Lleva unas horas dando vueltas por dentro del departamento. De a ratos se choca con una pared o pisa al gato y el grito lo trae de vuelta al presente. Se detiene. Se piensa en ese momento y en ese instante mientras mira sus zapatillas y las tres rayitas blancas en la media negra que le cubren los tobillos. Mira por la ventana y descubre una noche cerrada y calurosa posándose sobre las calles y los techos del barrio. Después, mira un ratito el movimiento oscilante que hacen las hojas de los árboles trayendo una brisa fresca que rompe la monotonía de la noche. Siente la fresca envolviéndole las orejas. Le recuerda inevitablemente a un verano en San Martín de los Andes con un amor que dejó de ser amor. Se desvaneció con la gravedad de los años. Imperio infalible.
Vuelve a mirar el teléfono, pero a las tres de la mañana no hay muchas novedades ni notificaciones, así que lo deja cargando sobre la mesa y sale a la calle. Esas caminatas nocturnas ya forman parte de su estrategia contra el insomnio. Suele tirar una moneda y, si cae del lado del escudo, se va a dar una vuelta por algún barrio de la ciudad. En la calle se siente mejor con la fresca de la noche.
Llega hasta la plaza San Martín y dobla por diagonal 80, para el barrio que está detrás de la estación de trenes, dónde está el hipódromo y los stud, que ambientan la calle con olor a bosta de caballos. El barrio no es el más amigable pero ya lo conoce. Sabe de sus secretos y qué callejones debe sortear. En el fondo, cree saber cómo moverse entre sus calles, y a esta altura, volver atrás o ir a otro barrio le dio pereza.
Cuando cruzó las vías, el ladrido de un perro que lo torea desde el andén lo alerta. Lanza una mirada de reojo a la calle pero no hay movimiento. Siente el frío del arma reglamentaria que lleva en la cintura y le eriza la piel por debajo del calzoncillo. Primero siente miedo y rápidamente alivio, mientras toca el metal. La visual le marca una calle despejada, transitando en cámara lenta por otros espectrales transeúntes que se mueven como caracoles en un cantero. Entonces vuelve a hundirse en sus pensamientos, en cada palabra de la última conversación. Y en las anteriores. Por el fondo pasa un taxi a toda velocidad, pero no le presta atención. Las luces del bingo se ven a un par de cuadras de distancia y le encandilan la mirada, así que agacha la cabeza y apura el paso.
Sigue caminando con las manos en los bolsillos y la mirada perdida en los adoquines. Son sus propios pasos quienes lo conducen hasta ese lugar, tal vez en un acto reflejo de la memoria. Piensa que se olvidó el teléfono y si tal vez Eugenio lo habrá llamado o mandado un mensaje. Ahora está cerca de su casa. La pelea que tuvieron aún no lo deja dormir. “¿Y él dormirá?”, piensa. No es la primera vez que pelean, pero tiene pinta de ser la última. Se angustió y volvió a repasar mil veces las palabras que se dijeron para marcarse y herirse las pieles del alma. Clavos puntiagudos. Desde ese momento no tuvo más noticias de él y el enojo del principio viró primero a tristeza y después a vacío. Sí como un frasco vacío al que sus pies llevan sin rumbo fijo por el barrio detrás de la estación.
Busca un poco de alcohol para ahogar las penas. Sabe que es una mala receta, aunque a veces le ha funcionado para olvidar. O cree que le funcionó. El bingo le parece un lugar de plástico, una mini sucursal de Las Vegas del conurbano. Siente un poco de lástima por las personas detenidas en el tiempo, con calurosos y viejos sacos pasados de moda, que circulan por ahí. Entran y salen con caras de derrota, embargando el auto, o la casa, o la universidad de los pibes. En ese lugar es imposible que alguien gane, que se pueda salir ileso económica y anímicamente de ahí dentro. Es una aspiradora de almas y voluntades adornada de focos de colores en la marquesina. No va a entrar a ese lugar. “De ninguna manera”, se repite.
