martes, 16 de noviembre de 2021

Disparo


Lleva unas horas dando vueltas por dentro del departamento. De a ratos se choca con una pared o pisa al gato y el grito lo trae de vuelta al presente. Se detiene. Se piensa en ese momento y en ese instante mientras mira sus zapatillas y las tres rayitas blancas en la media negra que le cubren los tobillos.  Mira por la ventana y descubre una noche cerrada y calurosa posándose sobre las calles y los techos del barrio. Después, mira un ratito el movimiento oscilante que hacen las hojas de los árboles trayendo una brisa fresca que rompe la monotonía de la noche. Siente la fresca envolviéndole las orejas. Le recuerda inevitablemente a un verano en San Martín de los Andes con un amor que dejó de ser amor. Se desvaneció con la gravedad de los años. Imperio infalible. 

Vuelve a mirar el teléfono, pero a las tres de la mañana no hay muchas novedades ni notificaciones, así que lo deja cargando sobre la mesa y sale a la calle. Esas caminatas nocturnas ya forman parte de su estrategia contra el insomnio. Suele tirar una moneda y, si cae del lado del escudo, se va a dar una vuelta por algún barrio de la ciudad. En la calle se siente mejor con la fresca de la noche.

Llega hasta la plaza San Martín y dobla por diagonal 80, para el barrio que está detrás de la estación de trenes, dónde está el hipódromo y los stud, que ambientan la calle con olor a bosta de caballos. El barrio no es el más amigable pero ya lo conoce. Sabe de sus secretos y qué callejones debe sortear. En el fondo, cree saber cómo moverse entre sus calles, y a esta altura, volver atrás o ir a otro barrio le dio pereza.

Cuando cruzó las vías, el ladrido de un perro que lo torea desde el andén lo alerta. Lanza una mirada de reojo a la calle pero no hay movimiento. Siente el frío del arma reglamentaria que lleva en la cintura y le eriza la piel por debajo del calzoncillo. Primero siente miedo y rápidamente alivio, mientras toca el metal. La visual le marca una calle despejada, transitando en cámara lenta por otros espectrales transeúntes que se mueven como caracoles en un cantero. Entonces vuelve a hundirse en sus pensamientos, en cada palabra de la última conversación. Y en las anteriores.  Por el fondo pasa un taxi a toda velocidad, pero no le presta atención. Las luces del bingo se ven a un par de cuadras de distancia y le encandilan la mirada, así que agacha la cabeza y apura el paso.

Sigue caminando con las manos en los bolsillos y la mirada perdida en los adoquines. Son sus propios pasos quienes lo conducen hasta ese lugar, tal vez en un acto reflejo de la memoria. Piensa que se olvidó el teléfono y si tal vez Eugenio lo habrá llamado o mandado un mensaje. Ahora está cerca de su casa. La pelea que tuvieron aún no lo deja dormir. “¿Y él dormirá?”, piensa. No es la primera vez que pelean, pero tiene pinta de ser la última.  Se angustió y volvió a repasar mil veces las palabras que se dijeron para marcarse y herirse las pieles del alma. Clavos puntiagudos. Desde ese momento no tuvo más noticias de él y el enojo del principio viró primero a tristeza y después a vacío. Sí como un frasco vacío al que sus pies llevan sin rumbo fijo por el barrio detrás de la estación.

Busca un poco de alcohol para ahogar las penas. Sabe que es una mala receta, aunque a veces le ha funcionado para olvidar. O cree que le funcionó. El bingo le parece un lugar de plástico, una mini sucursal de Las Vegas del conurbano. Siente un poco de lástima por las personas detenidas en el tiempo, con calurosos y viejos sacos pasados de moda, que circulan por ahí. Entran y salen con caras de derrota, embargando el auto, o la casa, o la universidad de los pibes. En ese lugar es imposible que alguien gane, que se pueda salir ileso económica y anímicamente de ahí dentro. Es una aspiradora de almas y voluntades adornada de focos de colores en la marquesina. No va a entrar a ese lugar. “De ninguna manera”, se repite. 

Camina por una de las calles paralelas a las vías y ve que hay una luz mortecina proveniente del bar de Fermín. Se sienta a tomar vino. Toma uno y pide otro. El ambiente allí está caluroso, la sensación es de movimiento de gente, pero en las mesas solo hay una pareja tomando una cerveza y unos pedazos de pizza a medio comer. En un momento, uno le hace señas al mozo y se manda por una puerta para el patio. Alcanza a distinguir luces, y gente reunida detrás de una mesa, un humo de cigarrillo que forma una nube sobre las cabezas como globos de cómics.  Hay botellas en el suelo. De atrás de la barra Fermín lo semblantea unos segundos y le dice:

- Ahí atrás está la mesa de póker, si te interesa. Son dos mil para entrar- con voz aguardentosa mientras repasa con un trapo el estaño de la barra. 
A las siete de la mañana, mientras el celular se llena de mensajes y llamadas perdidas de Eugenio, la policía llega al bar de Fermín para hacer las primeras pericias. Los medios locales empiezan a amontonarse y a subir noticias sensacionalistas a sus redes sociales y a los portales de noticias. Un móvil de la radio entrevista a los vecinos que comentan sin saber qué pasó en el bar. “Horror en barrio Hipódromo” dice un titular “Masacre en un bar platense” sentencia el otro.
Entonces él, en la confusa medianera del sueño y la vigilia, sentencia:
- Le disparé a los limones, Eugenio… te juro que le disparé a los limones.

La idea no lo seduce de entrada, pero siente el compromiso de responder. Hay algo de complicidad en lo que le convidó Fermín, entonces acepta entrar con dos mil. Apura su vaso de vino, agarra la botella y se manda por la puerta del fondo. Mientras cruza, siente el olor denso de los cigarrillos como una pared de humo en las narices junto a las voces y risas de hombres borrachos. Alcanza a ver un limonero, en el fondo, dentro de una maceta por la que han florecido sus azahares. Piensa en florecer, como el limonero. En pedirse un taxi e irse a la mierda, eyectado de ahí, tal vez llevarle unas flores o unos limones a Eugenio. Pero la pared de humo de tabaco lo ubica enseguida más acá,  atravesando la puerta del fondo. Entonces ve una silla vacía en la mesa de los jugadores y simplemente se sienta, cambia el dinero por fichas y se suma a la ronda.

No le va muy bien jugando, al poco tiempo tuvo que cambiar dos mil pesos más y ya empieza a quedarse sin plata. Las manos le sudan y percibe el principio del precipicio.  Fermín le ofrece fiarle otra botella de vino, para que se relaje. La toma y de paso se pide un wiskhy.  Ya se había emborrachado cuando una desesperación electrizante empieza a subirle desde el estómago. A la falta de dinero y crédito se le suman los insultos y las burlas de los otros tipos, “Mirá este es puto, lo vamos a dejar sin un mando” “¿Sabés cómo va a tener que pagar?”

