jueves, 26 de agosto de 2021

La espera

Sabíamos que no iba a venir, pero lo esperamos igual. Laura sacó el mantel blanco, con flores bordadas a mano que le regaló la abuela el día de su casamiento y que sólo se usa en ocasiones especiales. Puso la mejor vajilla que tenía y abrió un vino guardado en roble. 

El resto, todos emperifollados con nuestras mejores galas. Yo ostentaba unos gemelos que eran de mi abuelo y me ceñí la rastra con caballos de plata que me tocó en la herencia. Aún brillaba. Miguel, intentaba acomodarse dentro del saco de paño que parecía quedarle un poco chico. Fumábamos en la escalera mientras mirábamos el camino de tierra que se perdía entre algarrobos y quebrachos colorados.

-Yo le traje unos frascos de berenjena que hace mi vieja, que siempre le gustaron – me comentó Miguel sin mirarme, mientras retenía el humo en sus pulmones. Exhaló y el humo se transformó en un fantasma que ascendía a la ventana de la planta alta. 

-Me parece que nos vamos a tener que comer las berenjenas nosotros no más – repliqué. 

La última vez que lo había visto, nos saludaba con el brazo desde la ventana trasera del taxi que se lo llevaba por el mismo camino por el que ahora esperábamos verlo volver. Nos tiró un beso con la mano y nos dijo que cuando vuelva lo esperásemos con una joda, “y le metemos cachengue hasta el amanecer” nos gritó antes de perderse en la polvareda que dejaba el auto detrás mientras se alejaba.

-¿Y?, ¿se ve algo? -preguntó Laura 

- Nada amiga todavía, hay que tener paciencia – le respondió Miguel. 

-Ya está oscureciendo así que deberíamos ver la luz del auto que lo traiga- agregué yo.

-Es cierto. bueno, avisenmé si lo ven, así armo todo antes que llegue- dijo Laura y se metió a la casa sin esperar que le respondiésemos. Con Miguel nos miramos y no dijimos nada. 

Creo que todos sabíamos que no iba a venir. Laura era a quien más le costaba aceptarlo. Tal vez porque el amor de matrimonio te hace pensar que la otra persona es parte de uno, entonces mientras uno esté, el otro también va a estar. Eso se me ocurre a mi, pero yo nunca me casé. 

Servimos un poco de vino mientras veíamos la noche caer pesada sobre el campo. El silencio interrumpido por el croar de las ranas y los bichitos de luz que empezaban a cruzarse por nuestras miradas. El camino seguía igual de desierto y nosotros esperábamos sabiendo que nadie iba a venir. 

Laura quiso retrasar un poco la hora de la cena, con la esperanza de que alcance a llegar, pero cerca de la medianoche decidimos sentarnos a la mesa. Arrancamos comiendo las berenjenas en escabeche de la mamá de Miguel y luego llegó la picada que acompañamos con vino toda la noche. 

Recordamos la época en la que vivíamos todos juntos en este caserón. La fiesta que hicimos cuando se casaron con Laura, la despedida cuando se fue a trabajar a Dakota del Sur y el silencio y la ausencia durante meses que siguió después. Hoy que era su aniversario todos lo esperábamos, sumergido en la ilusión de Laura de volverlo a ver, en la ilusión del cachengue hasta la mañana, de la vuelta a la comunidad del caserón, a la fiesta de casamiento.

Cuando la noche se hizo larga algunos se emborracharon y se durmieron en los sillones, otros, se retiraron a las habitaciones. Yo me senté en la escalera a fumar otro cigarrillo mientras veía un sol naranja y furioso asomarse por detrás de los quebrachos colorados. Laura se sentó junto a mi, me tomó del brazo y se recostó en mi hombro. Sollozaba despacito como en un siseo de un llanto viejo que tampoco pretendía disimularlo. Le ofrecí un cigarrillo y la vi prenderlo con el rímel dibujándole lágrimas negras en las mejillas.

-Que lástima que hoy tampoco vino – dijo apesadumbrada- Pero ya va a venir. 

Y el humo de su boca fue otro fantasma subiendo a la ventana de la planta alta. 

Por Marcos Gutiérrez


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