domingo, 26 de mayo de 2019

Un pedacito de milagro

En mi infancia crecí al son de los partidos de fútbol en la radio. Las válvulas y las ondas sonoras con sus voces típicas que hablaban de: “el arco que da al Río de la Plata”, “el que da al Riachuelo”, “a Casa Amarilla” o “a los 7 puentes”.
Palabras e imágenes disparando nuestra imaginación de algún modo análogo a lo que puede ocurrir hoy con Google. Pero mucho mejor.
Al primero, lo conocí desde adentro un 12 de octubre de 1974 con Pichín Vitale y el Chibura Lemos: Argentina 1 España 1 en el debut del Flaco Menotti como DT de esa Selección que cuatro años después nos dio la primera copa del mundo.

Son infinitas las tardes que pasé y vi pasar las moles de cemento desde la cabina del maquinista. Hay veces que sueño con ese pasaje visual: yo, desde abajo de las tribunas, viéndolos pasar hasta más de una vez por día: Arsenal, Racing y sobre todo, Independiente, porque fue el club que me dejó anécdotas marcadas a fuego.
Los 7 puentes son dos: uno de seis tramos sobre la playa ferroviaria de cargas del ex Ferrocarril Roca y el otro, un tramo sobre las vías de pasajeros, que obligaron cuando se electrificó, a que la catenaria pase por arriba de esa estructura de hierro con sus cables de 25.000 voltios.


Ahora recuerdo un soleado día de julio. Con mis compañeros, estábamos detenidos a la espera de una autorización para ingresar a la playa de Kilómetro 5. Un paréntesis típico en los rieles. Yo, estaba del lado de la locomotora que daba al Estadio de la Doble Visera y alcanzaba a mirar un pedazo de pasto de ese arco de la tribuna visitante. De pronto, aparecen a tropel un par de anécdotas. El primer partido de Nico, mi hijo menor, viendo a su Pincha que goleaba a Arsenal para regresar a Primera en 265 días con goles de Caldera y la magia del mago. La tribuna era un infierno y salimos con un guiño del oficial que nos permitió sortear la reja e instalarnos en la otra, inhabilitada hasta el momento, donde pudimos ver el 5 a 1 disfrutando de un Rubén Capria exquisito junto a aquel suplente del Chifu en Comercio que marcó el quinto.
Después, se me vino esa tarde con Chachi durante el Clausura 97 que ganó River y los xeneixes- Chachi y yo- vimos perder nuestro equipo  contra un Independiente de Burruchaga en cancha que metió dos goles. Fue una tarde brava porque hubo disturbios: balas de goma afuera y adentro un Castrilli intratable que nos dejó con nueve y un 2 a 0 a favor del rojo de Menotti que fue mejor y no nos dio mucho margen para los desbordes del Manteca Martínez o las gambetas cortitas de Latorre.
Me tocó trabajar de tarde y aún con derrota, guardo en el alma las sensaciones de caminar en pleno partido, bajo esa tribuna y sobre las vías, durante la final de la Supercopa que ganó el equipo de Brindisi por 1 a 0 en 1994. Rambert lo hizo, no lo vi, pero escuché cómo entraba el tiro de emboquillada por arriba de Navarro Montoya. Un dolor de hincha que , al fin de cuentas, siempre pude matizar por apreciar el buen fútbol de los buenos jugadores que, habitualmente, llevan las 10 en la espalda. 

En ese viaje estaba,  cuando mi compañero sentado del lado del puente, pega un grito:

-¡Mirá ese pibe!

Me corro hasta su lado y veo un adolescente que camina sobre lo más alto de la estructura de hierro,  mientras otro -¿Un amigo que no lo acompañó en la aventura?- caminaba debajo por la vereda.
Todo se precipitó de pronto:

-“Hey, flaco, bájate de ahí por favor”
-“Hey… ¿Me escuchás?- gritó mi compañero mientras el tráfico del puente se chupaba nuestros gritos de advertencia en la sordera más pura.

Pese a todo, él caminaba tranquilo hasta que en una milésima de segundos, se sintió una explosión y el cuerpo fue absorbido violentamente por el cable principal, mientras voló despedido con fuerza hacia la misma estructura sobre la que caminaba. Fuego, chispazos y temor desde el hierro ante la vista desesperada y enloquecida de su amigo que también lo ve caer al piso del puente Agüero, parado como un gato.
Pasaron un par de almanaques y el estadio ya no es el mismo. Fue remodelado con tribunas que se asemejan a algunos estadios ingleses que apenas conozco por la TV.  Ahora estoy jubilado, ya no soy el maquinista, y una tarde de abril viajo como pasajero hasta Constitución desde La Plata por el Roca en la ventana que da a las canchas. Mientras el vagón avanza hacia La Caldera, inclino la cabeza y busco ese pedacito de césped del área grande del arco visitante, pero no, nada; mientras sí veo a mi recuerdo de trenes y fútbol sobrevivir como la tarde que ese pibe me enseñó a mirar de cerca el milagro. 