Resiste algunas horas de hostilidad creyendo, como las personas de los sacos pasados de moda, que aún le quedan oportunidades para dar vuelta la noche. Pero la borrachera, las voces y el ruido le aprietan los pensamientos dentro de la cabeza. Esos mismos pensamientos de los que intenta escapar como un polizón en la madrugada. Ahí lo ve a Eugenio, decidiéndole cagón. “Sos el chabón más cagón que conocí”.

Vomita, entonces las risas siguen con más fuerzas y alguien se anima a darle una cachetada en la nuca. Llora mientras se le caen los mocos a chorros y vuelve a sentir el acero frío en la ingle. Mete la mano y se toca un poco la piel mientras agarra el revólver. Con la lengua se moja los labios y los siente salados y amargos como al mar. Levanta la mirada y le parece ver a Eugenio junto al limonero, cortando azahares y poniéndoselos detrás de la oreja.

Por Marcos Gutiérrez

martes, 9 de noviembre de 2021

Siete

Afuera marcan 35 grados. Acá adentro no dudo que rozamos los 50. El aceite industrial inyectado en nuestros cuerpos nos re calienta y, dentro de esta celda, es una bomba de tiempo. Las miro a ellas sudorosas y exasperadas, intentando como yo no perder el ritmo respiratorio, con un miedo inminente a la pausa eterna. El aceite fue mi mayor adicción. Tengo otros excesos, sí, pero ver mis dos tetillas inflarse en el espejo me inducía a más. Me inyectaba y con fajas y ayuda de Silvi me las moldeaba, dándole esa figura redondita, como dos melones en plena temporada. Después me moldeé la boca y el culo. Mirarse en el espejo y gustarse debería considerarse la séptima maravilla ¿Dolía? claro que dolía. Más duelen en los días como hoy, con este calor que va en aumento. Con esta humedad insoportable. Me siento como una estufa a la que le tiran leñas, que hace brasa, de esa que chilla, y que llega al clímax cuando le tiran unas gotas de alcohol hasta combustionar. He llegado corriendo a casa para meterme abajo del chorro de agua helada para que amaine. Pero acá no puedo. No puedo ni quejarme. Estamos las 7 en una celda para 2, muertas de calor, pero agarraditas de las manos para que Horacio no nos vuelva a buscar. La negra consiguió una faca y está lista, por las dudas. Mejor prevenir que curar, dice ella determinante.

Por llevar veinte gramos de marihuana aquella noche en el 152 estoy acá. Y por llevar ese vestidito fucsia brilloso apretado que me compré en Avellaneda con mi primer ganancia de la noche. Ese vestidito resaltaba mis melones delanteros y mi durazno trasero, pero también dejaba entrever ese bulto que es mi máxima condena. Me duele no poder volver a usarlo nunca más. Ese día que me desnudaron me lo sacaron para siempre. Mi vestidito fucsia brillante capaz es hoy un trapo. O capaz ya es una nada. Jirones de puro olvido. 

Desde que llegué no paro de contar hasta siete. Por culpa de esa maldita. Sí, esa maldita que primero me dijo que salía en siete años. Después en siete meses. Y todas las semanas me repite que en siete días. Mentirosa. La que debería estar presa es ella por ser una vendedora de ilusiones. Decido no creerle más, pero me aferro a eso como un niño que sopla un panadero creyendo que lo que pide se cumplirá.

Compartir pabellón con los presos por delitos sexuales le llaman privilegio. Si somos unas desviadas nos las deberíamos bancar. Nos deberíamos joder bien jodidas. Y sí que nos jodemos. Por suerte, acá, las compañeras son refugio. Ayer Carlos me cagó a trompadas porque me negué a que me penetrara. Un par de veces me dejé, porque en el afán de encontrarle la vuelta a esto quise intentar sentir una pizca de placer. El guardia me castigó a mí.
Sos tan perverso que lo provocaste- me dijo.
-Perversa- le respondí y eso abrió la puerta a todo lo que vino después. Estoy desfigurada y moverme, e incluso respirar, se me hace imposible. Si hubiese un espejo yo escaparía de mí misma. Caigo en la cuenta de que estoy llegando a cumplir otro ciclo de siete días y me tienta la posibilidad de no respirar más. Llegar al punto donde la dificultad, el dolor y el esfuerzo se vuelven calma. Que haya un vacío. Una suspensión de nada. O un todo. O algo mejor que estos espirales tortuosos.

Me llama la negra diciéndome que vaya al patio, que vinieron los pibes que nos dan talleres.

-No puedo ni moverme negra, no voy a ir.

Me insistió hasta que me ganó por cansancio. Cuando llegué vi a las chicas alborotadas y en el medio una torta. Una torta con siete velas. 

-¿Qué pasó?- pregunto.
-Nos enteramos que es tu cumple, nos dijeron los pibes que lo vieron en las fichas- me dice la Ro- Hay siete velas porque no pudimos conseguir más.
Me empiezan a cantar el feliz cumpleaños. Me llueve la cara y no puedo parar. Me miran todos con preocupación.

-Tranquilos, son de alegría. Es la primera vez que me cantan el feliz cumpleaños. 


Por Penelope Newbery

miércoles, 1 de septiembre de 2021

Pliegues de un sueño

Seguro vas a decir que es una boludez, pero pensé mucho en vos en estos días y sobre todo en los años que trabajamos en el restaurante. ¿Por qué no me llamas y listo? dirás con ese tono manso como agua de tanque.  No sé, me dio por escribir. Ya pasó mucho tiempo desde la última vez que nos vimos todos juntos y a veces me resulta muy loco que ya no
nos hablemos ni sepamos qué hace o dónde anda el otro. No lo digo por vos en particular, lo cierto es que ninguno de los cuatro volvió a aparecer. Voy al grano: te quiero contar un sueño recurrente desde que pasó lo del negro. Cada noche se suman nuevas secuencias como si se colaran escenas a la misma peli y el hilo narrativo se volviera una medusa.

¿Te acordás cuando el negro dani flashó que el barman de la fiesta le quería pegar y nos tuvimos que ir? Creo que caímos ahí porque era el cumple del novio de tu prima o algo así.  El barman era amigo de este flaco y todavía recuerdo su cara desencajada, no entendía nada y de pronto todo se volvió confuso.  Bueno, por ahí anda el sueño que estoy teniendo. 

Te lo cuento porque esas noches para mí fueron únicas. Lo mejor de trabajar juntos era el momento en el que terminaba nuestro horario y nos tomábamos unos tragos antes de arrancar a eso de las dos o tres de la mañana. Trabajar de noche tiene eso: estás en otra sintonía con tus amigos de siempre que se juntan a cenar o hacen alguna más tarde pero cuando vos llegás te sentís afuera del plan. No sé si te pasaba lo mismo, pero sospecho que sí. Y si bien éramos compañeros de trabajo, yo también los sentía mis amigos. Una vez el negro me dijo que cuando dejáramos de trabajar juntos ya no íbamos a volver a vernos y al final tenía razón. Capaz por eso, se me dio por escribirte, porque tengo esa sensación horrible del arrepentimiento, un sabor amargo que sube del esternón hasta la nuez y creo que es por no haberlo visto más. Ni siquiera haberle escrito algún mensaje trivial del estilo: “Cómo los mataron los brazucas”, en alusión a la derrota de River por Copa Libertadores o algo así.

