
Son las 3 de la tarde y el negocio está por abrir pero no abre. Tengo la sensación de esperarlo una eternidad. Una siesta pueblerina de sábado en General Alvear. Calle Hipólito Yrigoyen y Milano, el sol pega en la espalda, y el bólido color óxido está estacionado a unos veinte metros con el tanque de agua del pueblo que simula un estación marciana, manchada con el hollín verde por la humedad. La zapatería se llama Zalamanca y es con zeta ¿Pienso si la dueña tendrá algo que ver con el mito de los santiagueños? O ¿si tal vez el dueño venga de la ciudad española que está a unas pocas horas de Madrid en el centro del país ibérico?
Pienso en la panadería de Moni, justo la esquina de Estrada y 25 de Mayo, a la vuelta de mi casa de Olavarría. Donde me mandaron por primera vez sólo a hacer un mandado, y a la que vuelvo religiosamente cada vez que ando por allá. Ahora la manejan lxs pibes, y le dieron un aire nuevo. Ahora hacen sangúchitos de miga celeste y blanco para el mundial, o pegan cartelitos con hashtags. Sin embargo, pasa el tiempo y algunas cosas no cambian: Ni la esquina, ni Moni, ni el pan.
Allá enfrente nomás, cruzar la calle, dos casas a la derecha, y una entrada medio hundida, una cueva de golosinas con olor a viejo. El kiosko de Nelly tiene ese qué se yo del paso de los años, un bicicletero herrumbrado en la vereda, de esos que hacen chirridos metálicos con el viento, una vidriera, conglomerado de antigüedades, y una de esas puertas con campanita que suenan pa avisar a la Nelly la llegada de un valiente, cualquiera que se atreva a cruzar esa puerta al pasado.
Unas monedas que mi abuela sacaba de alcancías misteriosas, para mí y para mi hermano, para comprarnos el helado más grande en esos calores de verano olavarrienses. Monedas a escondidas, con un implícito "no le digas a tu abuelo", un permitido que la Olga se daba para disfrutar más del regalo que nosotros mismos.
Reservada la Julita de 8 o 9 años, siempre elegía uno pequeño, prudente, mientras envidiaba silenciosamente a Agustín que con sus aires libertinos y su sonrisa de mil dientes elegía siempre el Epa con más chocolate o el Sin Parar de dulce de leche granizado.
La Nelly venía del fondo al escuchar la campanita, la imagino tejiendo un pulover en su comedor mientras esperaba. A paso lento, con la confianza de que los clientes de kiosko de barrio no vienen con apuro, no se van sin su paquete de cigarro. De pocas palabras, de muchos rulos. Sabía que veníamos de parte de la Olga y no pedía monedas de más si no alcanzaba para los dos helados.
Cruzar corriendo la calle, con la mirada protectora de mi abuela desde la puerta, delantal en la cintura, repasador en mano. Un gracias a coro que nunca faltó, un abrazo apretado a cada uno que resuena en mi cuerpo ahora mismo, y un saludo a mano alzada a la Nelly, celebrando la complicidad de dos vecinas de años.
Pienso que hoy es 12 de noviembre pero me suena "3 de octubre", o mejor dicho la Carnicería que lleva ese nombre desde hace más de 50 años. Más conocida como la carnicería de Lorenzo, en San Martín esquina Italia de General Alvear. Lorenzo González, un carnicero de oficio, el hombre que ha vivido en primera persona la historia alvearense desde hace más de 90 . Ayer lo vi, pero no detrás del mostrador con su delantal blanco mientras prendía la sierra para atravesar un bife angosto. Andaba en bicicleta ( aunque no era la clásica bici antigua negra en la que todos los días llegaba a la carnicería). Con sus infaltables bombachas y su gesto recio, lo saludé: “Adiós Lorenzo!” y creo que con voz muy suave, me respondió mientras doblaba como siempre hacia el 3 de octubre.