Por Alberto Alaníz

sábado, 25 de mayo de 2019

Bifurcación

Alberto colocó con dificultad la llave en la vieja cerradura, abrió la puerta y entró. Un olor a pesada humedad lo detuvo un instante en el pasillo. Era un caserón antiguo de techos altos y puertas grandes que había podido alquilar a un precio razonable a la altura de Monserrate, en Capital. Todo el trámite lo hizo a través de una inmobiliaria en su residencia de España, donde vivía desde que era un pibe, con su madre y sus hermanas. Ellas siguen allá, con sus familias y sus vidas, él se vino a Buenos Aires por asuntos de trabajo. Apenas bajó del avión y puso un pie en tierra natal, se le vino una ola de imágenes. Ahora también le parece verlas mientras camina por el largo pasillo de la entrada y siente que entra en un laberinto en el que se borran las fronteras del tiempo.  
Ayer, tiene siete años, y el viejo valiant que conduce su padre ronca por el sendero y se sacude por los baches. Su madre va adelante y se encarga de avisar cuando toca cruzar un pozo, una rama o algún barrial. Tiene el rostro visiblemente tenso por la preocupación, Alberto nunca la vio así. Ajenas a todo, sus dos hermanas menores, van sentadas en el asiento de atrás, al lado suyo. De pronto el viejo valiant detiene su marcha. Adelante el sendero se bifurca en dos: uno continúa a la derecha serpenteando entre el monte y el otro se alarga hacia la izquierda y se pierde en la maleza. Alberto se sintió inquieto, pensó que estaban perdidos. Su padre y su madre se miraron. Entonces el padre giró hacia ellos y dijo:
-A ver chicos ¿hacia dónde doblamos?
A Alberto lo recorrió un escalofrío que dicen que es el roce de la parca misma. Los miró a todos mientras gravitaba su decisión en la espesura del aire.  Pudo haber dicho cualquier cosa, pero de sus labios salió disparada la orden:
-¡A la derecha!
-¡A la derecha!- repitieron sus hermanas, siempre acostumbradas a copiarlo. Y el auto dobló.
No hicieron más que 50 metros cuando, a lo lejos, divisaron una patrulla. Un par de militares vestidos de civil esperándolos armados en medio del sendero.
-¡Rápido! -dijo el padre deteniendo la marcha- Bajen y escóndanse en los matorrales, no se asomen por nada del mundo.
Alberto miró a su madre con el rostro mojado, y ella en dos movimientos sacó a los chicos del auto y se camuflaron detrás de los pastizales.  Él la siguió y se tiró al suelo. Su padre quiso hacer lo mismo pero fue demasiado tarde: los hombres vieron el coche y se dirigieron hacia ellos con el arma apuntando y dando la voz de alto. Alberto está aterrado y el corazón le estalla en el pecho. De reojo vio a su padre arrancar el auto y perderse a toda velocidad entre los yuyos, e intentar que lo siguieran a él para que no descubran a su familia. Él, siguió en el suelo, paralizado.  Hasta que de pronto una mano lo agarró de la ropa y lo sacudió:
-¡Vamos levantáte! ¡Corré! –dijo su madre en voz baja. Corrió medio agazapado entre los matorrales detrás de su madre y sus hermanas mientras oyó el motor del Valiant alejarse a toda velocidad. La corrió una furia de sangre por dentro y las lágrimas no le permitieron ver. De pronto se oyó un disparo ahogado y luego nada. Alberto miró hacia atrás, buscando algo; una señal, una respuesta, tal vez el rostro de su papá.

