La zanja nacía contra la vía y bordeaba las tres primeras cuadras de la calle Wallace. En épocas de mucha agua, era el obstáculo mayor cuando después de tomar la leche y hacer la tarea, salíamos a jugar al fútbol. La pelota era de trapo: una media, rellena a veces hasta con papel, que quedaba casi arruinada si se mojaba.
Un día que el viejo fue a pagar la cuenta a lo de Veliz, regresó con una caja de regalo como en los cumpleaños. Adentro ¡Un barco! Un “transatlántico” dijo que era. “Un barco de pasajeros”, dije yo, que había visto una foto igual en una revista. Ahora había que esperar que la zanja tuviera agua y mientras tanto, mostrarlo a los amigos de la cuadra.
Les gustó mucho, pero Tatín quiso uno igual y en lo de Veliz no había más. El padre le hizo uno con una madera dura, que para no ser una balsa y pasar a la categoría de barco, tenía en su centro, un trozo de palo de escoba, del que salían dos hilos en ambas direcciones con trocitos de papel de distintos colores. Estaba lindo, aunque no lo conformó.
Una noche llovió mucho y además, venía agua desde el arroyo. La zanja casi rebasaba. A la mañana salí corriendo hacia el lado de la vía y allá, en la esquina posé el barco y dejé que la corriente lo trajera. Volví a las corridas hacia el frente de la casa y me paré sobre el puente que formaban los tubos para poder bajar a la calle. Ahí quedé a esperarlo para cuando saliera de ese túnel.
Tatín salió de su casa con el rústico barco de madera bajo el brazo. Se paró a mi lado y esperamos juntos. Ni bien asomó mi transatlántico, lo arrojó con fuerza y dio de lleno sobre la parte superior, que era de un blanco reluciente y cuatro chimeneas enormes. Con el tiempo me enteraría que era una réplica del “Titanic” y conocería su historia que fue simétrica a la del mío, hundido en su primer viaje.
Por Alberto Alaniz
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