se lo olvidó.
Lo tomé y lo abrí, abracé a mi compañera y cruzamos la calle esquivando y saltando charcos de agua, caminamos unas tres cuadras y tomamos un taxi.
Como a las cinco de la tarde en casa entre mates y redes sociales un mensaje en el celular me heló la sangre:
-Gonzalo Freire falleció en el trabajo producto de un paro cardiorrespiratorio. QEPD-.
La noticia golpeó mi cabeza fuerte como un palazo, aturdido y desorientado llamo a mi compañero quien me confirma el triste y desgarrador suceso:
-Fue atendido en enfermería por un fuerte dolor en el pecho, el servicio médico le dio la salida y cuando se fue a cambiar se desplomó en el pasillo del baño-dijo y se le entrecortó la voz- cuarenta y cinco años, esto es una locura
-Lo vi hoy al mediodía en el medico y estuvimos charlando-dije mientras me tomaba la cabeza - no lo puedo creer.
La tristeza se apoderó de mí, quedé inmóvil pensativo y con un gran pesar en mi pecho, mis ojos se humedecieron, me senté en el sillón del living junto a mi perro que ladró cuando entró mi mujer toda mojada, con el paraguas rosa con adornos verdes y naranjas roto en su mano.

Por Facundo Quiroga

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