Abre las persianas del local a eso de las seis de la tarde. El invierno en Santa Clara es crudo y sin embargo su restaurante abre las puertas esperando el momento de cautivar un cliente qué pasa sus vacaciones de invierno ahí. No en vano llegamos nosotros: mi abuelo, mi hermana y yo. Nos sentamos en una mesa, elegimos la comida y la gaseosa. Al rato el dueño y mozo Smith, sale por la puerta de atrás en bicicleta y vuelve a los diez minutos con una bolsa de pan fresco y una gaseosa de litro y medio que nos guardaría para el día siguiente.
Recuerdo que ese día fuimos la única mesa que se sentó a comer. Decidimos volver a la otra noche y así sucesivamente durante toda la semana. Fuimos la única mesa, nos hicimos parte de su rutina y nos sentimos como en casa viéndolo salir cada noche a comprar el pan, la gaseosa o el limón. Una semana tuvimos el privilegio de que Smith se dedicara a nosotros como lo hacía con cada uno de sus clientes.
Silencioso, sin esperar a nadie, pero con la certeza de que alguien llegaría, no hacía compras por demás, no tenía las gaseosas estancadas esperando a que alguien llegara, o el pan de ayer. En Lo de Smith te asegurabas que todo fuera fresco, porque no esperaba a nadie, pero sabía que cada noche alguien lo podría sorprender y no se perdería la oportunidad de darle a su cliente lo que buscaba.
La casa de mis abuelos estaba ubicada en el corazón de Cantilo, en City bell, junto con Lo de Silvita y otros negocios característicos del pueblo que supo ser. Silvia es hija de Julia, y tomó las riendas del local cuando Julia más que atraer clientes los espantaba con su ojo endemoniado y su voz de engranaje mal engrasado. Estaba totalmente ciega.
Lo llamativo de todo esto es que en lo de Silvia la ropa se guarda en bolsas transparentes, en un orden perfecto. Doblado y ordenado sobre vitrinas de vidrio impolutas e intocables. Su inventario está hecho a mano, y ahí llevan registro de cada prenda, por talle , por marca y precio. Es más, Silvia anota tu teléfono en un cuaderno para avisarte si llegó el pantalón o el buzo que buscabas, y te llama: "Hola Victoria, acá está el jean azul que encargaste la semana pasada, gracias, adiós". Lo de Silvita, un túnel en el tiempo codéandose con la novedad.
En el centro de 25 de Mayo, provincia de Buenos Aires, en una de las esquinas de la plaza principal, en la cual respiran, entre otros árboles, plátanos y dos enormes alcanforeros de ramas abrazos; hay naranja. Es un kiosko, diminuto. Se trata de un hongo color sonido de Hendrix en donde sólo cabe una persona. Ahí dentro palabrea y respira quien le vende al cliente. Siempre imaginé que debajo del hongo de madera hay un enorme depósito del tamaño de todo el casco urbano que sirve para guardar las golosinas que puede comprar todo niño que no imagina un kiosko, sino un hongo, de interior estrecho, habitado sólo por una persona. El kioskero, el que vendía, hasta hace un tiempo, golosinas, puchos, anexos y micromundos.
En Azul, hay un kiosco sin nombre que es una ventana, nada más, ubicada frente a la Escuela N° 18 en la Calle Castellar casi Miñana. Sólo es eso: una ventana que para alcanzarla hay que subir dos escalones inmensos y cuando uno se asoma solo le ve la mitad del cuerpo al kiosquero y piensa ¿tendrá cuerpo completo ese hombre? y el hombre, que siempre fue el mismo ahí está, rodeado por tiritas de mielcitas y chupetines pirulin o caramelos Fizz y algún chicle Bazooka que todavía sigue sin acertar el horóscopo.
"El Vencedor", la tienda de Don Marcos a la vuelta de la esquina de la casa de mi abuela. Todos los días mi papá me mandaba a comprar 2 paquetes de cigarrillos President y las 8 botellas de cerveza que cabían en la canasta tejida con coloridas cintas de plástico, y que tendría ya varias generaciones encima.