Camina por una de las calles paralelas a las vías y ve que hay una luz mortecina proveniente del bar de Fermín. Se sienta a tomar vino. Toma uno y pide otro. El ambiente allí está caluroso, la sensación es de movimiento de gente, pero en las mesas solo hay una pareja tomando una cerveza y unos pedazos de pizza a medio comer. En un momento, uno le hace señas al mozo y se manda por una puerta para el patio. Alcanza a distinguir luces, y gente reunida detrás de una mesa, un humo de cigarrillo que forma una nube sobre las cabezas como globos de cómics. Hay botellas en el suelo. De atrás de la barra Fermín lo semblantea unos segundos y le dice:
- Ahí atrás está la mesa de póker, si te interesa. Son dos mil para entrar- con voz aguardentosa mientras repasa con un trapo el estaño de la barra.
A las siete de la mañana, mientras el celular se llena de mensajes y llamadas perdidas de Eugenio, la policía llega al bar de Fermín para hacer las primeras pericias. Los medios locales empiezan a amontonarse y a subir noticias sensacionalistas a sus redes sociales y a los portales de noticias. Un móvil de la radio entrevista a los vecinos que comentan sin saber qué pasó en el bar. “Horror en barrio Hipódromo” dice un titular “Masacre en un bar platense” sentencia el otro.
Entonces él, en la confusa medianera del sueño y la vigilia, sentencia:
- Le disparé a los limones, Eugenio… te juro que le disparé a los limones.
La idea no lo seduce de entrada, pero siente el compromiso de responder. Hay algo de complicidad en lo que le convidó Fermín, entonces acepta entrar con dos mil. Apura su vaso de vino, agarra la botella y se manda por la puerta del fondo. Mientras cruza, siente el olor denso de los cigarrillos como una pared de humo en las narices junto a las voces y risas de hombres borrachos. Alcanza a ver un limonero, en el fondo, dentro de una maceta por la que han florecido sus azahares. Piensa en florecer, como el limonero. En pedirse un taxi e irse a la mierda, eyectado de ahí, tal vez llevarle unas flores o unos limones a Eugenio. Pero la pared de humo de tabaco lo ubica enseguida más acá, atravesando la puerta del fondo. Entonces ve una silla vacía en la mesa de los jugadores y simplemente se sienta, cambia el dinero por fichas y se suma a la ronda.
No le va muy bien jugando, al poco tiempo tuvo que cambiar dos mil pesos más y ya empieza a quedarse sin plata. Las manos le sudan y percibe el principio del precipicio. Fermín le ofrece fiarle otra botella de vino, para que se relaje. La toma y de paso se pide un wiskhy. Ya se había emborrachado cuando una desesperación electrizante empieza a subirle desde el estómago. A la falta de dinero y crédito se le suman los insultos y las burlas de los otros tipos, “Mirá este es puto, lo vamos a dejar sin un mando” “¿Sabés cómo va a tener que pagar?”
Resiste algunas horas de hostilidad creyendo, como las personas de los sacos pasados de moda, que aún le quedan oportunidades para dar vuelta la noche. Pero la borrachera, las voces y el ruido le aprietan los pensamientos dentro de la cabeza. Esos mismos pensamientos de los que intenta escapar como un polizón en la madrugada. Ahí lo ve a Eugenio, decidiéndole cagón. “Sos el chabón más cagón que conocí”.
Vomita, entonces las risas siguen con más fuerzas y alguien se anima a darle una cachetada en la nuca. Llora mientras se le caen los mocos a chorros y vuelve a sentir el acero frío en la ingle. Mete la mano y se toca un poco la piel mientras agarra el revólver. Con la lengua se moja los labios y los siente salados y amargos como al mar. Levanta la mirada y le parece ver a Eugenio junto al limonero, cortando azahares y poniéndoselos detrás de la oreja.
Por Marcos Gutiérrez