Ger, antes de seguir quiero felicitarte por tu hijo, sé que nació el año pasado pero me enteré hace poco, creo que por Facebook. Espero conocerlo algún día, seguro nos vamos a cruzar en alguna marcha o en un acto de esos que tanto nos gustan. Imagino que es peronista como su padre. Bueno ya no me quiero extender más, paso a contarte, la cosa es así: resulta que Yoni me llama desesperado a eso de las cinco de la mañana y me dice a los gritos que por favor los vaya a buscar a ustedes a la puerta de Jamachi, que están en la vereda y discuten con unos patovicas que los amenazan con romperles la cabeza. Yo me levanto de la cama asustado, me visto, agarro las llaves del auto y salgo para allá. Apenas llego, compruebo que mis amigos están en peligro. Se suben al auto, al unísono dos personas se suben a un Taunus verde viejo y nos empiezan a seguir. Mientras tanto yo les pregunto a ustedes a los gritos “Loco, ¿Qué está pasando? ¿Qué hicieron para que nos persigan estos tipos gigantes que pueden matarnos si quieren?”. Silencio. Ninguno contesta. En un momento los perdemos pero la adrenalina es tan fuerte que me supera y en una maniobra fallida chocamos el auto. Sí, quedó encastrado en un árbol pero nadie se lastimó. Se me vino el mundo abajo, quise sacarlo de ahí y retomar la vuelta a casa. Creo que todos queríamos lo mismo pero no puedo recordar cómo terminó esa noche, y quizás sea porque al otro día la historia continuaba en el próximo sueño. 

Parece que finalmente pudimos sacar el auto y de repente estábamos yendo por calle 25 ya mucho más tranquilos y riéndonos de la vez que te acompañamos a comprar falopa enfrente del bingo. Me acuerdo que tenías un cagazo bárbaro porque te mandaste solo para no generar una situación incómoda, según dijiste. También recuerdo que tardabas mucho: tenías el celular en la mano y nos mandabas caritas al grupo, mientras nosotros esperábamos en el auto que todo saliera bien. En un momento en sentido contrario vemos a un patrullero que viene desde lejos persiguiendo a un Peugeot 504 negro que por algún motivo que desconozco se frena y uno de los pibes se baja y salta al canal del Arroyo El Gato. Pero ahí no hay agua, es una locura, creo que son casi diez metros. Este pibe cae, se levanta y empieza a los tiros contra la policía que había parado ahí para intentar detenerlo. En ese momento, el negro dani en un estado de excitación desbordante nos dice que ese pibe es Yoni y que tenemos que hacer algo para ayudarlo ¿Pero cómo? si Yoni venía en el auto con nosotros, no puede ser. Otro episodio confuso del mismo sueño que de golpe me despertó. 

Al día siguiente, estamos en un cementerio velando a alguien, pienso ¿Es Yoni? Pero después me doy cuenta que no, porque él tiene una casa de empanadas y hace unos días me mandó por Facebook el flyer con una invitación para que las pruebe. O sea que tampoco está preso, lo cual es una buena noticia. Pero entonces ¿A quién estamos velando? No sé, la niebla es tan grande que no me deja ver ni siquiera a la persona que tengo al lado. De golpe, me viene a la cabeza una partida de póker que hicimos en casa. Recuerdo al negro esa noche, se paró en el medio del juego y nos dijo: “esto ya es aburrido, ustedes me aburren, hablan del capitalismo como si sus decisiones pudieran incidir en algo, como si fueran a cambiar el mundo, ustedes no entienden que todo se repite, que siempre hay un poder que se impone y aplasta a los demás, y los demás somos nosotros”. A partir de ahí hubo un quiebre en la relación, ese fue el último póker y ya no nos juntábamos como antes, ni siquiera nos hablábamos tanto. No me molestó que me haya tildado de ingenuo o idealista, lo que me jodió fue que dijera que yo lo aburría, porque cuando aburrís a un amigo, sentís que se está alejando. 

Ger, la verdad que no sé si te habrá pasado lo mismo después de esa noche, creo que no lo hablamos nunca. Tampoco sé si estos días te trajeron recuerdos de épocas de patear la ciudad juntos por callecitas internas sin tanto edificio que dialogan con pueblos de la provincia de Buenos Aires como Olavarría o Saladillo, o de noches maratónicas hasta la madrugada -incluso hasta más tarde- como un 25 de diciembre a las nueve de la mañana cuando salimos a la calle en la cuadra de tu casa y jugamos a lanzar cds a ver quién llegaba más lejos ¿Te acordás? Bueno ya no te jodo más, me despido, pero antes te cuento el último episodio de la misma saga donde aparecemos los cuatro:
estamos arriba del tren corriendo a toda velocidad vagón por vagón, no podemos parar de reírnos, miramos para atrás y nos persigue Alfredo Casero disfrazado de Juan Carlos Batman. Es cierto,  solo teníamos tres cosas en común, el amor por el fútbol, los redondos y Cha cha cha. Recuerdo que el negro una vez dijo: “cuando el mundo se termine va a haber alguien jugando al fútbol y en algún lugar estarán sonando los redondos en una vieja radio”. 

Por Fede Ramponi

jueves, 26 de agosto de 2021

La espera

Sabíamos que no iba a venir, pero lo esperamos igual. Laura sacó el mantel blanco, con flores bordadas a mano que le regaló la abuela el día de su casamiento y que sólo se usa en ocasiones especiales. Puso la mejor vajilla que tenía y abrió un vino guardado en roble. 

El resto, todos emperifollados con nuestras mejores galas. Yo ostentaba unos gemelos que eran de mi abuelo y me ceñí la rastra con caballos de plata que me tocó en la herencia. Aún brillaba. Miguel, intentaba acomodarse dentro del saco de paño que parecía quedarle un poco chico. Fumábamos en la escalera mientras mirábamos el camino de tierra que se perdía entre algarrobos y quebrachos colorados.

-Yo le traje unos frascos de berenjena que hace mi vieja, que siempre le gustaron – me comentó Miguel sin mirarme, mientras retenía el humo en sus pulmones. Exhaló y el humo se transformó en un fantasma que ascendía a la ventana de la planta alta. 

-Me parece que nos vamos a tener que comer las berenjenas nosotros no más – repliqué. 

La última vez que lo había visto, nos saludaba con el brazo desde la ventana trasera del taxi que se lo llevaba por el mismo camino por el que ahora esperábamos verlo volver. Nos tiró un beso con la mano y nos dijo que cuando vuelva lo esperásemos con una joda, “y le metemos cachengue hasta el amanecer” nos gritó antes de perderse en la polvareda que dejaba el auto detrás mientras se alejaba.

-¿Y?, ¿se ve algo? -preguntó Laura 

- Nada amiga todavía, hay que tener paciencia – le respondió Miguel. 