(...)
Es la madrugada y Alberto se despierta agitado, acaba de soñar con ese día otra vez. Se levanta y tropieza con la maleta todavía armada en el piso. La toma con desgano y decide guardarla en el viejo placard del antiguo dueño de la casa. Faltan un par de horas para la diez de la mañana: la hora en que vendrá el propietario a firmar un último papel. No quiere olvidarlo porque apenas después de firmar el hombre se regresa, según le dijeron, a vivir a España. ¡Qué ironía que uno se vaya a España y el otro justo venga de ahí! A Alberto le llamaban mucho la atención esas vueltas de la vida. Estaba obsesionado con la idea del destino. Desde las casualidades hasta las coincidencias, de los golpes de suerte a las malas rachas, todo parecía estar digitado y cocido en una red por una mano misteriosa. Por eso mismo se preguntó qué hubiera pasado si aquel día, frente a la bifurcación, hubiese dicho izquierda en lugar de derecha.  ¿Pero por qué dijo derecha? ¿Por qué? Hoy la historia sería otra. A lo mejor no habrían tenido que huir y exiliarse en España. Quizás habría hecho su vida en Argentina y tendría esposa e hijos. Quizás.
Alberto suspiró y abrió un cajón del viejo placard para guardar su ropa. La noche era un laberinto insondable y sabía que ya no se volvería a dormir. Observó que al fondo del cajón había una foto. La tomó mientras un escalofrío recorrió su cuerpo como una electricidad o como si el universo entero se sacudiera. No pudo creer lo que vio. Era una foto común de una familia normal: una madre, un padre y dos niñas. Al reverso de la foto, una leyenda: “Para mi querido esposo Alberto en el día de nuestro aniversario”. Pero lo raro era el hombre de la foto, un hombre canoso y alto, que podría haber sido cualquier hombre pero no, era ése que lo miraba todos los días desde el espejo.  
Ya casi son la diez. Alberto se estremece detrás de la puerta. No puede apartar los ojos del picaporte mientras espera de un momento a otro oír los nudillos en la madera de roble. Sin embargo el tiempo se detiene, y él siente que lo chupa una espiral. Siente que lo aspira y lo transporta por el ojo de la cerradura hacia el otro lado de la puerta, a un pasillo largo de paredes blancas donde un hombre canoso se acerca caminando. El hombre se detiene, mira el reloj, comprueba la hora y golpea la puerta. Alberto siente que tras el remolino, cae a gran velocidad mientras rueda por unos pastizales altos con el corazón desbocado, hasta que una mano lo sacude insistente y oye la voz de una mujer que le dice:
-Señor, hemos aterrizado en Argentina. Recoja su equipaje y baje por favor.
Por Valeria Gorlero 
PH: Valeria Gorlero

Oda al lápiz

De mis primeros trazos, el actor necesario esos que para mí eran obra de arte y para el resto garabatos. Te supiste camuflar según quién te tuviera entre sus manos. Sos chato y colorado para el viejo carpintero, que en su oreja te coloca para agarrarte ligero. Algunas veces camaleón, y te volves claro y duro sin que nadie lo note, Pero la B te transforma en un negro más que blando, cuando te usa el artista en sus bocetos de sangre. Te disfrazas de colores y vas pintando la vida, haces cielos luminosos aunque afuera haya llovido. Nunca manchaste mi ropa como tantas lapiceras y si un error me mandaba, te bancabas el exilio al que yo te sometía, frotándote con firmeza, con una miga de pan que hallaba sobre la mesa. Pasa el tiempo y yo acorto tu vida con un arma de dos filos, y respiras blando casi sin quejarte, (aunque quedes pequeñito y gris), escribís frases aún sobre las hojas vacías, con la esperanza, que tu carbón se convierta en poesía.

Por Fabian Capponi

jueves, 16 de mayo de 2019

Un error de cálculo

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-La maté con su propia pistola. Una Lady Beretta 21 A Bobcat. Todo fue una confusión. ¿Cómo iba a saber que era una trampa?
Estaba subiendo al avión cuando la veo venir. La reconocí por la foto. Se sentó a dos asientos de distancia… la puta… Tenerla tan cerca me puso nervioso. La idea era volar una hora y media. Llegar a destino, hacer mi trabajo y volver en el mismo chárter que salía a la mañana siguiente. Así que cuando el avión llegó al aeropuerto, bajé rápido, agarré la valija y me tomé un taxi.
- Al Hotel Internacional, por favor.
Me presento en conserjería. Ya tenía habitación reservada. Me entregan la tarjeta y subo al octavo piso. Abro la valija y me doy cuenta que no es la mía. No había demasiadas cosas en ella: la pistola, por supuesto, una muda de ropa, algo de cremas y unos maquillajes y el sobre papel madera. Lo abrí, intrigado. Las instrucciones decía: CONTACTAR A ADALBERTO, o Edmundo, no recuerdo bien, AL TELÉFONO 489-5678. RECIBIRÁ INSTRUCCIONES. Quedé desconcertado. Dos personas en la misma ciudad, pequeña por cierto, para un trabajo era mucha casualidad, así que empecé a ver cuáles podrían ser las variables.
Lo primero que hice fue averiguan si en el hotel estaba hospedada la que era mi objetivo. Tal como lo sospeché. Un piso más arriba estaba mi maleta también casi vacía. Por costumbre había aprendido a memorizar las caras y jamás llevar información conmigo. En ese sentido estaba tranquilo.
Lo segundo que tenía a saber es quién es Adalberto, o Edmundo. Él sabía que lo contactaría una mujer, así que le pasé los datos a una amiga para que arregle una cita.
-¿Nos puede dar el nombre de su amiga?
-Eso no tiene importancia, por ahora. ¿Puedo seguir?
-Siga.