Don Marcos... boyacense, con tres hijos pequeños, diente de oro en medio de una eterna sonrisa, sombrero negro, saco de lana cruzado al frente y un fajo de mil billetes en el pantalón; me recibía siempre preguntando por la familia, me cambiaba las botellas vacías por llenas, recibía los billetes con monedas contadas que me daba mi papá y me mandaba de vuelta a la casa con un saludo para los míos.
Ahora voy de visita, a comprar mis dos paquetes de Marlboro. A sus hijos, ya cuarentones, los veo de vez en cuando en la tienda. Pero Don Marcos sigue igual, no envejece, ahí está con su diente alumbrando, con el mismo fajo, en su tienda donde nunca falta nada. Me sonríe y vuelvo a tener 12 años.
(...)
Clara me pregunta de vuelta: ¿pero vos estás segura que no sos salteña? Tengo la certeza de que le caigo bien, pero desconfía.
Está igual desde hace 12 años, cuando con la referencia del cartel de Sprite me indicaron cómo llegar al almacén, farmacia, panadería, despensa, mayorista de Juella, Jujuy. El cartel sigue, por supuesto, casi transparente de tanto sol.
Esta vez le quiero pagar el agua, pero como vengo poco a la casa le tengo que dejar al menos seis meses juntos, sino después me olvido. El agua se cobra hasta las 14hs, y son 14:30hs. Es ella la que cobra el agua, y la que atiende todos los rubros, pero con el trajín del pueblo de 100 habitantes, me comenta, hay que organizarse, ya pasó la hora. Las cuentas se hacen largas. Yo sé que el monto no supera los 150 pesos, pero sonrio y vuelvo mañana.
Clara tiene los mismos vasos de vidrio expuestos desde el 2008 y todos las golosinas de mi infancia. Dalma y Matías se tiran sobre el mostrador, se pelean para elegir los caramelos. Ella me sonríe. Me tiene paciencia. Me dice, vos siempre rodeada de chicos, pero ¿Cómo venís de buenos aires tan seguido? ¿Estás segura que no sos salteña o tucumana? No pareces de Buenos Aires, insiste. Vaya a saber uno cuál será el imaginario de la señora, que sí por algo desconfía es porque también mide 1,50.
-Mañana vuelvo a pagarle el agua ,Clara, con el documento.-
La desconfianza sostuvo la amistad de muchos años y sospecho que muchísimos más, porque ella, los vasos y esa casita llena de cosas parecen detenidos en un tiempo paralelo.
(...)
Pienso en el "Hispano Argentino" de mi abuelo Graciano. Muy temprano, a eso de las siete de la mañana, abría de par en par las dos hojas de la puerta de la ochava. Afuera, desde que el sol había despuntado, algunos paisanos, en sus sulkys y caballos estaban como esperando el milagro. Las puertas de madera eran como las puertas del Olimpo. Adentro los esperaba el elixir de los dioses, exhibido en un elegante y avasallador mueble alto y vidriado, invitando a las sedientas gargantas al trago a manera de desayuno campero. Entre charlas y saludos de manos sinceras el pequeño espacio comenzaba a ser invadido. El mostrador y las mesitas comenzaban a llenarse de envases de ginebra, caña quemada, Esperidina, que poco a poco iban siendo traspasadas por las manos de mi abuelo a vasitos gruesos y culones. Yo era muy chico, nunca vi una pelea, de esas que solían armarse en los boliches, pero según me han contado, Graciano siempre tenía a mano una botella como arma apaciguadora de ánimos, que iría a parar al lomo (o la cabeza) de quien enturbiara la paz de la fonda.
Matías Kraber- Agustín Pellendier- Julia Pellendier - Gaby Pessotano- Josefina Alurralde- Victoria Alurralde -Leo Baldo- Matías Verna- Dayna Gabriunas- Leila Irigoyen- Rubén Fondado