-Ya está oscureciendo así que deberíamos ver la luz del auto que lo traiga- agregué yo.

-Es cierto. bueno, avisenmé si lo ven, así armo todo antes que llegue- dijo Laura y se metió a la casa sin esperar que le respondiésemos. Con Miguel nos miramos y no dijimos nada. 

Creo que todos sabíamos que no iba a venir. Laura era a quien más le costaba aceptarlo. Tal vez porque el amor de matrimonio te hace pensar que la otra persona es parte de uno, entonces mientras uno esté, el otro también va a estar. Eso se me ocurre a mi, pero yo nunca me casé. 

Servimos un poco de vino mientras veíamos la noche caer pesada sobre el campo. El silencio interrumpido por el croar de las ranas y los bichitos de luz que empezaban a cruzarse por nuestras miradas. El camino seguía igual de desierto y nosotros esperábamos sabiendo que nadie iba a venir. 

Laura quiso retrasar un poco la hora de la cena, con la esperanza de que alcance a llegar, pero cerca de la medianoche decidimos sentarnos a la mesa. Arrancamos comiendo las berenjenas en escabeche de la mamá de Miguel y luego llegó la picada que acompañamos con vino toda la noche. 

Recordamos la época en la que vivíamos todos juntos en este caserón. La fiesta que hicimos cuando se casaron con Laura, la despedida cuando se fue a trabajar a Dakota del Sur y el silencio y la ausencia durante meses que siguió después. Hoy que era su aniversario todos lo esperábamos, sumergido en la ilusión de Laura de volverlo a ver, en la ilusión del cachengue hasta la mañana, de la vuelta a la comunidad del caserón, a la fiesta de casamiento.

Cuando la noche se hizo larga algunos se emborracharon y se durmieron en los sillones, otros, se retiraron a las habitaciones. Yo me senté en la escalera a fumar otro cigarrillo mientras veía un sol naranja y furioso asomarse por detrás de los quebrachos colorados. Laura se sentó junto a mi, me tomó del brazo y se recostó en mi hombro. Sollozaba despacito como en un siseo de un llanto viejo que tampoco pretendía disimularlo. Le ofrecí un cigarrillo y la vi prenderlo con el rímel dibujándole lágrimas negras en las mejillas.

-Que lástima que hoy tampoco vino – dijo apesadumbrada- Pero ya va a venir. 

Y el humo de su boca fue otro fantasma subiendo a la ventana de la planta alta. 

Por Marcos Gutiérrez


martes, 24 de agosto de 2021

Fuego

Habíamos pasado todo la noche de semáforo en semáforo mientras juntábamos monedas para el hotel. Estábamos cansadas pero contentas, vivíamos el día a día, viajando. Éramos perras de la calle, meneando felices las dos colas. No, no éramos putas, éramos malabaristas del fuego. Cosa que amaba decir.

Luego de deambular la ciudad buscando un hotel, encontramos uno de mala muerte, pero decente. Lo primero que hice fue darme una ducha, quitarme el olor a gasolina del cuerpo, y las marcas del hollín en las manos. 
El baño era compartido así que había que atravesar un largo pasillo oscuro con puertas de lado y lado.
Una vez terminado mi ritual de espuma, salí, con las chanclas mojadas, la ropa sucia en una bolsita de plástico, la cabeza envuelta en la toalla, dejando huellas de agua por todo el pasillo. Antes de llegar a la habitación, por llamar de alguna manera al hueco donde dormíamos, escucho un : “tsss tssss” que venia de una de las puertas del corredor. Me asomé y vi a una mujer esquelética de raza negra, sentada en el borde de la cama, tomando un trago de una botella de coca cola llena de un liquido transparente y fumando un cigarrillo, casi comiéndolo.

- ¿ No te da miedo quemarte?- me preguntó sin mirarme frente a un espejo sobre la pared.

- Disculpe, no entiendo- le respondí

- Te vi hacer malabares en el semáforo de la Atahualpa- me dijo, mirando mis chanclas y luego mi cabeza que goteaba agüita de un mechón de pelo que tenia suelto.

-Ahhh, claro, no, no me da miedo, hay que tener cuidado no mas- le dije, mientras me acomodaba el pelo para que no goteara.

-A mí no me gusta el fuego, solo el humo que deja- respondió, pegándose otro trago y arrugando la cara. Le sonreí, sin ganas solo para llenar el vacío, sin saber qué más decir. Mientras me despedí solo moviendo la cabeza, como los japoneses.

- Ven que te invito un trago, o te asusta mi cara- me dijo, riéndose, y tratando de esconder con los labios, los dientes que le faltaban.

- No, no, para nada- le dije. Y me senté en la cama frente a la suya.

- Gasolina de avión , le dicen, es trago para gente fuerte- dijo sonriendo y extendiéndome un vasito lleno. Solo con olerlo y todo el nombre tenia sentido. 

-Gasolina de avión- repetí despacio y lo tomé, sin respirar, solo cuando atravesó la traquea pude soltar ese aliento de dragón borracho- Fuerte esa huevada- le dije, haciendo señas con las manos de que no quería mas.

Se sirvió otro vaso y me extendió otro, ignorando mis gestos y mis notables ganas de volver a mi habitación. En ese momento ya me pesaba la enorme toalla que tenia en la cabeza, así que me la quité, y la deje alrededor de mi cuello. Para no mojar la cama.

-Ponte cómoda, todavía nos queda bastante- dijo ella con una voz más áspera.

Miré la botella de coca cola llena de ese trago diabólico y supe que esto iba para largo.
Hablamos de la calle, de los malabares, de los viajes, me contó que era de Esmeraldas, que vendía inciensos, de sus nietos, de sus hijos, le conté de los planes que tenia con mi amiga, de lo dura y dulce que puede ser una avenida.

Nos empezamos a poner sentimentales. Yo ya había acomodado mi espalda en la pared y el alcohol me pasaba sin mucho rogar. Ella ya sonreía sin taparse los dientes. Estábamos disfrutando el momento. Como dos amigas que se encuentran a los años.

-Te regalo estas 3 cajitas de incienso- me dijo mientras estiraba la mano- una para que te proteja en los viajes, otra para la salud, y otro para que no te falte sexo en la vida- me dijo.

Lanzamos una carcajada y brindamos otra vez. Se quedó callada un momento mirando la pared, y se apretaba los labios intentando no llorar, como una niña aguantado el berrinche.

-Yo no quería matarla. La mujer de mi hijo le puso los cachos, esa hijeputa lo cuerneó a mi bebé. Mi hijo es tranquilo, pero yo si le reclamé, y esa careverga se me reía, se me reía, se reía de mí , de mi hijo, de toda mi familia, que nos hemos sacado la chucha para sacarla del puente donde vivía. Somos pobres amiga, pero logramos levantar una casita entre todos. La cosa es que no soporté su risa. Porque no era ella, amiga, era el diablo que estaba en sus dientes ella es el diablo, y mi hijo no se merece tanta maldad. Así que agarré un cuchillo y le di su merecido, 3 veces le di, ‘tac, tac tac’, sin pena, y se me quedó ahí botada en el piso, llena de sangre- hubo un silencio largo- ¿Y sabe qué hizo esa desgraciada mientras me iba? ¿ 
Sabe qué hizo? Se me reía mi niña! A esta gallina vieja!- soltó de un tirón con una risa final macabra.

