Alberto colocó con dificultad la llave en la vieja cerradura, abrió la puerta y entró. Un olor a pesada humedad lo detuvo un instante en el pasillo. Era un caserón antiguo de techos altos y puertas grandes que había podido alquilar a un precio razonable a la altura de Monserrate, en Capital. Todo el trámite lo hizo a través de una inmobiliaria en su residencia de España, donde vivía desde que era un pibe, con su madre y sus hermanas. Ellas siguen allá, con sus familias y sus vidas, él se vino a Buenos Aires por asuntos de trabajo. Apenas bajó del avión y puso un pie en tierra natal, se le vino una ola de imágenes. Ahora también le parece verlas mientras camina por el largo pasillo de la entrada y siente que entra en un laberinto en el que se borran las fronteras del tiempo.
Ayer, tiene siete años, y el viejo valiant que conduce su padre ronca por el sendero y se sacude por los baches. Su madre va adelante y se encarga de avisar cuando toca cruzar un pozo, una rama o algún barrial. Tiene el rostro visiblemente tenso por la preocupación, Alberto nunca la vio así. Ajenas a todo, sus dos hermanas menores, van sentadas en el asiento de atrás, al lado suyo. De pronto el viejo valiant detiene su marcha. Adelante el sendero se bifurca en dos: uno continúa a la derecha serpenteando entre el monte y el otro se alarga hacia la izquierda y se pierde en la maleza. Alberto se sintió inquieto, pensó que estaban perdidos. Su padre y su madre se miraron. Entonces el padre giró hacia ellos y dijo:
-A ver chicos ¿hacia dónde doblamos?
A Alberto lo recorrió un escalofrío que dicen que es el roce de la parca misma. Los miró a todos mientras gravitaba su decisión en la espesura del aire. Pudo haber dicho cualquier cosa, pero de sus labios salió disparada la orden:
-¡A la derecha!
-¡A la derecha!- repitieron sus hermanas, siempre acostumbradas a copiarlo. Y el auto dobló.
No hicieron más que 50 metros cuando, a lo lejos, divisaron una patrulla. Un par de militares vestidos de civil esperándolos armados en medio del sendero.
-¡Rápido! -dijo el padre deteniendo la marcha- Bajen y escóndanse en los matorrales, no se asomen por nada del mundo.
Alberto miró a su madre con el rostro mojado, y ella en dos movimientos sacó a los chicos del auto y se camuflaron detrás de los pastizales. Él la siguió y se tiró al suelo. Su padre quiso hacer lo mismo pero fue demasiado tarde: los hombres vieron el coche y se dirigieron hacia ellos con el arma apuntando y dando la voz de alto. Alberto está aterrado y el corazón le estalla en el pecho. De reojo vio a su padre arrancar el auto y perderse a toda velocidad entre los yuyos, e intentar que lo siguieran a él para que no descubran a su familia. Él, siguió en el suelo, paralizado. Hasta que de pronto una mano lo agarró de la ropa y lo sacudió:
-¡Vamos levantáte! ¡Corré! –dijo su madre en voz baja. Corrió medio agazapado entre los matorrales detrás de su madre y sus hermanas mientras oyó el motor del Valiant alejarse a toda velocidad. La corrió una furia de sangre por dentro y las lágrimas no le permitieron ver. De pronto se oyó un disparo ahogado y luego nada. Alberto miró hacia atrás, buscando algo; una señal, una respuesta, tal vez el rostro de su papá.
(...)
(...)
Es la madrugada y Alberto se despierta agitado, acaba de soñar con ese día otra vez. Se levanta y tropieza con la maleta todavía armada en el piso. La toma con desgano y decide guardarla en el viejo placard del antiguo dueño de la casa. Faltan un par de horas para la diez de la mañana: la hora en que vendrá el propietario a firmar un último papel. No quiere olvidarlo porque apenas después de firmar el hombre se regresa, según le dijeron, a vivir a España. ¡Qué ironía que uno se vaya a España y el otro justo venga de ahí! A Alberto le llamaban mucho la atención esas vueltas de la vida. Estaba obsesionado con la idea del destino. Desde las casualidades hasta las coincidencias, de los golpes de suerte a las malas rachas, todo parecía estar digitado y cocido en una red por una mano misteriosa. Por eso mismo se preguntó qué hubiera pasado si aquel día, frente a la bifurcación, hubiese dicho izquierda en lugar de derecha. ¿Pero por qué dijo derecha? ¿Por qué? Hoy la historia sería otra. A lo mejor no habrían tenido que huir y exiliarse en España. Quizás habría hecho su vida en Argentina y tendría esposa e hijos. Quizás.
Alberto suspiró y abrió un cajón del viejo placard para guardar su ropa. La noche era un laberinto insondable y sabía que ya no se volvería a dormir. Observó que al fondo del cajón había una foto. La tomó mientras un escalofrío recorrió su cuerpo como una electricidad o como si el universo entero se sacudiera. No pudo creer lo que vio. Era una foto común de una familia normal: una madre, un padre y dos niñas. Al reverso de la foto, una leyenda: “Para mi querido esposo Alberto en el día de nuestro aniversario”. Pero lo raro era el hombre de la foto, un hombre canoso y alto, que podría haber sido cualquier hombre pero no, era ése que lo miraba todos los días desde el espejo.
Ya casi son la diez. Alberto se estremece detrás de la puerta. No puede apartar los ojos del picaporte mientras espera de un momento a otro oír los nudillos en la madera de roble. Sin embargo el tiempo se detiene, y él siente que lo chupa una espiral. Siente que lo aspira y lo transporta por el ojo de la cerradura hacia el otro lado de la puerta, a un pasillo largo de paredes blancas donde un hombre canoso se acerca caminando. El hombre se detiene, mira el reloj, comprueba la hora y golpea la puerta. Alberto siente que tras el remolino, cae a gran velocidad mientras rueda por unos pastizales altos con el corazón desbocado, hasta que una mano lo sacude insistente y oye la voz de una mujer que le dice:
-Señor, hemos aterrizado en Argentina. Recoja su equipaje y baje por favor.
Por Valeria Gorlero
PH: Valeria Gorlero
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