-Como decía, le mandé los datos a una amiga. Le pedí que fuera lo más rápido posible.
Pasaron quince minutos, media hora, una hora. Estaba cada vez más nervioso. Le volví a escribir. No me contestó hasta dos horas después: a las diecinueve. Bar Sportman. “¿Ninguna otra seña?” pregunté. “No”. Fue la repuesta.
Cómo iba a hacer para reconocerlo no tenía ni idea.
A las dieciocho bajé. Pregunté dónde quedaba el bar Sportman. El conserje me indicó con un mapita para turistas que me guardé en el bolsillo, junto a la Beretta. Quedaba un poco lejos pero tenía tiempo, así que decidí ir caminando. Antes de salir consulté si alguien había preguntado por mí. La respuesta fue negativa. Mientras caminaba me rondaba una cuestión en la cabeza: Porqué la mina no me había buscado. Tal vez no sabía nada de mí. Aunque parecía rara esa hipótesis. ¿Será que el contacto le va a dar la información que falta? Me la imaginaba alterada con una valija abierta, un calzoncillo, unas medias y una Smith and Wesson calibre 38 limada y nada más. Después de cuarenta y cinco minutos de caminata llegué al bar. Un viejo bar de madera, en una esquina donde lo único iluminado eran las ventanas cuadradas del local. Entro y hago un paneo. De repente, una cara conocida. Primero me alegró ver a Alfredo. Me acerqué a saludarlo. Él se puso pálido.
-¿Qué hacés acá? preguntó y su voz temblaba, en realidad todo en él temblaba. Le dije que estaba por trabajo. Empezó a transpirar y yo a sospechar.
-¿Y vos qué hacés acá?- retruqué yo al instante.
-Lo mismo que vos. Trabajo.
Ahí me di cuenta de todo. “Me tengo que ir”, me dijo de repente. Me ofrecí a acompañarlo. No quería pero yo insistí. Nos fuimos alejando del bar a zonas cada vez más oscuras. En un momento lo paro, lo miro a los ojos, le digo traidor y le disparo con la Lady Beretta en pleno corazón. Lo dejé desangrándose en medio de la noche mientras me pedía perdón y yo contestaba por lo bajo: “Perdón las pelotas”.
Cuando llegué al hotel pregunté por la habitación de Ana. Subí a mi cuarto, la llamé y le dije que me disculpara, que seguramente estaba preocupada por su valija, que lo que pasa es que me quedé dormido, que mil disculpas. Agarré la valija y se la llevé. Golpeé a la puerta. Sabía que no me iba a disparar. La 38 se hubiese escuchado en todo el hotel. Abrió la puerta y me indicó con la mano que pase. “Yo tengo la suya”, dijo. Se dio vuelta para agarrarla. Entonces la tomé por la espalda tapándole la boca y le disparé en la sien. Cayó muerta en el acto. Me puse guantes de látex y limpié el arma. Se la acomodé en la mano. Volví a la habitación, tomé mis cosas y me marché del hotel. Anduve deambulando hasta la mañana, me tomé un taxi y fui al aeropuerto. Es todo lo que tengo para decir.
Por Graciela Cristina Cañas
PH:José Luis Di Lorenzo

miércoles, 15 de mayo de 2019

El viaje inaugural

La zanja nacía contra la vía y bordeaba las tres primeras cuadras de la calle Wallace. En épocas de mucha agua, era el obstáculo mayor cuando después de tomar la leche y hacer la tarea, salíamos a jugar al fútbol. La pelota era de trapo: una media, rellena a veces hasta con papel, que quedaba casi arruinada si se mojaba.

Un día que el viejo fue a pagar la cuenta a lo de Veliz,  regresó con una caja de regalo como en los cumpleaños. Adentro ¡Un barco! Un “transatlántico” dijo que era. “Un barco de pasajeros”, dije yo, que había visto una foto igual en una revista. Ahora había que esperar que la zanja tuviera agua y mientras tanto, mostrarlo a los amigos de la cuadra.
Les gustó mucho, pero Tatín quiso uno igual y en lo de Veliz no había más. El padre le hizo uno con una madera dura, que para no ser una balsa y pasar a la categoría de barco, tenía en su centro, un trozo de palo de escoba, del que salían dos hilos en ambas direcciones con trocitos de papel de distintos colores. Estaba lindo, aunque no lo conformó.