No dije nada, me senté recta en la cama pensando en la manera de irme, sin que se sintiera amenazada.intenté hablar sin saber qué decir para llenar el vacío y me interrumpió al segundo. Decía cosas que no entendía Hablaba mirando a la nada, movía las manos, conversaba con la pared y con todos los personajes de su historia, mientras lloraba y se reía sin parar.
De golpe dejó de llorar, se limpio la cara, y sin mirarme me dijo:
-Ándate , no te olvides de los inciensos, el primero es protección. Cogí mi bolsita de ropa sucia, mis inciensos y mi toalla. Salí de su habitación, las huellas y los charquitos de agua del pasillo ya habían desaparecido. Entré en la habitación como un zombie, mientras mi amiga dormía.
-Tenga cuidado con el fuego mi niña- escuché gritar desde esa otra habitación. Y cerré la puerta con llave. Al día siguiente ya se había ido. Pasé por su habitación y solo vi la botella de plástico vacía apoyada en la mesita de luz.
A pesar de toda la mezcla de sensaciones que tenia en el cuerpo, pude dormir sin problemas, seguramente por el alcohol. No le conté nada relevante a mi compañera de viaje, solo lo básico.
Volvimos a la Atahualpa a hacer lo nuestro, malabares pero sin fuego, no tiene sentido en la mañanas, así que usamos dos cadenas con tiritas de colores y unos banderines. juntamos la plata y volvimos al hotel a recoger las cosas, porque debíamos seguir el viaje.
En el bus camino a ya no recuerdo dónde, vi su imagen en una tienda en la carretera, la estaban buscando. No dejé de pensar en ella en todo el camino. Cuando llegamos a destino fui a la policía, hablé de lo que me había contado y de dónde la había visto por primera y ultima vez.

No me sentí ni más tranquila ni más aliviada, solo seguí. 
Convencí a mi amiga de ir a un hotel un poco mejor de lo que estábamos acostumbradas, dejamos las mochilas y de inmediato encendí un incienso de la primera cajita. Esperé que se consumiera todo y salimos a recorrer un poco la ciudad... Así seguimos por algunas semanas y poco a poco me fue pasando la angustia que se me había impregnado como humo en el cuerpo.

Volví a disfrutar del viaje y de conocer gente nueva.

Uno de esos tantos días , tuve algo de curiosidad y por la noche encendí uno de los inciensos de la tercera cajita. Al terminarse salimos al semáforo como siempre, no sé cuando ni cómo , solo sé que apareció en medio del ruido de los autos y las luces de la avenida. Era todo menos lindo, pero conectamos al instante, como un imán, casi sin hablar, bailamos una magia que no podría describir con palabras, así que no pasó mucho que terminamos en un motel cercano teniendo sexo toda la noche... luego desapareció perdiéndose entre la gente y la noche. Y sin amor ni nostalgia aún tengo intacto su aroma en mi piel. Como el humo, como el humo cuando muere el fuego.

Por Catalina Francisco


jueves, 19 de agosto de 2021

Amor a la mujer


Lo que me define fuertemente como mujer, más allá de mis genes, o  de la sabia biología que me dio forma, es mi nombre. Es el nombre que me eligieron – Noelia- y el que yo vuelvo a elegir cada día, porque ahí voy vertiendo el contenido acerca de mi identidad: tan única como cambiante, maleable y rígida, la que tiene la forma de un rompecabezas que se arma y desarma casi a diario. 

Con ese nombre, un sustantivo propio, elegido entre miles como miles de estrellas y de posibilidades, llega también  la maternidad. Un hecho bisagra que quebró mi vida: jamás imaginé que parir podía reiniciar mí sistema de creencias y de costumbres. 

La suerte se echó a mi favor: tuve dos hijos varones con los  que inicié su crianza en una lucha apasionada  que terminará el día que acabe mi vida. Lucha que doy a diario ( en una conversación con ellos en el que repiten axiomas como:

-Mamá, sos la mujer, vos tenes que cocinar- dijo el más chico mientras llegaba hambriento del colegio una tarde en la que yo recién llegaba de trabajar. 

Entre las paredes de mi casa vive una mujer que incansablemente defiende los derechos de las mujeres y busca cada día derribar un poquito la cultura en la que vivimos.

Pero para mejor aún, vivo con 3 personas del sexo opuesto, y ahí está la voz incansable de  sensibilizarlos e intentar ir contra el patriarcado.

Parece un acto de domesticación hacia el hombre, pero yo lo llamo amor a la mujer.

Cuando la mujer nace, ahí mismo la cultura imprime sobre ella infinidad de exigencias, las que intenta incansablemente ser cumplidas, para complacer a los demás, pero yo me pregunto: ¿Quiénes son los demás?, ¿Mi madre? , ¿Mis abuelos, mi novio, mi marido, mis hijos?

Desprenderme de eso tal vez, me lleve toda la vida, pero creo que lo peor aún es morir en el intento.

En el libreto de los mandatos, mi madre se empeñaba en mandarme a una escuela en la que aprendiera a bordar, a tejer. Después también le pedía a mi abuela que se ocupara de enseñarme a cocer en una vieja y ruda máquina a pedal, la Singer que más de una vez aplastaba mis cortos pies ahí debajo, cuando yo intentaba ganar velocidad en mis costuras.

O sino los domingos cuando me venía a buscar mi abuelo en un viejo Taunus verde y me decía con voz tierna:
-Noe, la harina está sobre la mesa, tu abuela te va a enseñar a hacer tallarines hoy- con su voz áspera pero amorosa. 

Entonces yo, genuino producto de la cultura patriarcal, niña  con nula capacidad de análisis, iba feliz con mi abuelo mirando por la ventanilla hasta llegar a su casa, y ahí me disponía a aprender cada domingo una receta nueva. Sean ravioles o un estofado de cordero o zapallitos rellenos. 

Ahora cada vez que paso a saludarla a mi abuela la escucho decir como un sermón:
- Nena no dejes que nadie le cocine a tu marido, yo te enseñe a cocinar de todo!  Mira que  a los hombres se los conquista con la panza llena..!

Y dos por tres ella misma, arremete con que mi marido está flaco:
-¿nena, vos le cocinas a tu marido?- dice con el ceño fruncido de la desconfianza a lo que siempre en actitud de sorpresa le respondo
-¿Por qué abuela?
. ¡Porque si no le cocinas se va a ir con otra!- remata y yo gruño y vuelvo a casa invadida por el enojo.

También iba a danzas, a vóley, a aprender inglés, a piano con mi seño Niní, y hasta hacer un curso intensivo en Olavarría a los 10 años mientras pasaba unas vacaciones de invierno ahí en la ciudad del cemento.

Claudia, mi madrina,  me anotó en un curso para aprender tarjetas españolas y exigía una prolijidad que yo ni por más que me concentrara demasiado, lo lograba. Contenta volví a casa a mostrar mis tarjetas porque sabía repujar el papel vegetal de maravilla. Ahí fue cuando me encomendaron hacerme todas las tarjetas para mi comunión, asique muchas tardes, al lado de la salamandra de mamá me sentaba al llegar de la escuela para cumplir con esa celebración.

Podría contar algunos aprendizajes más que, cosas que se hacen en el campo como macerar bondiolas y jamones en sal y demás, pero creo que fue suficiente.

Hoy no me enorgullece sentirme a veces mandrake, ese personaje fantástico de las tiras cómicas que resolvía absolutamente todo.  Yo tengo la salvedad  de que  no salí de una tira cómica y resolver casi todo en casa me agobia. 

Lejos de ser un mago surgido de un género de fantasía, saber hacer mucho y más  de lo impuesto, me estresa. Sin embargo, también me invita a una vida de fantasía. Algo podré crear con tantas enseñanzas, todavía quizá no lo sepa a ciencia cierta, pero sospecho que es algo distinto y al mismo tiempo,  una revancha propia. 


Por Noelia Chireni

Larry

Yo soy Larry. Tengo 75 años pero me siento tan bien de salud que hasta puedo hacer 10 kilómetros por día en la bicicleta. Pero otro ejercicio cotidiano que hago es pensar en mi vida pasada. Me pregunto si ¿He sido feliz? ¿He hecho feliz a los demás? Y sobre todo Larry
¿Qué espero de la vida a esta edad?

Creo que todas las preguntas me surgieron cuando la Sra. Smith vino a vivir a uno de mis departamentos. Ella es más o menos de mi edad y parece una buena persona. O eso me pareció al menos. Enviudó no hace mucho tiempo y siempre recordaba a su marido cuando tomábamos una taza de café que Lily -así se llama ella-me invitaba cada vez que iba a cortar el pasto en el patio contiguo de su casa. 

Tuvimos largas charlas acerca de mi familia, su hijo, su nuera y  amigos en California. También de los tiempos pasados en los cuales éramos felices caminando por la calle sin demasiados autos, yendo a ver una película una vez a la semana y oyendo las radio novelas, o los partidos de béisbol.

Su pasado no fue como el mío. Tuvo problemas con su marido ebrio y su hijo, según me confesó, jamás supo elegir su pareja. Su ex mujer lo dejó por otro hombre cuando cumplieron apenas dos años de matrimonio. También, los problemas laborales lo sumieron en depresiones cíclicas,  buscando trabajo, perdiéndolo y volviendo a mudarse a otra ciudad más atractiva del planeta, dijo ella, pero en realidad de los estados de California, Missouri y

Washington, este último con el infortunio de lluvias muy frecuentes.

Me siento afortunado de tener una historia más tranquila y estable. Crecí en el mismo estado que me vio nacer. Aprendí un oficio con mi padre que era obrero de la construcción en el que pude lograr un buen pasar económico para poder contar con algunos condominios hechos por mis propias manos en el vecindario. Gozo de una buena vida pero sin muchos lujos. Mi heladera no está repleta, pero siempre hay frutas y verduras de todos los colores y algunos distintos quesos holandeses que son mi devoción. Alcohol ya no bebo desde los años en que iba a bailar el jazz con mis amigos de la secundaria. El único permitido son los quesos. No tengo mascotas porque un poco me recuerdan a los años con Carol y muchas veces me digo qué tal vez es mejor no recordar tanto. 

Mi esposa fue una mujer encantadora y una excelente madre. Tengo la imagen de ella a la mañana bien temprano poniéndose el sobretodo y saliendo a caminar por el parque con las primeras luces de la mañana. También con olores a inciensos que se mezclaban con la salsa que preparaba con 2 o 3 horas de anticipación y usaba un secreto de paprika que había heredado de su abuela húngara.
A pesar de algunas desavenencias durante tantos años de casados, nuestro amor se fortaleció con los años como un viejo roble y cuando murió, tal vez estuve un par de meses de riguroso luto, pero reconocí que no había demasiados remordimientos para hacerme aunque podría haber sido menos cuidadoso con el dinero y haberla llevado a conocer New York, como ella me pedía. Jamás lo hice. Creo que me equivoqué. 

Al principio pensé que Lily Smith podría ser una buena compañera en la última etapa de mi vida y traté de visitarla seguido con la excusa de arreglar su jardín. Tenemos casi la misma edad, es una mujer inteligente que tiene devoción por conocer el mundo. Hasta le hubiera ofrecido hacer un viaje a New York e ir de paseo a la Estatua de la Libertad, que mi hijo considera que es lo más Kitsh que se puede hacer en esa ciudad, pero que a Lily le encantaría.

No tarde mucho en darme cuenta que ella si bien disfrutaba de mi compañía, siempre en algún momento cuestionaba la ciudad y a su familia. Incluso de la propia casa que yo le alquilaba. Siempre parada en la falta. En lo que no hay: ni shoppings, ni cines grandes, ni nada. Que no le gusta utilizar los autobuses porque son para negros y para discapacitados, que su hijo y su nuera no se preocupan por ella y no la visitan. Por último, empezó a quejarse del alquiler y de que la casa que habitaba no era tan cómoda. 

Traté de disuadirla y de decirle que en el verano entrante le haría mejoras a la casa y a la caldera. Pero no hubo caso, ella quería volver a California. Pero no a la California de los estudios de cine ni de las playas, sino del interior chato y arenoso. Por último, traté de hablar con su hijo Joe. Me acerqué un día que había ido a cenar con su madre y su mujer, Jill. Pero no tuve el coraje de acercarme. En un momento ví, como ella lloraba, Joe se agarraba la cara con las manos y se echaba para atrás y Jill gritaba, asustada. No me pareció justo entrar en ese momento y lo dejé pasar. 

Cuando llegó el último día, pasé por su casa y le pregunté: -Me escribirás Lily? Ya sabes dónde vivo, estaré esperando noticias tuyas.

-Sí, claro, te escribiré sin duda pero ten en cuenta que no soy una persona que vuelve sobre sus propios pasos- remató con una frase que sonó tajante y me desconcertó , ¿qué habría querido decir? ¿Que no iba a volver por aquí? ¿O que nuestra relación estaba acabada? No lo sé pero continúo pensando que en algún momento, cuando esté regando los jardines, encontraré una carta de ella dentro del buzón rojo y tal vez sea mi oportunidad para invitarla a recorrer Nueva York.

Por María Fernanda Arias Núñez

martes, 3 de agosto de 2021

Un secreto bien guardado

 A veces creo que me está mirando. Yo me quedo mirándolo fijo también, jugando ese juego del que parpadea primero pierde. Mi mamá me dice que deje de ver películas de terror, que me hacen la cabeza, pero yo creo que él necesita contarme un secreto. 