Una noche llovió mucho y además, venía agua desde el arroyo. La zanja casi rebasaba. A la mañana salí corriendo hacia el lado de la vía y allá, en la esquina posé el barco y dejé que la corriente lo trajera. Volví a las corridas hacia el frente de la casa y me paré sobre el puente que formaban los tubos para poder bajar a la calle. Ahí quedé a esperarlo para cuando saliera de ese túnel.

Tatín salió de su casa con el rústico barco de madera bajo el brazo. Se paró a mi lado y esperamos juntos. Ni bien asomó mi transatlántico, lo arrojó con fuerza y dio de lleno sobre la parte superior, que era de un blanco reluciente y cuatro chimeneas enormes. Con el tiempo me enteraría que era una réplica del “Titanic” y conocería su historia que fue simétrica a la del mío, hundido en su primer viaje.  

Por Alberto Alaniz

lunes, 6 de mayo de 2019

El libro

Cuando elegí hacer este trabajo hace tiempo atrás, entre tantas otras cosas fue porque entendía que nunca iba a convertirse en algo monótono. Desde chico nunca me gustó eso de hacer todos los días lo mismo. Esa cosa de no saber si lunes o jueves eran diferentes a no ser porque cambiaban apenas el número del viejo almanaque que mi abuela tenía colgado en la pared sin revoque de la cocina . Eso pensaba entonces, bueno; aunque también pensaba en que la vida iba a ser bastante diferente, a mediados de los ochenta cuando los sueños ocupaban más espacio en mi cabeza que mi raciocinio. Ahora, con más de cincuenta, no abandoné mi profesión y tampoco los sueños.


Así que acá  estoy, arriba de la camioneta mientras espío el mes de mayo de 2019. Orejeo los días como si fueran naipes de algún partido de truco y como tal -aunque todos los puntos valgan lo mismo no todos se juegan de la misma manera- con igual intensidad . Algunos podes jugarlos callado, mientras esperas lo que el destino tiene preparado, y otros, como hoy, que tenes tanto para decir que no podes silenciarlo porque  pareciera que te vas atragantar con las palabras.  Sentís que tenes treinta y tres de mano y el ancho de espada amaneciendo, mientras del otro lado ya casi te daban por perdido.

Es jueves y al final eso de esquivarle a la  monotonía no resulta tan real, así que como todos los jueves durante los últimos veinte años y casi con milimétrica precisión horaria, llego a la antigua librería metida en pleno barrio tripero en el que los adoquines se resisten a ser expropiados de la Historia al igual que el bar que se encuentra en diagonal, y todavía conserva su fachada de chapa y las botellas de Cinzano sobre las mesas de madera desde temprano, como antaño, cuando las visitas eran más frecuentes.

Abro la puerta y del otro lado sus dueños: Monica y Rubén. Nombré: Barrio tripero; adoquines, bar de chapa, toda una pintura donde lo popular encaja con extrema justeza. Sí, todos menos ellos que parecen haber sido teletransportados desde el centro mismo de Recoleta a esa esquina, sin siquiera pisar un charco o una baldosa floja y mucho menos haber escuchado el gol de terremoto Perdomo, el día que todos los hinchas del lobo sostienen -que por los festejos del gol del uruguayo -se movió la tierra.
Ellos, no están pasando buenos momentos: las ventas no son las mismas que hace unos años atrás,sus hijos -destinatarios directos del negocio familiar-  tuvieron que salir a buscar trabajo a otro lado porque las cajas se achicaron. Pero nunca,aún en estos tiempos ,admitieron haber equivocado el camino. Todavía los recuerdo el día que asumió este gobierno: prendieron la tele que solo se encendía en los mundiales y elogiaron la finura de Juliana y los vestidos de Mirtha y de Susana . Fue frecuente para mi, durante estos años,  escuchar las diferentes excusas: la lluvia ,el frío,el calor, los maestros que paran y por supuesto la frase preferida que les brotaba con furia volcánica: SE ROBARON TODO.


Mientras acomodo mi maletín sobre el mostrador saludo y no hizo falta que yo ni ellos dijéramos nada. No. Fue la primer clienta la que se encargó de todo:
-¿Tenes el libro de Cristina?- preguntó con una mezcla de deseo y de esperanza. Minutos más tarde vinieron dos más y yo, con la certeza de mis cartas, no pude contenerme y les dije con voz fuerte como cantándoles falta y envido truco:
-Parece que por fin se reactivó la economía.


Por Fabian Capponi

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