-Tomás, estás grande ya para los soldaditos- me dice también. Pero yo sigo jugando con él, y pienso que va a ser hasta que me cuente el secreto. Él es Saol, mi guardián imperial. Cuando lo encontramos guardado en el altillo, a mi mamá le pareció peligroso que yo jugara con él. Era más chico además, y es cierto que tiene una espada medio puntiaguda que le puede sacar un ojo a alguien. Pero yo prometí que sería muy cuidadoso, y ella no estuvo convencida pero aceptó. Peor fue cuando nació el hincha bolas de mi hermanito. Mi mamá se puso re protectora, escondió todos los objetos filosos, tapó las puntas de los muebles. Ahí Saol corrió peligro, lo tuve que esconder por meses, y jugamos en ese tiempo a que se escondía del enemigo, como en la guerra. Después mi mamá se calmó y lo pude dejar en una repisa. Ahora mi hermano tiene seis y yo once. Algunas veces intenta jugar con él pero yo le digo que es peligroso, que algún día. Ni loco se lo presto. Después me río porque yo a su edad re jugaba con Saol. 

Lo que hace más especial a Saol es que era de mi abuelo. Lo encontré en una caja vieja cuando nos mudamos a la que había sido su casa. Estábamos ordenando el altillo, había mucho para ordenar, mi abuela había acumulado mucha porquería, se quejaba mi mamá. Parece que ellos habían sido medio ricos, no sé bien, ella no habla mucho de mis abuelos, menos de mi abuelo, que parece que lo dejó de ver, desapareció, o algo así.  

Mientras ordenábamos continuaba con su queja, que yo no ayudaba, que mi papá no la ayudaba y la verdad que ya para entonces no lo veíamos mucho a mi papá. Pero bueno, yo estaba ahí con ella y encontré esa caja con algunas cosas en las que estaba Saol. Ahí mi mamá dijo: ‘ah, esa porquería de tu abuelo’, y yo me sentí fascinado enseguida. Venía con una tarjeta que estaba escrita con una letra manuscrita de esas re prolijas, de persona de antes. Yo apenas estaba aprendiendo a leer entonces, así que le pedí a mi mamá que me la leyera. La tarjeta decía: ‘usted se ha encontrado con Saol, el guardián imperial. Su suerte desde ahora ha cambiado.’

‘Siempre tan infantil', dijo mi mamá, y soltó la tarjeta, que giró varias veces antes de aterrizar en el piso. ‘Guau’, pensé yo, y desde entonces viví encantado con la figura de mi abuelo. Debió ser un hombre increíble. 

Al fin había dejado de llover. Esa podía ser una buena noticia, pero no para Antonio. Como trabajaba en la calle lustrando zapatos, los días de lluvia eran felices para él. Pero esa mañana la madre lo levantó temprano, como siempre que había que ir a trabajar. 

Las cosas todavía no se acomodaban para su familia, la cual había migrado desde España con la esperanza de un mejor futuro. Su padre había muerto de gripe española unos años antes y desde entonces, según su mamá, él era ‘el hombre de la casa’, frase que le repetía justamente cada mañana, como una especie de motivación.

‘Hombre de la casa con pantalones cortos’, pensó Antonio mientras caminaba rumbo a la esquina donde trabajaba cada día.

Lo único bueno para él de esa caminata era que pasaba por un puesto donde vendían juguetes. A veces se quedaba mirándolos un buen rato y su preferido era un soldadito de plomo de unos 10 centímetros, uniformado, con una espada de 5 centímetros en la mano, y en una pose que indicaba que estaba listo para la batalla. Siempre que lo miraba sentía que él le correspondía. ‘Como si tuviera algo que contar’, pensaba. 

De tantas veces que había pasado, el vendedor ya lo conocía y lo saludaba amablemente. 

A veces hasta lo dejaba agarrar alguno de los juguetes unos minutos, pero jamás se había animado a pedir el soldadito, lo admiraba ocultamente. 

Ese día, pasó como siempre por el puesto. El vendedor lo saludó: 

-Hola, Antonio, ¿cómo andas? Hace días que no te veía. 

Antonio le respondió tímidamente: - sí, la lluvia… 

-Pues claro… tengo una sorpresa para ti. Me dijeron que cumples doce años, todo un hombre.

Ese momento estuvo en la mente de Antonio durante toda su vida. A su corta edad, todavía no había reflexionado sobre  lo que era el destino, la suerte, y todos sus derivados, pero ya entonces supo que había algo más controlando el ritmo de las cosas. 

-Se llama Saol, es un guardián imperial- dijo el vendedor, y le dio el soldadito. 

Antonio no lo podía creer. Lo agarró con cuidado y trató de disimular las lágrimas que estaban por caer de sus ojos. 

-Me parece que se quiere ir contigo. Cuídalo mucho, y cuidado con la espada, aunque un caballero como tú seguro sabe cómo manejarla. 

Mientras se alejaba, apoyó despacio el dedo índice sobre la punta filosa.

‘Cuidado con la espada….’ pensó irónicamente. 

Ese fue el primer día que Antonio se sintió grande, aunque fuera con pantalones cortos. 


Manuel insiste en que quiere jugar con Saol. Siempre quiere lo que es mío, lo odio.
Por suerte Saol está a salvo, lejos de sus manos, en la repisa. Igual Saol no jugaría con él, es MI protector. Jugamos mucho juntos, es que él gana todas las guerras. La Primera Guerra Mundial, que es una guerra que parece que fue re importante. Eso lo aprendí cuando mi papá se fue. Ese día, mi mamá le tiró todo a la calle. Después de eso subió a su cuarto, creo que llorando, y yo aproveché a salir y ver sus cosas, porque mi papá era muy reservado y no sabía qué tenía. Y bueno, justo entre sus cosas había una colección de libros sobre guerras, y estaba esta guerra, que justo fue la que Saol ganó. Yo ya más o menos había aprendido a leer, y me llevé a escondidas uno de los libros. Tenía muchas imágenes, como las que ya había visto en los libros de cuentos pero más vivas. Eran todas en blanco y negro, de soldados, tanques, ciudades destruidas. Meses después, cuando mi mamá encontró el libro, por supuesto me dijo que no era un libro para mí, que era muy violento y se lo llevó. Y también me contó que mi bisabuelo luchó en esa guerra.  Capaz Saol vino de ahí, pensé yo. Ahora estoy seguro. 

La foto que recuerdo que más me impactó fue una donde había gente despidiendo a los soldados que se iban. Algunas mujeres se ve que lloran, tienen pañuelos de tela en la mano. Yo entiendo porque a mí me pasa que cuando tengo que dejar a Saol en la repisa porque mi mamá dice que es peligroso para Manuel, me da una sensación rara y quiero llorar un poquito. Por suerte sé que él está ahí y me vigila. Que me mira con esos ojos que, yo sé, quieren confesar algo. 

 

Fue un buen día para Antonio. No solo por el regalo que recibió, también fue un buen día porque tuvo mucho trabajo y, principalmente, porque no llegó Marco a presionarlo. 

Marco era un tano unos años mayor que él, bastante bien vestido, y que se creía el dueño de las esquinas. Siempre presionaba a los trabajadores pidiéndoles una parte de lo ganado. Si no pagaban, les mandaba a su bandita. Así, su banda y él no tenían que trabajar jamás, y se decía que poco a poco se estaban volviendo ricos a costa de los pobres. 

 Antonio siempre tenía que darle una parte, y cuando lo hacía sentía algo dentro suyo, algo crecía como un globo. Eran tiempos difíciles y no estaba para regalarle parte de su esfuerzo a nadie. 

Cuando se hizo hora de irse a casa, Antonio decidió pasar por el parque. Se sentó en un banco y sacó a Saol del bolsillo. Admiró lo brillante que se veía, su hermosa espada y esa mirada que tenía algo guardado para él. No podía creer lo afortunado que era. Jugó un rato con él a que combatían en la Gran Guerra, que él la conocía bien porque sabía que su padre había estado ahí. Siempre le pareció muy desafortunado que hubiera podido regresar para morirse poco después por una peste. Secretamente hubiera preferido que muriera con gloria. 

Estaba anocheciendo, así que decidió regresar a su casa. Guardó a Saol en el bolsillo, tomó la caja de lustrar zapatos y empezó a caminar. No había dado muchos pasos cuando le gritaron:

-Antonito, ¿come stai?

Antonio se paró en seco. Cómo odiaba el acento ese. 

Creo que el peor momento que pasamos con Saol fue cuando mi mamá vino a contarnos que estaba esperando a Manuel. Yo estaba sentado en mi pieza, y estábamos con Saol en plena batalla cuando vino con voz de buena a decirme. Hacía poco se había ido papá y ella tenía un amigo con el que salía mucho. Parece que juntos habían decidido traer a Manuel. Justo en ese momento, con Saol estábamos en el fuerte que yo había construido para él con ladrillitos. Cuando me contó, yo no respondí nada. Mi mamá se acercó, me acarició la cabeza y se fue. Entonces Saol empujó con su espada una de las paredes del fuerte y después otra y otra. Se cayeron todas y algunas del golpe contra el piso se desarmaron. Odiaba enojarme con Saol pero se había pasado, así que lo dejé en la repisa y me fui a ver tele. El enojo me duró varios días, nunca nos habíamos enojado tanto, pero después entendí que él es un guerrero, que era su forma. 

El segundo peor momento fue cuando Manuel nació, porque ahí mi mamá quiso llevarse a Saol. Decía que era inseguro un objeto tan cortante si había un bebé. Yo me puse a llorar. Mi mamá murmuró algo así como que cómo podía estar apegado a algo tan violento. Se estaba por ir cuando intenté sacárselo de la mano de prepo. Calculé mal y me corté el dedo. Entonces dejé de llorar, para que no pensara que estaba llorando por el corte. Me salió un poquito de sangre, pero no mucha. Lo más cortante de la espada de Saol no era el filo sino la punta.  Mi mamá me mandó a los gritos al baño a lavarme mientras se llevaba a Saol. Después de eso no lo vi por varios meses. 

Antonio se dio vuelta rápidamente. Si bien le temía a Marco por ser más grande en físico y edad, ese día sintió alivio. Evidentemente algo diferente había en Antonio porque Marco retrocedió unos pasos cuando lo vio venir. 

-Hace días no te veía- dijo con su acento difícil de seguir -Me debes bastante.

-Casi no pude trabajar estos días.- le respondió Antonio, y su tono estaba lejos de querer acompañar una excusa. 

Ahora Marco avanzaba más hacia él. Antonio dudó un momento, como si el miedo hubiera querido interponerse por última vez entre él y todo lo que acababa de decidir que le correspondía.  Entonces metió la mano en el bolsillo. Los dos muchachos ahora estaban frente a frente.

-Mirá, Tano. Tengo una propuesta. No te puedo pagar ahora todo eso que querés, no trabajé nada. Pero tengo algo para compensarte-  Entonces sacó a Saol. Marco lo miró con desconfianza. -Es una reliquia. Tiene una gran historia, escuchá: Era de mi papá-resaltó con un tono confesional- parece que se lo dieron cuando estuvo combatiendo en la guerra. Él no pudo volver, sabés… pero un amigo sí, y me lo trajo como recuerdo. Parece que vale una guita eh. Lo podés vender, empeñar, qué se yo... o jugar con él. -dijo, cambiando a un tono sobrador esta última frase. 

Marco se acercó aún más. Antonio se puso el juguete sobre la palma de la mano y la alzó a la altura de la cara de Marco, quien acercó un ojo para revisarlo más en detalle. Quizás lo acercó demasiado. 

En una semana cumplo doce años. Quería hacer una fiesta pero Manuel necesita aparatos, dice mi mamá, y no podemos gastar de más. Cuando le conté a Saol no le gustó nada y me miró con esa mirada de que, yo sé, me quiere contar algo. Decidimos hacerle una visita a Manuel. 

Antonio corrió por las calles empedradas como nunca en su vida. Jamás miró atrás, y, aunque nunca hubo indicios de que alguien lo persiguiera, a él le emocionó pensar que sí. Entró al conventillo donde vivía y fue directo al baño. Sacó a Saol del bolsillo y con su pañuelo limpió la punta de la espada para que quedara impecable. Salió del baño silbando bajito, luciendo a Saol como un trofeo y fue a su cuarto. Ahí estaba su madre, quien, con una sonrisa, le indicó que mirara sobre su cama, donde estaban esperándolo extendidos unos hermosos pantalones largos, recién planchados. 

Me acerco en silencio a la pieza de Manuel. Él está en la cama, bien sentado contra el respaldo, dibujando. Cuando entro se pone contento de verme. Después baja la mirada y ve que tengo a Saol en la mano. A mí me incomoda un poco que se diera cuenta pero trato de que no se me note. 

-Mirá lo que te traje-  Me pongo a Saol sobre la palma de la mano y la extiendo para que lo vea mejor. Él sigue sentado en la misma posición.

Sus ojos se mueven entre la sospecha y la alegría, o al menos yo lo siento así. Me acerco un poco más, mi mano está casi sobre su cara. Entonces bajo la mirada y veo el dibujo que estaba haciendo antes de que yo llegara. Somos él y yo, vestidos de soldados, sosteniendo  largas espadas, y también está Saol. Está dibujado tal cual pero su mirada es distinta. Eso me hace sonreír por alguna razón. Me distraigo y mi mano se afloja, la dejo caer y, sin querer, tiro el juguete, que cae sobre mi hermano pero, por suerte, cae de una manera que no lo pincha. Levanto a Saol inmediatamente. 

-Por eso es que tenés que tener cuidado, ves- le digo a Manuel mientras se me pasa el susto y me siento a su lado. Él me mira como pidiendo permiso para agarrarlo y se lo entrego, le digo que a cambio me llevo su dibujo. Él se ve feliz. 

-No le digo nada a mamá, eh- le digo guiñándole el ojo antes de dejar la pieza.

Mientras me alejo pienso qué verá él en los ojos de Saol, si es que también encontrará algún secreto bien guardado.

Por Jesi Schechtel 



 

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